En mi primer trabajo en el sector de la publicidad, mi jefe era un capullo aprovechado que me hacía currar como una bestia por un sueldo mísero; a veces me hacía perder el tiempo en cosas como fotomontajes con carteles de toreros en los que tenía que insertar las fotos de él y sus amigos (verídico)
En mi segundo trabajo, mi jefe era un señor de bigote y corbata ultra-conservador declarado, y me hacía trabajar como una bestia por un sueldo ligeramente menos mísero que el anterior; aunque habitualmente me quedaba una, dos, tres o cinco horas después de mi horario, si llegaba tarde 15 minutos me echaba unos broncazos de la leche, al grito de "aquí se llega siempre a la misma hora, y se sale cuando a mi me da la gana".
En mi tercer trabajo, mi jefe iba de guay y de buen rollito, pero era aún peor: aunque mi sueldo mejoró considerablemente, mis horarios eran aún peores e incluían a veces fines de semana; cuando había éxitos, él era el primero en colgarse medallas, pero cuando las cosas fallaban, también era el primero en señalar a otros, habitualmente por la espalda. No solo eso, sino que abandonaba sus responsabilidades con frecuencia, pasando marrones al primero que se le cruzaba, aunque no entraran dentro de sus atribuciones, para luego ponerlo a caer de un burro delante de los clientes o de sus superiores.
Los tres tenían una cosa en común: eran españoles.
Desde entonces, por experiencia personal, desconfío de los españoles; estos son solo tres de los españoles con los que he tenido problemas, pero podría relatar muchos casos más, así que, por si acaso, me cruzo de acera cuando me encuentro alguno, y no me gustaría vivir en un edificio lleno de españoles.