Antes de empezar a dar aquí la lata todos los domingos -dentro de poco se cumplirán seis años-, me pasé otros ocho haciéndolo en otro sitio, y allí tenía como vecino de página a Arturo Pérez-Reverte. Como aún recuerda alguna gente, solíamos gastarnos bromas de una columna a otra, y lo curioso es que entonces no nos conocíamos apenas; en persona, quiero decir. De hecho fue a raíz de aquellas joviales escaramuzas periodísticas como comenzamos a tratarnos y a forjar lo que algunos amigos suyos y míos consideran una extraña amistad, al no ver muchas afinidades entre nuestras respectivas literaturas y admiraciones. Sea como sea, de aquel largo periodo nos ha quedado, supongo, cierta costumbre de gastarnos nuevas bromas, pese a que ahora sus lectores no vean las mías ni los míos las de él, a menos que unos y otros compren los domingos los dos distintos suplementos en que colaboramos. Lo cierto es que el Capitán Alatriste ya me ha metido en un par de líos o tres, porque de cada caminata que damos juntos saca un artículo, en el que, claro está, cuenta las cosas a su manera. Hace ya algún tiempo relató una conversación que mantuvimos un anochecer primaveral en el que nos dio -qué quieren- por fijarnos en los atuendos y andares de las mujeres con las que nos cruzábamos, las cuales no salieron en general bien paradas a nuestro humilde y arbitrario criterio, que nadie tenía por qué tomarse en serio ni pensar que valía más que el de cualquier otro viandante. Pero fueron muchas las mujeres que absurdamente se dieron por aludidas y nos afearon nuestra charla y nuestra actitud, y hasta hubo una iniciativa internética de recogida de firmas para que nos empapelaran por un "delito de opinión", si mal no recuerdo. En todo caso el Duque de Corso, con su columna imprudente, me hizo quedar fatal y recibir unos cuantos palos que no me había buscado. Y ya me busco yo bastantes por mi cuenta.
Ahora me la ha vuelto a jugar. Como ha contado en su pieza "Los fascistas llevan corbata", volvíamos un jueves de la Academia, a cuyas sesiones me he empezado a asomar, y por ese motivo llevábamos ambos corbata, prenda a la que ni él ni yo tenemos la menor afición. Íbamos, en efecto, cargados con bolsas llenas de sobres y libros que la gente envía a la sede de la Academia y que acabábamos de recoger. Yo iba hacia mi casa y él hacia su coche, estacionado en la zona. De pronto nos topamos con una manifestación de inmigrantes, a la altura de la calle Carretas. Imposible saber qué reclamaban, no les suelen faltar motivos de queja. Aprovechamos un claro para atravesarla, con toda tranquilidad, y cuando ya habíamos pasado, oímos una voz que gritaba: "¡PP, fascistas, cabrones!" Lo último que se me ocurrió fue darme por aludido, pero Don Arturo (como lo he de llamar en las sesiones académicas, gratificantemente formales), quizá porque va por la vida ojo avizor, mientras que yo voy en las nubes y sin ver nunca a nadie, se volvió al instante y exclamó, refiriéndose a un individuo de aspecto aindiado: "¡Diantre, a fe mía parbleu y voto a bríos!" Siempre ha sido un afrancesado. "¡Nos lo ha dicho a nosotros!" Yo le contesté, medio en la inopia: "¿Tú crees? No creo. Como no sea por las corbatas ..." Él se quedó taladrando con la mirada al insultador, que no nos hizo ni puto caso, lo cual me reafirmó en mi opinión de que su grito no nos iba dirigido. Pero Don Arturo o la Fuerza del Sino insistió: "Sí, sí, iba por nosotros, hay que se foutre, mon vieux". Yo comenté que en los primeros meses de la Guerra Civil, en Madrid, a mi abuelo Marías, republicano convencido pero señor muy pulcro con su cuidada barba blanca y su corbata siempre puesta, algunos milicianos se atrevían a reprocharle el uso de esta prenda, y que él, ni corto ni achantado, les echaba buenos rapapolvos a aquellos aguerridos, por su simpleza y su osadía. Eso fue todo. Pero si se molestan en buscar el artículo de mi colega, verán cuán dado es a los lances de espada, en la vida real como en la imaginativa.
Si el Capitán tuvo razón, sin embargo, sería la segunda vez que me llaman fascista en poco tiempo, lo cual da que pensar. A lo largo de mis casi catorce años de columnista fijo, y de mis treinta de articulista ocasional, a menudo se me ha tildado de "rojo asqueroso" y de peores cosas, en la misma gama. "Facha recalcitrante", como se me ha largado recientemente en una carta biliosa y anónima, en la que se me deseaba que me pudriera "en un pozo de mierda" cuando llegue mi hora, nadie me lo había llamado jamás. ¿El motivo? Un artículo de hace poco en el que, mostrando mi respeto por quienes desean desenterrar a sus muertos de la Guerra Civil y darles mejor sepultura, no me abstenía de señalar que había un elemento de puerilidad y superstición en ello, al menos para quienes no somos religiosos ni creemos que las personas perduren en sus reliquias y huesos. No sé. Durante muchos años, en nuestro país, los únicos que han mandado cartas cobardes y anónimas (a mí, por lo menos), y han insultado a lo bestia, y han practicado la demagogia hasta decir basta, han sido individuos de extrema derecha y algún enfermo de nacionalismo. Mal asunto que ahora empiece a hacerlo también descerebrada gente de izquierda, y que los destinatarios de sus injurias seamos los mismos que recibimos las de sus supuestos y descerebrados contrarios; o que un inmigrante vuelva a asociar unas corbatas con el fascismo.