Harkness_666
Son cuatro
Sofía se instala en casa de veraneo de su familia en Laredo para desarrollar su tesis doctoral sobre la figura de Mikel Areilza, un escritor que militó en ETA y se suicidó en el exilio. Desde su terraza se divisa la prisión de El Dueso, en la que cumple condena Jokin, un ex novio de quien se ha vuelto a enamorar por correspondencia. Sofía se va encerrando cada vez más en esa urbanización desierta en temporada baja, mientras desarrolla su tesis. a través a los diarios de un director argentino que trabajaba con Areilza cuando se suicidó. Sofía irá descubriendo que aquello en lo que cree no es más que la proyección de un discurso ficcional: La identidad, el amor romántico, la delgada línea entre el héroe y el terrorista.
Sofía, la protagonista de esta novela, vivió (como la autora) su infancia en los noventa, bajo la sombra del terrorismo etarra. De familia acomodada, ha permanecido en una burbuja hasta que un día algo hace estallar su tranquilidad. Decide reencontrarse con un ex que ahora está en la cárcel, acusado precisamente de terrorismo. Se desplaza, para poder verle, a un entorno inhóspito; la prisión está cerca de la casa donde pasaba sus vacaciones de pequeña y donde ahora intentará escribir una tesis sobre un escritor maldito vinculado a ETA. No hace falta decir que su estancia allí (en su propia “prisión”) hará que reconsidere todo aquello en lo que cree, o mejor dijo, en lo que cree creer. De la Cruz habla sobre la verdad y sus versiones, sobre el descubrimiento de una misma cuando se tiene suficiente edad como para mirar atrás. Y de cómo los relatos, no sólo los históricos o políticos, sino los personales, son quebradizos y parciales, dependen a veces de una imagen mal interpretada, de un recuerdo borroso; todo es una gran mentira, nos engañan, o más bien nos engañamos… ahora bien, lo que uno siente (en el caso de Sofía, lo que siente por su ex), lo que da forma a la experiencia, sí que es auténtico y bien puede ser lo único a lo que merezca la pena aferrarse.
(La fisicidad que desprende la escritura, las descripciones -por ejemplo, el violento encuentro sexual que mantienen los dos, el proceso de abandono tanto físico como de la casa donde vive ella-, curiosamente, contrastan con la idea central de que todo es interpretable, difuso, etc.)
El final es esperable, pero con su punto de riesgo, echando mano del recurso del “flujo de conciencia” para expresar toda la confusión y el desengaño de nuestra heroína (o bien su hallazgo de la única realidad cierta, antes de volver a la cordura cotidiana, a caer de nuevo en la trampa, intuimos). Aquí y allá, elementos bien manejados y resueltos para generar inquietud (el conserje de la urbanización y sus intenciones, el vecino yonki, la presencia turbadora del mar). Ante todo, la narración la conforma la subjetividad de Sofía, su sentimiento de culpa (no es la única que se siente culpable en la historia)… sin embargo, cualquier exceso ombliguista es mitigado por la polifonía de voces que conforman la novela: su testimonio se cruza con los diarios de un dramaturgo argentino (otro personaje igualmente escéptico, mutilado y en las últimas, buscando no sabe muy bien qué en su investigación, en su caso, artística), con unas escenas en la prisión escritas a la manera de diálogos teatrales (es decir, salimos fuera de la mente de la muchacha). Y como personaje ausente, el escritor suicida, un tipo confrontado con sus propios fantasmas, aquellos que intentó conjurar con su supuesta militancia, pero que acaban por destruirle: no puede vivir con ello, como aprende a hacer Sofía al final.