Harkness_666
Son cuatro
Un trago difícil de digerir. Te preguntarás varias veces qué narices haces leyendo esto, dudarás de si es arte o solo una forma un poco más refinada de pornografía, si es que antes no lo tiras directamente a la basura.
Su lectura es como estar encerrado entre cuatro paredes con su abyecto protagonista, autor del peor crimen imaginable, en toda su verdad descarnada, maloliente. No hay un intento de justificar o de redimir, como mucho se intenta entender, adentrarse en su psique torturada. A un tema ya de por sí tabú se le incorpora una provocación basada en la amplia presencia de sangre y esperma, heces, vómitos y orines, obscenidad sexual de todo tipo, tan capaz de asquear como de volverse reiterativa y banal sin más… o quizá no basta la distancia aséptica y sí que es en realidad necesario todo este componente asqueroso para que sintamos mejor la sordidez que invade la existencia carcelaria de un pederasta, así como la recreación mental que este hace de las cartas que le envía una joven aspirante a tal condición, obsesionada con su nueva y pubescente presa. Por otra parte, el submundo de la prisión, con sus normas propias de supervivencia y sometimiento, con los singulares freaks que la pueblan, se parece demasiado al infierno.
La autora no pierde oportunidad para demostrar que es una chica mala, pero que muy mala, y en su afán amenaza con echar por tierra el intento, siempre serio y respetable, de reflexionar sobre cuestiones delicadas, imponiéndose con estruendo por encima de lo narrado. Se hace evidente la influencia del clásico de Nabokov ya en el motivo de la mariposa, cual intento radical de enmendar la plana al refinado novelista ruso-estadounidense. Está a punto de caer en el tópico de la ninfa perversa y del demonio sensible y enamorado para acabar convirtiéndolo en una historia de amor impagable, trágicamente retorcida, a medida que abraza la fatalidad y conocemos el disfuncional historial familiar y afectivo de nuestro hombre; de nuevo, el abuso y el abandono durante la infancia es la explicación del comportamiento patológico de algunos sujetos.
El cuestionamiento que la amarga voz del delincuente efectúa del sistema (quién es él para impartir lecciones sobre nada, podemos pensar) no se queda en ese estilo de vida americano que genera insatisfacción entre quienes de modo tan estereotipado lo profesan, que oculta con pudor los instintos malsanos, sino que llega a interpelar al lector, último depositario de su historia, desafiándole. Todos somos en mayor o menor medida como ese monstruo del que nos apartamos a toda costa, negamos cualquier posible similitud, pero compartimos su vulgaridad y al menos él es sincero sobre sus inclinaciones. No deja de haber cierto morbo en torno a su figura, que impulsa a la gente normal a escribirle, tan interesada.
Se cruzan los narradores, las perspectivas, en un relato que bordea lo fantástico precisamente en la crudeza escatológica de su lenguaje, que arroja constantes dudas sobre la fidelidad de lo contado y que experimenta con el montaje y la temporalidad. Quizá nada es por completo lo que aparenta en un juego endiablado de paralelismos, de similitudes y diferencias (la libertad y el encierro, la lejanía física frente el pernicioso influjo de un alma en otra, los culpables y las víctimas...), que hace brotar el pasado y permite reconstruir lo sucedido, quedando al final más preguntas que respuestas. Final, desde luego, nada halagüeño; a la trama parece que le cuesta trabajo cerrarse, y cuando lo hace, es mediante un suceso horrible a más no poder, que condensa el título y concluye este puzle atroz de culpabilidades enterradas e instintos difíciles de reprimir; el peor enemigo no está entre rejas… el peor enemigo lo eres tú mismo.