Sigo con relecturas, recuperando lo que tenía medio olvidado por ahí, y ésta vez le ha tocado el turno a... El retrato de Dorian Gray.
Se ha dicho que la única novela de Oscar Wilde viene a ser un cuento estirado a base de chascarrillos (por parte de un personaje, Lord Henry, que parece que va él por un lado y el resto de la narración por otro). Y también mediante elaboradas descripciones (y recargadas quizá en exceso) que ayudan a dar “cuerpo” a una historia demasiado pendiente un diálogo que parece muy deudor del teatro (la principal ocupación de Wilde, a fin de cuentas, o una oportunidad para lucir sus dotes para la conversación ingeniosa y la réplica brillante). Al margen de ésto, lo cierto es que estamos ante un manifiesto estético y vital de primer orden, donde el autor explora sus principales inquietudes en torno al arte, la belleza y la moral, hasta el punto de ofrecer un acabado “retrato” de sí mismo, es decir, de una de las personalidades más complejas y contradictorias de su tiempo; disfrazándolo, claro está, de relato sobrenatural que comienza de manera muy refinada para inclinarse hacia el final por una sucesión de muertes truculentas… el jovenzuelo Dorian Gray vende su alma al diablo a cambio de la eterna juventud y el resultado es la más absoluta degradación moral, la corrupción de un ángel.
Y es que los tres personajes principales (Basil, Henry y Dorian) representan tanto diferentes formas de pensamiento como facetas del propio Wilde. El ingenuo Basil, pintor del infame cuadro, es un idealista para quien lo bello y lo bueno son un todo inseparable, de ahí su amor puro (poco o nada sensual) y auténtico por el joven Dorian, cuya hermosura y buen carácter (espejo lo uno de lo otro) le inspiran a la hora de crear, de afrontar la vida, de ser mejor persona incluso; ahí tendríamos a Wilde como artista serio y preocupado por los problemas éticos. Lo opuesto lo encontramos en Henry, cínico aristócrata que sólo cree sí mismo y en hallar su propio placer, según una concepción realista y descreída del mundo. Se dedica a epatar a una sociedad puritana que, mientras se escandaliza, disfruta con las provocaciones de semejante rebelde (rebelde de pacotilla, en realidad, porque en el fondo, más que ser alguien realmente malévolo, es sólo un bufón que disfruta del teatrillo de la vida, desde su postura de arrogante observador del resto de la gente). Según la peculiar opinión de este tipejo, tu vida es la única y gran obra de arte posible, a la manera de una especie de “performance”.
Y si Henry es el personaje, la “máscara” de Wilde en sociedad, Dorian Gray sería el sujeto experimental sobre el que aplica sus teorías estéticas. Un ser puro que parece concentrar tanto lo mejor como lo peor del ser humano; tanto su inocencia como su inclinación hacia el mal, su perfección física y su monstruosidad interior. Más allá de la crítica al naricisismo, son destacables las visiones enfrentadas que se ofrecen; la vida debería de ser esa mezcla de bien y de belleza unidos, pero desgraciadamente ésto no siempre es así… y de la misma manera, el camino “estético”, la vida vivida artísticamente, como una gran fiesta donde tú eres el único protagonista, te lleva a convertirte en un ser maldito, a terminar mal… pero tal vez sea la única manera genuina (para bien, para mal) de exprimir nuestra efímera existencia, aunque el precio a pagar pueda ser tal elevado como tu puta alma.