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Tiene mucha tradición british, empezando por Dickens; importancia de las clases sociales, un muchacho desvalido en un mundo industrial y gris... y sobre todo está Carroll: un mundo absurdo en paralelo al real, un país de maravillas, con lógica infantil, juegos de palabras, conceptos, paradojas. Sátira y humor macabro, con tiempos, espacios y formas alteradas; puro vértigo, diversión, y un alegato final por la creatividad, contra la televisión embrutecedora, los padres pasotas y que malcrían (de plena vigencia pese al cambio de medios), por la imaginación y la lectura. Un cuento moral donde una serie de vicios son castigados: glotonería, egoísmo, mala educación, afán de protagonismo y de espectáculo, ambición...
Sin embargo, excavamos, como hace el alocado dueño de la fábrica de chocolate, e intuimos algo oscuro que brota. ¿Quién es Willy Wonka?
Es un dandi estético y amante de la belleza, un artista, pero también un mago, un genio y un científico loco. Un millonario excéntrico y megalómano, así como un astuto empresario. Puede ser Dios o el mismo diablo, el poder omnímodo del Capital; maestro de ceremonias y demiurgo de un paraíso sólo concebible en la mente de un pequeño, el cicerone de un viaje que tienen mucho de desafío, de rito de paso y prueba para unos pocos elegidos. Capaz de lo imposible, de lo apenas soñado y pensable, que incluso sólo tiene pleno sentido lógico para él, como un dulce que permite el crecimiento del cabello de los pobres niños calvos (¿?)… La visita a la fábrica es, por lo tanto, la promesa de descubrir el truco de magia, el gran enigma.
Willy Wonka no vende chocolate. Vende fantasía, ilusión para los pobres y los resignados. ¿Y si yo fuera el elegido… y si yo fuera especial? Es dueño de codiciados secretos, pero sólo vende un placer efímero, inmediato, que indigesta y no alimenta ni nutre, salvo por la energía momentánea del azúcar, del subidón. Vende deseo, que incluso un anciano como el abuelo Joe siente, de ahí la erotización del chocolate; una chocolatina cremosa, crujiente, que sacar de su envoltorio, temblando, nervioso, comer lenta, muy lentamente, haciéndola durar. El chocolate es el capital ficticio que para cualquier niño es mejor que el dinero; algo que, al igual que éste, va más allá de la simple necesidad alimenticia para constituir una necesidad en sí misma. El creador de chocolate es de un entusiasmo infantil ilimitado, una fuerza infatigable que nunca se detiene ni se cansa, cuyo ritmo es cada vez más difícil de seguir.
Los Oompa-Loompas, tachados de caricatura racista, no son un simple dato envejecido y accesorio de la novela que se pueda omitir fácilmente, sino la clave de bóveda del proyecto de Wonka. Representan el paso de la producción industrial clásica, con obreros y salarios, a una curiosa forma híbrida de deslocalización posmoderna y factoría decimonónica. Frente a una clase obrera de dudosa fidelidad, se opta por la utilización de mano de obra semi-esclava del tercer mundo, a quienes pagar con el propio producto que elaboran, que para ellos vale más que el oro, valiéndose de su vulnerabilidad, dependencia e inadaptación al nuevo medio al que son “importados”. Son ellos mismos producto, hombrecillos de chocolate entre diabólicos y angelicales; la fábrica, ecosistema aparte del mundo real, donde viven felices e ignorantes, trabajando y cantando. Pero su jefe no se alimenta, como ellos, de granos de cacao.
Wonka es además el salvador blanco, el benefactor de los pueblos y la figura en teoría humanitaria que busca paliar el hambre en el mundo, dar caramelos eternos a los niños pobres, traer sus dones a cada hogar. Pero a la hora de la verdad, le importa poco el consumidor, el niño díscolo y accidentado; sólo le preocupa que pueda estropear su mercancía. Incluso experimenta con sus propios subalternos. Crea sucedáneos imperfectos, o un reino del revés, de helados calientes y caramelos rellena-caries, que amenaza con suplantar la realidad, o incluso un Videodrome chocolatil. Los prodigios se miran, pero no se tocan. El grupo de mocosos es indeseable, repelente, pero al menos, en sus defectos, son niños que cuestionan, se rebelan, hasta que se les ignora o se les manda callar, y terminan siendo víctimas de unos castigos cada vez más atroces… El poder tritura, asimila y devora al devorador (Augustus Gloop). El consumidor se convierte él en producto y se consume a sí mismo (Violet Beauregarde). El sueño productivo deviene en la pesadilla del desecho, con el consumidor convertido él mismo en detritus, de lo más elevado a lo más bajo de la cadena (Veruca Salt). Se reduce este, por fin, a un triste simulacro de vida (Mike TV).
Charlie acaba por ser el único puro, el que conoce y aprecia el valor de las cosas gracias a sus principios judeocristianos; humildad, generosidad, paciencia. Charlie, que no cuestiona nada y sólo siente reverencia por aquello que se le revela, es el cordero que sufre, el que acepta el chocolate (el maná), la fe en sí misma, sin esperar a cambio ninguna recompensa futura, ningún paraíso celestial más allá de esa simple fe, cuya ausencia en la casa del pobre sólo incrementa el fervor; bienaventurado sea Charlie, porque suya será la fábrica de chocolate. Él será el predestinado para perpetuar el imperio de la gominola de Wonka; un elegido de Dios. Y tiene lugar la destrucción del hogar, humilde, pero hogar a fin de cuentas, para que la fábrica ocupe ya definitivamente el lugar de lo real; última imagen de esta oscura alegoría disfrazada de simpático relato infantil.