Empecemos:
La guerra de las galaxias
Existen pocas películas que hayan levantado tanto entusiasmo mediático como la saga galáctica iniciada por George Lucas en lo que en el año 1977 se conocía simplemente como “La guerra de las galaxias” (Star Wars), y en el que el concepto de secuelas no era más que un mero esbozo en la inmensa imaginación de su creador. Es una película cuya primera presentación fue entre un grupo de amigos formado por, entre otros, Steven Spielberg y Brian De Palma, quien al terminar la proyección se limitó a afirmar que con esta película empezaba una era de cine basura. Spielberg, por su parte, afirmaría que la película se convertiría en un clásico atemporal. Irónicamente, ambos tendrían razón.
La historia tiene como base central la eterna batalla entre el bien y el mal, la luz contra la oscuridad, en este caso la lucha entre un despótico Imperio Galáctico y la Alianza Rebelde, cuando en medio de un asedio dos robots portadores de información vital son enviados a un planeta desértico con la esperanza de salir de las garras de los imperiales. Tras una serie de peripecias, terminan en las manos del héroe de la historia: Luke Skywalker, quién con la ayuda de Obi-Wan Kenobi (Alec Guinness), Han Solo (Harrison Ford) y Chewbacca (Peter Mayhew), se embarcará en una cruzada para rescatar a la princesa Leia (Carrie Fisher). Es una historia burdamente sencilla, con unos personajes arquetipos vistos en innumerables ocasiones anteriores que, además, apenas tienen presentación más allá de lo que se pueda extraer por pura iconografía: el joven idealista, el malo enfundado de negro, el anciano sabio, los comparsas cómicos, el pícaro cínico y socarrón; a parte de lo que pueda aportar individualmente un acertado casting del que destaca Mark Hamill, Peter Cushing como Tarkin, el dirigente de la infame Estrella de la Muerte; y, por supuesto, Harrison Ford en el papel con el que empezaría su ascenso hacia el estrellato. No hay profundización psicológica alguna en los personajes, sus caracterizaciones se pueden tildar de setenteras y las relaciones funcionan por la disparidad extrema en sus personalidades. Sin embargo, esa sencillez va en la misma línea del resto de la producción, y en su perfecta ejecución, porque lo simple no es sinónimo de facilidad, se consigue crear unos personajes completamente memorables.
Lo mismo se puede decir de la premisa, cuyo desarrollo no da lugar a complejidades dramáticas, sino que se basa enteramente en unas ideas salidas de cuentos de fantasía medieval tan elementales como las que podría tener cualquier producción disneyana. En su superficie podemos encontrar una lograda traslación del cine de capa y espada a un universo único en la que nos encontramos con jóvenes caballeros (Luke, Han) guiados por un viejo brujo (Obi-Wan Kenobi, caballero Jedi), quienes ensillados en sus corceles (las naves espaciales) se dirigen a un castillo impenetrable (la Estrella de la Muerte) para rescatar a una princesa de las manos del temido caballero negro (Darth Vader). Es quizás aquí donde encontramos la mayor virtud de “La guerra de las galaxias”: nos encontramos con una película que funciona a nivel puramente sensitivo al utilizar ideas arraigadas en el colectivo imaginario de la humanidad pero en un universo propio del film, diferente a lo visto hasta aquel entonces. Lucas bebe de fuentes tan diversas como la mencionada fantasía heroica, los seriales pulp como “Flash Gordon” o “Valerian”, la mitología detrás del samurái y la filosofía zen, elementos del western, y una adaptación del viaje del héroe de Joseph Campbell tan directa como eficaz. Es una amalgama de ideas que bajo otra dirección jamás habría funcionado, y el resultado final de “La guerra de las galaxias” no se puede considerar solamente un éxito, sino también un milagro.
Otro gran triunfo recaería en los todavía excelentes efectos especiales encabezados por los visionarios artes conceptuales de Ralph McQuarrie, quien ideó unos diseños originales que consiguieron dar coherencia a un universo inverosímil, trasladado posteriormente a imagen real por un grupo de técnicos que tenían la voluntad de igualar e incluso superar lo visto en “2001: Una odisea del espacio” (Stanley Kubrick, 1968). Bien lo conseguirían creando, entre muchas otras cosas, coches flotantes, espadas de luz, grandes naves espaciales escapando de naves todavía más grandes; y todo ello bajo un diseño de sonido de Ben Burtt que creó un universo sonoro ahora ya característico de Star Wars. Hablamos de una película técnicamente perfecta, una en la que el paso del tiempo no hace más que acentuar los prodigios creados por un equipo en estado de gracia. Por otra parte, aunque la función de Lucas excede a nivel conceptual, también tiene varios méritos a nivel técnico. Su puesta en escena es muy simple y se ve que no tiene muy buena mano dirigiendo a los actores, pero su planificación es impecable y otorga a la narración un clasicismo, ya en aquella época en capa caída, que le permite desarrollar los acontecimientos al ritmo deseado con unas imágenes que pasan por lo poético, lo dramático y lo mítico.
Es imprescindible mencionar también el trabajo creado por John Williams, compositor clásico que demuestra en cada tema su gran dominio de los instrumentos musicales, combinándolos para producir canciones, no solo memorables, sino también de una profundidad sonora al abasto solamente de los maestros más grandes del oficio. Tiene el don de conocer los llamados “colores de la música” para combinar instrumentos de toda índole para enriquecer unas melodías que ya brillan por su creatividad. Quien más, quién menos habrá escuchado las melodías más populares de la franquicia, desde el estruendoso tema principal de los créditos, la pegadiza canción de la cantina o el emblemático y dramático “tema de la fuerza”, cuya primera aparición coincide con uno de los momentos más memorables de la película: aquel en el que un desesperado Luke mira dos soles poniéndose, preguntándose por el porvenir de su futuro. El uso de la música en esta película llega a un punto en el que se convierte no solamente en una de las piezas más importantes de la obra, sino en un insustituible personaje más.
Se podría decir que “La guerra de las galaxias” marca un punto de inflexión en la historia del cine americano, para bien y para mal, pues la película asentaría el concepto de blockbuster que De Palma temería, y es que a la película se le puede achacar un guión que encadena escena de acción tras escena de acción sin descanso alguno (creando así el encabalgamiento de set pieces que conocemos hoy en día), un guión que también tiene diálogos un tanto artificiales y un uso del drama que a veces no funciona, por no hablar de un montaje eficaz en cuanto a su intención de no aburrir, pero lejos de la perfección mostrada en varias películas de los años 70. A parte, la película redefiniría erróneamente el concepto de ciencia ficción en el cine, y daría un empujón al sub género de space opera, a pesar de tener más elementos de la fantasía medieval que del western en el espacio; sin olvidarnos por supuesto de que, independientemente del cine, empezaría el imperio cultural, tecnológico e incluso social de George Lucas. Sin embargo, por encima de todo ello, es una película que perdura en la memoria del espectador gracias a su uso de la mitología y por predicar un sentido del espectáculo inherente al cine, a la esencia más pura de los orígenes del celuloide de cautivar sin más pretensiones de un modo posible únicamente en este formato, y tal fue su éxito que surgirían imitaciones que, como suele pasar, no se le acercarían ni por asomo. “La guerra de las galaxias” es una carta de amor hacia la aventura por el simple hecho de vivir una aventura, un amor hacia los personajes y un amor hacia el mismo medio cinematográfico.