Camino (Camino, Javier Fesser, 2008)
Ángeles y demonios
Un texto de Evaristo Martínez
En el último plano de Rompiendo las olas (Breaking the Waves, 1996), Lars von Trier rompía lo que hasta ese momento, durante dos horas y media, había sido una historia tremendamente realista para introducir un elemento místico, lo divino en primera persona: dos enormes campanas suspendidas del cielo, tañidas quizás por el mismo Dios, reconocían que Bess McNeill, condenada por pecadora por la ley religiosa de los hombres, era recibida en el Reino de los Cielos como una auténtica santa. En el último plano de Camino (2008), Javier Fesser rompe con lo que hasta ese momento, durante dos horas y media, ha sido una historia de un áspero realismo con recovecos oníricos para introducir un elemento totalmente tangible y desprovisto de artificios: una silla, donde una niña enferma ha creído ver a Dios, se muestra vacía, desnuda y desocupada, a pesar de que la ley religiosa de los hombres ha determinado que ese Dios ausente ha recibido en su Reino a Camino, la niña enferma, como una auténtica santa. Las distancias entre Trier y Fesser, entre Rompiendo las olas y Camino, son insalvables, pero las similitudes entre ambos planteamientos son más que significativas, y no sólo por el plano final, sino por el propio tejido emocional de ambas historias. Así, Camino actúa como una caja de resonancias de aquella obra maestra de Trier para revelarse en la versión descreída, atea y nihilista de Rompiendo las olas.
Lo cierto es que es difícil que el tercer largometraje de Javier Fesser deje indiferente a alguien: se puede alabar con la misma intensidad con que se puede derribar y, curiosamente, blandiendo los mismos argumentos. Donde algunos verán destellos de originalidad, otros verán un planteamiento risible; donde aquéllos, necesaria veracidad, éstos, crudeza gratuita. Y es que hay muchas sendas por los que discurre este Camino que a quien esto firma le parece una buena película, aunque sólo sea porque las virtudes ganan, por puntos y en tiempo de descuento, a los defectos. Camino es un certero retrato, con pinceladas casi documentales, de la vida en el interior de una estricta institución religiosa a través de los ojos de una de sus fieles, personaje que podría dar para otra película; es la historia de una madre tan aferrada a sus creencias trascendentales como separada de la dolorosa realidad; es la historia de un padre que sufre al ver sufrir a su hija y que no encuentra refugio en la fe que quizás nunca tuvo; es, también, la historia de una niña que descubre el amor casi al mismo tiempo en que la muerte toca a su puerta; y, en última instancia, es un puñetazo en el cuerpo de la Iglesia católica centrado en uno de sus órganos vitales: el Opus Dei.
De lo que no cabe duda es que Camino es, además, una película de ruptura en la trayectoria de su director (aquí también guionista y montador), quien sin abandonar algunas de sus constantes (materializadas en los sueños de la niña protagonista que bien hubieran firmado el dueto Jeunet-Caro de La ciudad de los niños perdidos) descubre otro talento, el de descubridor de talentos: dos secundarios de distinto recorrido, Mariano Venancio y Carme Elías, están enormes como los padres de Camino, llenos de humanidad y cercanía, matices, y dobleces; Manuela Vellés (la Caótica Ana de Medem) se presenta ya como indispensable para el cine patrio de las próximas décadas: es la hermana de Camino, perdida y recuperada, luminosa y sutil interpretación; y Nerea Camacho, Camino, enamora la pantalla desde que la cámara se fija en ella: actúa con los ojos, desde el corazón, y su irrupción en la industria española, con tan sólo doce años, es como un dulce tsumani, un descubrimiento comparable al de Audrey Tatou en Amélie, personaje del que Fesser no puede, o no quiere, alejarse en los momentos más tiernos de la película.
Envuelto bajo el celofán de un cruel cuento de hadas –con su princesa atrapada, su príncipe azul, su hada madrina y sus ogros tenebrosos-, el filme entra y sale constantemente por las puertas que comunican los mundos de la luz y la oscuridad, y en este tránsito, a ratos bipolar, Fesser se deja dominar por su Mr. Hyde particular, que a punto está de arruinar los méritos acumulados. En el vehemente postulado de su filme, al cineasta se le va la mano en las escenas quirúrgicas: quizás por emular el realismo de Trier, o por enfatizar el agónico camino de sufrimiento de la protagonista, Fesser carga las tintas en las operaciones, insoportablemente crudas, en un ejercicio de visualización del dolor a ratos impúdico, más aún cuando el sujeto sufriente es una niña de corta de edad. También sobran ciertos subrayados innecesarios (Camino vomitando mientras su madre la rocía con agua bendita, en una perversa referencia a El Exorcista) y efectismos más propios de la mercadotecnia (la frase “¿Quieres que rece para que tú también te mueras?”, presente en el cartel del filme, chirría en un guión con diálogos sólidos y creíbles). Tampoco acierta Fesser en el retrato de la clase sacerdotal, monocromo y carente de los recovecos que sí tienen el resto de personajes.
Agotadora, intensa, triste, luminosa, vitriólica, reparadora, excesiva, tierna, Camino es, a fin de cuentas, una película coherente con los planteamientos vitales y existenciales de su creador, que se reivindica como un cineasta con una mirada propia dentro del establishment del cine español más comercial.