Culmen de la prosa modernista en castellano, estas memorias eróticas del aristocrático alter-ego de Valle-Inclán, el “feo, católico y sentimental” Marqués de Bradomín, son un auténtico tesoro literario. Son cuatro las narraciones que detallan, conforme a las estaciones del año, distintas etapas de la vida de este individuo donjuanesco, melancólico y seductor, un poco perverso, la encarnación de ciertos principios anticuados y como del antiguo régimen. En el fondo es un típico caballero español; carlista, fiel a su religión y a las jerarquías, pero al mismo tiempo pecador confeso, buscador de la transgresión, romántico aventurero siempre enredado en unos amores ideales que tienen algo de masoquista y de imposible. Estas facetas suyas conviven, aunque parezca extraño, y dan lugar a reflexiones que son impagables del todo… pues su universo moral no consiste tanto en unas creencias férreas como en una actitud estética, una forma de refugiarse en un pasado idealizado, en la decadencia de unos valores al borde de la extinción, un poco en paralelo a su propia existencia de libertino trasnochado. Las cuatro novelitas conforman, así pues, la gran y carnavalesca novela que es su vida.
Lo que da entidad propia a estas “sonatas”, más allá del simple ejercicio estilístico, o de la imitación de modas literarias extranjeras (simbolismo, decadentismo, etc.) quizá sea el contexto tan español y tan nuestro, próximo al pesimismo de la generación del 98. Para los cánones actuales, o incluso de entonces, rezuman machismo, racismo, clasismo y todo lo que se quiera; poco eco tendrá tal cosa, pues nadie suele leerlas, salvo nuestra chavalada de instituto, y haciéndolo además como pura penitencia. El afán provocador, por otra parte, es evidente, así como la máscara de la ironía, la exageración, el juego… lo que seguro tiene que ver con el “esperpento” que practicaría más adelante el autor, sin afán de realismo alguno. Aquí se dedica a experimentar con distintos ambientes y géneros narrativos, y en cuanto a lenguaje, concentra este una extrema elegancia y cuidado formal, con tendencia al artificio, a recrear mediante la palabra un mundo a veces bellamente ruinoso y poco menos que fantástico. Los títulos hacen referencia a la cadencia musical del idioma, a lo etéreo de unas descripciones que buscan estimular los sentidos; táctiles, visuales, de olores, colores, sonidos...
La pompa y el boato de los espacios donde transcurre “Sonata de primavera”, en los que la alta nobleza italiana va de la mano con la más elevada jerarquía eclesiástica de la corte papal, constituyen el escenario en el que un Bradomín en todo su juvenil esplendor se mueve como pez en el agua; se dedica a cortejar a una futura monja, todo candidez, inocencia y perfección. La trama, de intrigas palaciegas, contiene incluso cierto humor (conjuros contra la virilidad mediante), con puñaladas traperas, hipocresía (muy elegante, eso sí), un amor nunca consumado… pero también un componente gótico, entre la alucinación nocturna y un cuadro prerrafaelista. El remate es trágico, fatal, incluso de manera gratuita; aquí da comienzo la leyenda y el malditismo de nuestro personaje.
La “Sonata de estío” lleva al Marqués a una ambientación muy lejana, a un México lleno de violencia, calor y exotismo desbordado; vivirá una sucesión de aventuras, en una trama rica en incidentes. Aquí el amor sí que se consuma, y de qué manera, con la Niña Chole, que es la pura encarnación de una diosa salvaje de la tierra, del amor y del sexo, un ser elemental y traicionero cuya incestuosa historia se cruza con la tragedia y el mito. El mundo de nuestro hombre comienza a resquebrajarse, pues es testigo de los últimos restos del agonizante imperio hispánico, hallando una conciencia histórica en un marco, no obstante, tan remoto. Merece especial atención la visión favorable que se ofrece por aquí de la homosexualidad, a la vez que se preserva la hombría de Bradomín (sin ser él nada de eso).
Un poco aparte estaría la “Sonata de otoño”, al ser la primera en ser escrita, refundiendo varios relatos previos. Aquí la acción es mínima y asistimos al reencuentro, con el telón de fondo de un pazo gallego, entre un Marqués ya maduro y Concha, un antiguo amor al que le queda poco tiempo de vida. Mantienen un lánguido romance entre nostálgicas evocaciones del pasado, resignados ante el futuro, con algún detalle truculento (como la incómoda proximidad entre el deseo y la enfermedad, pues Bradomín se enamora más cuanto más débil y moribunda está su amada… sin comentarios). El amor como forma de culto al ser amado, la conciencia de estar en el crepúsculo de la vida, la dulce culpa de las relaciones ilícitas… todo ello es lo que mueve ahora a estos tristes seres. Como broche final, “Sonata de invierno” es, de las cuatro narraciones, la que más incide en el marco histórico (hasta el punto de que requiere cierta familiaridad con determinados hechos y personalidades), que es el de la última guerra carlista, perdida de antemano; la lucha por unos ideales irrecuperables. El carlismo, una ideología “con la belleza y la majestad de las grandes catedrales”. Entre escaramuzas bélicas y últimos encuentros con viejas conquistas, observamos a Bradomín como soldado, amigo, amante (desde luego, enamorándose de la mujer menos adecuada), siervo y consejero… enfrentado a sí mismo en su vejez, mutilado. Un manifiesto estético y vital esta última sonata, elegía a unas ideas, a unos modos de vida, que con nuestro hombre desaparecerán para siempre.