Si el año nuevo supone una ilusión de vida nueva, de que algo puede cambiar en nosotros, entonces nada mejor que aprovechar estas fechas para releer La metamorfosis de Kafka.
Como no soy ni de lejos el único mequetrefe que ha intentado desentrañar el supuesto significado de tan influyente relato (todos los “-ismos” posibles se han encargado de ello ya), diré lo que me ha sugerido. Gregor Samsa es un hombre definido en términos de utilidad, que en cuanto deja de ser útil a los suyos y a sus jefes es inmediatamente rechazado, convertido en una dolorosa carga y en un cuerpo extraño para la sociedad, siendo finalmente desechado de la vida tras no pocos miramientos. Ésto nos revela una realidad humana cruel, burocrática, donde los auténticos monstruos son las personas normales y funcionales, por su nula comprensión de quien es diferente a los demás. Sin embargo, y aunque Kafka no duda en meternos en la piel (en el caparazón) de Gregor, entre los muros que le aíslan, con tal de hacernos partícipes directos de sus sufrimientos... ¿a quién quiero yo engañar? Lo más probable es que, a la hora de la verdad, todos seamos quienes no podemos evitar sentirnos asqueados, quienes damos la espalda. Se deja morir nuestro héroe como si él mismo reconociera en qué se ha convertido, la futilidad de su ya definitiva nueva vida... que, sin embargo, supone un espectáculo mórbido para algunos, fascinados al mismo tiempo que repelidos (es el caso de la asistenta de la casa y de los tres huéspedes).
Gregor Samsa es el malestar en la modernidad, pues por muy integrado que esté al principio, con su empleo de comercial, con sus sueños de prosperidad económica, tan sólo un paso parece separarle de sus congéneres (Kafka, un judío asimilado), que no le perdonan una. Gregor es negro, es judío, es discapacitado y es maricón, es musulmán, todo lo que nos resulta ajeno, incomprensible; la irrupción de lo Otro en una realidad poco dispuesta a aceptarlo, que solamente nos perturba cuando lo tenemos delante de nuestras narices. Lo animal, lo contra-natura, lo sucio (se alimenta de desperdicios y acaba cubierto de ellos) y lo abyecto. Y es que el absurdo, lo gratuito de convertir al protagonista de tu relato en un bicho sin dar la menor explicación, abruptamente ya desde la primera (y célebre) frase, supone el ingrediente fundamental para hablar de lo que habla Kafka, pues ese lado oscuro, esa transformación, no tendría apenas efecto negativo de no ser por la completa ausencia de razones lógicas. Lo raro, lo siniestro, lo Otro, lo es precisamente por ininteligible, porque no lo entendemos. Y comienza a dejar de serlo precisamente cuando entablamos contacto y lo comprendemos al fin. Surrealismo cotidiano y a la vuelta de la esquina, con la fuerza atemporal de la metáfora y la contundencia de una breve “nouvelle”.
Un último apunte, que por un momento deja caer el autor checo, pero no desarrolla demasiado; las virtudes de ser un bicho, la libertad redescubierta y la liberación de unas cargas, de unas responsabilidades hasta entonces invisibles (alguna ventaja tenía que tener). La descripción física de una decrepitud, de una nueva morfología, órganos que tienen otras utilidades y por eso mismo fallan, me hacen pensar en un mundo ideal de hombres-insecto en el que el pobre Samsa podría haber sido feliz y nadie le tendría encerrado entre cuatro paredes. La metamorfosis, en fin, no es física, sin más; todos los personajes cambian en su interior.
La traducción, eso sí, es un petardo, yo no sé si porque intenta imitar el estilo originario, pero de tan decimonónica resulta incluso un poco difícil de leer... en fin.