Semejante a un montaje de diversos relatos independientes, unos más extensos y en varios capítulos, otros breves y parecidos a impactantes viñetas, lo que confiere al libro la unidad de una novela es el concepto central de los kentukis: unas simpáticas mascotas electrónicas con las que la gente comparte su vida cotidiana mientras un completo desconocido las controla desde otra parte del mundo. Sea cosa de ciencia ficción o bien de nuestro presente más inmediato, corresponde al lector decidir hasta qué punto le parece creíble o preocupante la idea.
Más que una crítica sin paliativos a las nuevas tecnologías, se trata de bosquejar un (a menudo) desolador panorama de relaciones humanas mediadas por dicha tecnología, cómo puede ésta sacar lo mejor y lo peor de nosotros (más lo segundo que lo primero). Los protagonistas son gente de todo tipo en cuanto a nacionalidad, condición social, género y edad; el alcance del fenómeno es global y se propaga como la pólvora (hay cierto misterio en torno a su origen, como si no interesara revelarlo y fuera, antes que nada, una inquietante metáfora). Cada una de las historias acaba llevando a alguna forma de desengaño, de violenta pérdida de la inocencia. La conclusión es que todos estamos inmersos, lo queramos o no, en estas lógicas digitales, y que el papel que desempeñamos en ellas como usuarios es a menudo oscuro, imprevisible.
El mundo de los kentukis, con sus propias lógicas y roles, es todo un acierto y nos anima a participar. ¿Qué haríamos nosotros? ¿Cómo nos afectaría? Porque al fin y al cabo, están los usos para los que un determinado invento es diseñado y están los usos reales que se acaban imponiendo, incluso en esferas como las de la sexualidad o el arte contemporáneo. Los prejuicios y los equívocos, las identidades múltiples/vidas paralelas, el voyeurismo y la necesidad tanto de observar como de ser observados, la cosificación del ser humano (o bien el surgimiento de conductas humanas donde menos se las espera), la posibilidad de acceso a los rincones más turbios y que no deberían haber sido descubiertos… todo ello es lo que predomina. También las imágenes que se vuelven en nuestra contra, el peligro bajo la apariencia engañosa del simple entretenimiento... muy especialmente cuando hablamos de menores de edad, individuos aún en proceso de formación y en edades complicadas, olímpicamente ignorados por sus progenitores. Pero quizá los kentukis nos hablan de lo que proyectamos en ellos, que puede ser crueldad o puede ser amor, de la necesidad de dar sentido a nuestras vidas, huir de rutinas, soledades y problemas personales, estableciendo con personas muy ajenas unos vínculos más estrechos que los que pudiéramos mantener con nuestros seres queridos, tan cercanos y tan lejanos.
Una veintena de cuentos que parten de lo anecdótico, de una mirada ingenua pero bastante sabia a su manera, a veces resignada, pero capaz siempre de escrutar lo que puede pasar desapercibido bajo una realidad vulgar. Más que lo contado, casi siempre referente al mundo provinciano y rural argentino, o bien al de la más inmediata cotidianeidad, destaca una sutil desestabilización, o incluso rebeldía, en una escritura sin mucha forma o argumento aparente, pero cuajada de pequeños detalles y alusiones, de una oralidad cargada de un vocabulario y giros característicos, casi un puro ejercicio de expresión sin nada que demostrar, de cierta perversidad, si algo así es posible en unos relatos de aspecto a veces cándido. Esto es algo que se lleva a su máxima expresión en la narración homónima, la última y que ejerce de compendio de todo el volumen; ni más ni menos que lo que dice el título, el todo y la nada, lo extraordinario en lo convencional. Se diferencian dos conjuntos de textos, el primero tiene como protagonista a una niña, después adolescente y trasunto de la autora, mientras que el segundo consiste más en pequeñas crónicas de la vida diaria y la voz que nos habla es la de una mujer madura, o la de una experiencia que aún así sigue sorprendida y atenta a lo que la rodea.
La niña realiza su propia interpretación de las letras de un cantante de moda (“Antonio Tormo”), se mezcla con el colorido un tanto extravagante de unos vecinos suyos (“Los hermanos Schiavi”), o de la gente de su zona en general (“Mi barrio y los vecinos”), entre juegos, observaciones que dan cuenta de las diferencias sociales y ecos distorsionados que le llegan del mundo adulto. En “La tía Celina” sobresalen unos secretos familiares, el encuentro con la locura de un pariente próximo y con la muerte de otro, que no encaja del todo en las ideas que de él se han recibido, mientras que en “El olor de Buenos Aires” descubrimos que las relaciones de pareja no son como lo que sale en las novelas románticas y el ambiente capitalino también es otra cosa. La niña quiere hacerlo todo ya y carece de la paciencia y facultad para el trabajo laborioso y complaciente de otros niños (“Poca imaginación”). En “Maestrita”, “Desfulanizar” y “Un viaje a La Paz” es una joven que empieza a trabajar en la enseñanza y comprueba sus alegrías y sinsabores, enfrentándose a una autoridad que está incluso por encima de la suya respecto a los chiquillos; sus primeras lecturas, su tendencia a no quedarse en lo superficial de la gente, el gusto por el viaje… suponen una fuente de hallazgos inesperados.
El corte brusco de esta trayectoria de formación llega con un desengaño (“Turismo urbano”), el contacto con una bohemia romantizada que aquí aparece ferozmente retratada como un hatajo de vagos con quienes nuestra amiga acabará rompiendo. Me ha parecido que dos cuentos más se salen de la tangente en cuanto a temática más bien oscura, conectados sólo por vagas alusiones; “Historia de una venta”, relato familiar en torno a un decadente lugar de recreo que es casi una versión miniaturizada de “Cien años de soledad”, y “¿Cómo pudo ser?”, sobre la timidez adolescente en épocas complicadas, empezar a abrirse tiernamente a la vida… y de repente, todo a la mierda. Quizá la pieza más sensible del libro, y también la más cruda y cabrona. A partir de aquí, la observadora se mimetiza prácticamente con una persona cualquiera, habita espacios (“En la peluquería”, “Mi café del centro”) y extrae sus conclusiones, contempla a los monos en el zoológico (“Hola, chicos”) encuentra paralelismos con el comportamiento humano, imagina las vidas de desconocidos en lugares públicos (“Junto a una ventana”), desconfía de las terapias (“Para dejar de fumar”)… lo hace desde un humor serio, propio de quien se ríe de algo pero forma parte de esa situación ridícula (“La coordinación”, “La presentación multimedia”, farsas sobre el mundillo literario y cultural).