Aguanta muy bien
Jo, ¡qué noche!, sobre todo cuando la premisa enloquecida era fácil que se saliera de madre, o cayera en el delirio gratuito, pero todo se nota sólido y preciso, y ahí tendrá que ver la labor férrea, magistral y tan imaginativa, de montaje y puesta en escena, con una sensación muy lograda de ritmo implacable y un caos controlado, también en cuanto al tempo, importante para la propia trama (ese tic-tac impasible…) de esta demencial comedia negra, cruel y sin puta gracia en su profunda negrura, que se alza como una de las radiografías más amargas de la soledad y de la incomunicación (pos)modernas.
Galería impagable de chiflados, tanto como tú o como yo, consumidos, hastiados, ansiosos por soltar su rollo y descargar frustraciones en los demás, sin tiempo para escucharnos de verdad ni para abrirnos, descubrirnos tal y como somos realmente. Una pesadilla que brota, cómo no, de la más simple cotidianeidad, y de pronto la rutina se torna en escenario amenazante, irreal, infernal, poblado de caricaturas semihumanas que nos hacen la vida imposible, y algo tan sencillo como volver a tu puta casa se convierte en una odisea poco menos que épica, en una Gran Manzana sin camino de baldosas amarillas, donde el beneficio económico es la única lógica imperante.
Tampoco trata esto de ensalzar la vida tranquila, pues el aburrimiento es precisamente lo que provoca ansias de aventura, compañía, de echar una cana al aire y soñar con la fantasía del macho alfa, la de ser el protagonista de “Trópico de Cáncer”, en esa gran noche que no será como las demás y lo cambiará todo por fin. Y de algún modo, eso es lo que encuentra el tipo, pero no de la manera deseada. Tanto es así, que la vuelta al redil casi se percibe como una bendición; imposible por lo tanto un desenlace más cabrón y una conclusión más desoladora para nuestro héroe.
El primer tramo es más consistente, de comedia romántica, pero pronto se acumularán las situaciones imposibles, las casualidades insólitas y las confusiones que no lo son tanto, conforme nos sumergimos en el soho neoyorkino. Artisteo, empleos de mierda, bares que cobijan a las almas solitarias, el aún clandestino movimiento gay, tribus urbanas y hedonismo ochentero (la “noche de la cresta”, o cortar a los individuos por el mismo patrón)… también mucha desconfianza, paranoia y degradación de la calidad de vida, que darán pie a imágenes tan insólitas como una cacería humana con un camión de helados, o un taxista con mucha prisa y amante de las sevillanas. Se cruzan Hopper y sus halcones nocturnos, sus locales con jukebox que nunca cierran, con un expresionismo deformador de la figura humana y revelador de la pura angustia, en forma de obra artística y no tan artística, en un homenaje kafkiano en toda regla que incluso recrea el enigmático relato “Ante la ley” del autor checo, en versión portero de discoteca; la figura tan socorrida del pobre y anónimo oficinista, víctima poco menos que de un castigo divino en su ensañamiento, aquí reciclado en moderno procesador de datos que prácticamente habita en su lugar de trabajo, presenta unas lógicas inquietantes que hoy parecen hasta ingenuas.
No falta un trasfondo noir y cinéfilo, de mujeres fatales y liantes, de fatalidad y falsa culpabilidad hitchcockiana, tampoco un punto de terror respecto a lo femenino (la pintada en el lavabo, las trampas para ratones...) pero también presenta a esas mujeres vulnerables, inestables y víctimas del maltrato que son carne de cañón. A mujeres fuertes y desinhibidas, o a la vieja que está ya fuera del mercado como objeto sexual deseable. Gran film, en definitiva, sobre la noche como reveladora del monstruo que llevamos dentro.