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Obra de una autora pionera de la novela gótica, es un “romance”, según el término inglés, de amantes separados por quienes se oponen a su enlace, que deberán afrontar todo tipo de pruebas para volver a estar juntos. El joven noble Vicentio Di Vivaldi se enamora perdidamente de la huérfana Ellena de Rosalba y defenderá hasta las últimas consecuencias su amor idealizado, casto y puro en una época en que domina la diferencia de clases sociales y unos conceptos medievales, o poco menos, en torno a la honra y el prestigio de la sangre; como resultado, ella será raptada y encerrada en un siniestro convento...
La novela inserta esta trama “bizantina” y sentimental en un contexto de horrores, aventuras y desventuras, persecuciones, secuestros y lances varios, en un marco puramente romántico, donde se contraponen los consabidos ambientes oscuros y tétricos, llenos de sombras y ruidos funestos, de pasadizos, ruinas, antorchas… a un paisajismo descriptivo de inspiración pictórica que muestra una naturaleza desbordante, cercana a esa estética de lo sublime que es una manifestación de lo divino. No en vano la acción se ambienta en Italia, donde se unen la tierra, el fuego y el mar, contexto exótico donde la historia (en forma de monasterios e iglesias antiguas) se da la mano con los accidentes geográficos de toda índole. Se anticipa en cierto modo lo policial, en cuanto a que los elementos sobrenaturales (las apariciones de un misterioso monje que se mueve cual fantasma y lanza advertencias fatales) se acaban desvelando como reales; la sinrazón humana, las manos que mueven hilos, son peores que cualquier influjo demoníaco.
Los diálogos no buscan la naturalidad, tampoco lo hace un lenguaje, como era de esperar, recargado, florido, con mucho, o al menos bastante almíbar, muchos gestos, suspiros y exclamaciones. Están los buenos, los malos y los sirvientes, que conforman una mirada condescendiente a un mundo popular (el carnaval, ciertas celebraciones nocturnas, los campesinos…), muy vivo, de gentes sencillas cuya mayor virtud es la fidelidad, con algún que otro arrebato patriótico y que responden al estereotipo del gracioso, tonto, pícaro, parlanchín… recurso muy repetido el de cualquiera de estos subalternos, que posee información importante pero que se va por las ramas a la hora de proporcionarla, poniendo de los nervios a sus señores y ya de paso al lector. Este humor, o intento de algo entrañable, diría que es lo que peor ha envejecido del libro. Final feliz igualmente estereotipado, muy feliz; queda atrás el mal, el bien triunfa en una restauración de la paz y de un orden familiar y social cuya jerarquía tan sólo ha sido levemente cuestionada por el arrebato romántico, operando una serie de giros folletinescos para que los dos tortolitos puedan consolidar su unión prohibida; parece que unos y otros, buenos y menos buenos, cuestionan sus propios límites morales y la consecuencia es… que no es muy buena idea hacerlo.
Algunas cosas interesantes e inesperadas: unos malos malísimos cansados, corrompidos por una ambición, orgullo, frialdad, que les destruyen. Su modus operandi es tirar de subordinados, corromper a su vez, buscan a quien les haga el trabajo sucio y procuran mancharse las manos lo menos posible. El confesor Schedoni es una creación formidable, muy característica romántica; retorcido e intrigante religioso que oculta una personalidad egoísta, aduladora, de turbio pasado criminal, pero atravesada por la culpa y la represión, capaz de emociones desconocidas incluso para sí mismo. Sus escenas de manipulación psicológica acaban por ser de lo mejor de la novela y se adueña del relato, pues incluso el héroe pierde peso en su favor durante el último tercio. Por último, la chica es esa doncella frágil y asustadiza, sometida a mil tropelías, pero no del todo; tiene su propia evolución, su propio hallazgo de las cosas y de sí, pues en su inocencia cuestiona todo, incluso ese romance salvador que le ofrecen y que ella misma se resiste a aceptar por completo, debiendo descubrirlo en sus sucesivas etapas.
Se dan identidades múltiples, nombres secretos, recursos al disfraz y a la revelación (el velo de ella, la capucha del monje…). Un anti-catolicismo furibundo, que no anti-cristianismo, desde luego, que nunca deja de ser exaltado, de raíz protestante y anglosajona; la religión organizada es absolutamente corrupta, tiránica, intransigente, tanto como unas autoridades indeseables que predican lo contrario a las virtudes que afirman defender. Entre sus filas, sin embargo, encontramos también a buenas personas que ayudan, compasivas y virtuosas, pero siempre lo serán a título individual y sin representar para nada el alma negra de su institución... cuya culminación no podría ser otra que el terrorífico tribunal de la Inquisición, con todo su catálogo de interrogatorios, mazmorras, torturas, instrumentos de tortura y juicios sumarísimos en entornos de pesadilla, poco menos que ajenos a la realidad.
Lectura que podrá resultar demasiado naif en especial a quienes busquen narrativa de terror y emociones fuertes, pero que pone ciertas bases y pilares al respecto y cuya autora muestra coherencia y solidez en su mirada.