¿Por qué odiamos a los controladores aéreos?
Del blog Reinado de Witiza
En España (con perdón por escribir el “discutido y discutible” nombre de la patria), todo el mundo quiere ganar mucho dinero, tener un trabajo estable que le deje suficiente tiempo libre y, si es posible, que el empleo sea seguro, fijo, para toda la vida. Y odiamos a los controladores aéreos, quienes más o menos han conseguido el sueño laboral de cualquier ciudadano. ¿Por qué?
Al día de hoy, mientras el inefable ministro de Fomento consigue su propósito de convertirlos en mileuristas, un controlador aéreo es un señor/señora que, tras decidirse a ejercer tan especializada profesión, ha superado el siguiente reto personal: conseguir una licenciatura en una carrera universitaria técnico/científica (ciencias físicas, ingeniería, ciencias exactas… de esas que no se regalan precisamente); superar unas oposiciones en las que además de examinarse de un dificilísimo y extenso temario, se les exige un nivel de inglés prácticamente bilingüe, y por si fuera poco, dar nota impecable en las minuciosas pruebas psicotécnicas a las que serán sometidos (comprenderán ustedes que una persona desequilibrada, emocionalmente vulnerable, inestable o con problemas de conducta no es idónea para dejar en sus manos la seguridad y la vida de miles de pasajeros en el aire, en cada uno de sus turnos de trabajo). Tras culminar el durísimo proceso selectivo, en caso de conseguir el aprobado, los controladores aéreos todavía no están en condiciones de ejercer su profesión: debe superar (de nuevo), dos años de intenso aprendizaje, entrenamiento y preparación para el ejercicio de su cometido. Y empezarán a trabajar supervisados por otros controladores expertos, quienes realizan evaluaciones sobre su capacidad y aptitud para el empleo hasta que se considere óptimo su rendimiento.
Estoy convencido de que odiamos a los controladores aéreos porque tienen una nómina impresionante, trabajan pocos días al mes y su trabajo parece (al menos hasta el momento), bendito por el privilegio funcionarial; y porque todo ello es fruto del trabajo, el esfuerzo personal, la superación en pos de un objetivo en la vida, el estudio, las muchas horas de quemarse las pestañas sobre los libros, las prácticas, la dedicación en cuerpo y alma. Para qué darle más vueltas. Los odiamos porque en este país se idolatra el dinero (como en todos), pero se aborrece el trabajo y se denigra el estudio (¡empollones!). Aquí, el héroe de masas, el ejemplo, el paradigma de persona intachable, es el putón que se acuesta con un torero y va por las televisiones forrándose mientras relata si echó con el menda cuatro o seis polvos, o si la Choni quedó preñada (menudo chollo), o si la familia del don Juan la trata ahora como a una zorrupia y tal y cual. Nos encanta la gente que lo consigue todo a base de nada, los listillos, los espabilados, los que saben dar patadas a un balón, los concejales de urbanismo salidos del analfabetismo que se hacen de oro con cuatro pelotazos inmobiliarios, los políticos sin estudios que llegan a ministros gracias a su pericia para navajear en los sótanos de los partidos “democráticos”, los actores y actrices con dificultades para vocalizar pero habilísimos para chupar del bote (y de donde haga falta), los vagos profesionales que concursan en Gran hermano, los galligatos gritones de OT y las pedorras que cobran veinte mil euros cada vez que enseñan una teta en Tele 5. A esa gentuza se le perdona todo, se le aplaude y, en el fondo, nuestra juventud, o buena parte de ella, sueña con parecérseles y merecer semejante suerte en la vida. Los controladores aéreos, sin embargo, merecen nuestra mezquina denostación porque todo lo consiguieron sirviéndose del más detestado método: trabajar y esforzarse.
“¡Despido ya!”, gritaban los energúmenos (y perjudicados por la huelga, todo hay que decirlo), que el pasado 3 de diciembre acorralaron a varios controladores aéreos en un hotel de Madrid. Justo castigo a su provocación: encima de ganar mucha pasta, se permiten el lujo de protestar y reclamar derechos laborales. Es la ilusión de todos los mediocres: vengarse del que se ha propuesto y ha conseguido alcanzar una meta muy difícil a base de constancia, estudio y sacrificio.
¿Despido? Los periódicos españoles babean estos días con el recuerdo de la célebre medida de Ronald Reagan, quien despidió en 1981 a 12000 controladores aéreos y “metió en cintura” al sector. El conservador ABC lo proclama con unas ínfulas muy propias de la miseria moral que suele ser marca de VOCENTO: “A Reagan no le tembló la mano con los controladores aéreos”. Jesús Cacho, en el semiprogre/semipepero El Confidencial, arremete contra el sector, clamando por la “reformulación absoluta y total del colectivo”. O sea: convertirlos en mileuristas, como quiere el ministro de Fomento. Lo que nadie recuerda, o parece no querer recordar, fue que la huelga de los controladores aéreos norteamericanos, a principios de los años ochenta, se produjo como respuesta a la privatización salvaje del sector (tal como recientemente ha anunciado que va a hacer nuestro gobierno), con todo lo que estas medidas acarrean: reducciones de plantilla, bajadas brutales de salarios, incremento temerario de las horas de trabajo para todo el personal aeronáutico, degradación en suma de las condiciones laborales de un amplio colectivo y, de paso, de la seguridad en el transporte aéreo.
El famoso, héroe nacional Chesley “Sully” Sullenberger, piloto de la aerolínea US Airways que en enero de 2009 salvó a los 155 pasajeros y la tripulación de su vuelo, amerizando en el río Hudson (seguro que recuerdan las impactantes imágenes), compareció pocos meses después ante una comisión parlamentaria del Congreso de los Estados Unidos. En dicha ocasión, denunció con dolorosas palabras cómo la profesión que siempre había amado ha ido deteriorándose en su país, convirtiendo a los azafatos y azafatas en, prácticamente, camareros en el aire que trabajan por 800 euros al mes; a los controladores en oficinistas mal pagados que acuden de mala gana y con las legañas pegadas a su trabajo; y en cuanto a los pilotos, sus condiciones laborales quedan de manifiesto con este comentario: “Muchos de mis compañeros donan sangre para poder pagar el alquiler”. No me estoy inventando nada, pueden ver las imágenes y escuchar el lamento de Chesley “Sully” Sullenberger en la estremecedora película Capitalismo, una historia de amor, de Michael Moore.
Así los quiere nuestro ministro de Fomento: mal pagados, sobreexplotados y sumisos; a ellos, a los controladores y a todo el personal de vuelo. De un individuo que apenas acabó el bachillerato y que gracias a las trapacerías políticas ha alcanzado el máximo nivel de incompetencia posible para un ganapán, no puede esperarse otra cosa. Es la venganza del inútil perezoso (aunque habilidoso, como todos los vagos), contra los profesionalmente brillantes. Una venganza que tiene su dimensión política de altura, y nunca mejor dicho. Cada vez que el gobierno de la nación (presidido por otro enorme profesional del pasteleo), se encuentra en dificultades, arremeten contra el pim-pam-pum en que han convertido a los controladores aéreos. Son el enemigo perfecto, los “niños de azotes” idóneos, la cortina de humo magistralmente manipulada por los expertos en chotearse de la general credulidad: ganan mucho, trabajan poco (es un decir) y suelen quejarse mucho. ¿De verdad, alguien con un minino de criterio puede admitir como pura casualidad que nuestro gobierno anunciase la privatización de AENA el martes 30 de noviembre, y que el mismo viernes 3 de diciembre, en vísperas del puente de la Constitución, colocara de matute, sin previa consulta con el colectivo, sindicatos ni con nadie, un decreto según el cual se incrementan abusivamente las horas de trabajo de los controladores, reduciéndoles en consecuencia el tiempo de descanso? Eso lo creerán quienes quisieren, pero no las personas en su sano juicio, digo yo. El ministro de Fomento sabía perfectamente cuál iba a ser la respuesta de los controladores, calculó con absoluta frialdad el “tempo” de la putada, la hizo pública en vísperas del puente vacacional, dejó en tierra a 600.000 viajeros (lo que le importarán al ministro los usuarios de líneas aéreas), y al final consiguió lo que quería: su cortina de humo y que el gobierno de España (con perdón), apareciese “manu militari” para solucionar la emergencia. Cuéntame esos votos, Pepiño, que Rajoy está colgado en Lanzarote y no se entera. Es el truco más viejo del mundo, el del bombero pirómano: meto la zorra en el gallinero y cuando las gallinas están aterrorizadas me presento garrote en mano. ¿Que unos cientos de miles de viajeros van a pagar las consecuencias de esta fina maniobra política? Pues que se jodan.
Ah, ciertamente: los usuarios de líneas aéreas tenían razón cuando se indignaban contra los controladores. Es un incordio quedarse en tierra, con las vacaciones echadas por alto. Los controladores no deberían haber entrado al trapo del ministro, no al menos de esa manera tan abrupta. Pero ya contaba el ministro con ello, compréndanlo: lleva años tocándoles las partes blandas, degradando sus condiciones laborales, culpabilizándolos porque ganan mucho, cosa inaceptable en estos tiempos de crisis… Jugada redonda. Nadie se indigna por el despilfarro faraónico de la administración del Estado: esos diputados por Cuesca que se meten ocho o nueve mil euros al mes, entre sueldo y gastos de representación, y que trabajan en el Congreso apretando el botón que les señala su jefe de grupo parlamentario; esas Autonomías que abren embajadas en Sri Lanka y gastan millones de euros en programas de “solidaridad” con ellas mismas; esas Diputaciones provinciales que ya no sirven para otra cosa que para gastar ingentes cantidades de dinero y pagarse unos sueldos estratosféricos; esas luminarias en el Palacio de San Telmo, sede de la Junta de Andalucía, a razón de ocho mil euros cada lámpara ornamental (y no han puesto seis o siete precisamente); esos pasos de peatones en mi pueblo, con la raya blanca fabricada en mármol de Macael, a razón de 80 euros la pieza (un solo paso se lleva unas 200 piezas); esos cientos de miles de arrimados a la casta política y sus chanchullos, los prebendados, enchufados, abrevados y mantenidos con los impuestos de todos los españoles… Si continúo, el artículo no acaba nunca. El caso es que ese dispendio, ese tirar con pólvora de rey, el insultante lujo asiático al que está acostumbrada nuestra clase dirigente, no preocupa ni ofende ni indigna a nadie porque, calla, calla, cualquier día nos puede tocar a nosotros asomar el morro al cebadero. Pero eso sí: a quien haya ganado su legítimo derecho a un buen sueldo merced al tesón, la seriedad y (no me canso de repetirlo), su trabajo y su esfuerzo, a ese mismo: palo. Pues muy bien, al final va a ser verdad que tenemos los políticos, la administración y los pasos de peatones que nos merecemos.
Acabando. Si colapsas los aeropuertos un día, eres un criminal. Si colapsas una ciudad como Madrid (cuatro millones de habitantes sin contar el área metropolitana), durante una semana y con una huelga de transportes en protesta por la crisis económica, y de paso pones en apuros a la oposición que gobierna precisamente en esa ciudad (casualidades de la vida, otra más), entonces eres un sindicalista consciente, progre, enrollado, de izquierdas fetén y poco menos que aspirante al premio Nobel en Guay del Paraguay. La huelga de transportes de Madrid (más que salvaje, cruel), no fastidió un puente vacacional a 600.000 personas, sino la vida cotidiana, el trabajo, la rutina familiar, a millones de ciudadanos, trabajadores y trabajadoras (toma ya lenguaje correcto), amas y amos de casa, madres y padres que llevaban sus niños al colegio o la guardería. Pero claro, hay que tener en consideración dos cosas: el gobierno autonómico y la alcaldía de Madrid son del PP (horror de los horrores), y, además, los conductores de autobús y metro no ganan lo que un controlador aéreo: son gente de pocos estudios, con un trabajo modestamente pagado. He aquí el meollo del asunto: no haber estudiado ni tener especial preparación profesional y ganar un sueldo humilde, es bueno; dejarse la piel estudiando y conseguir un buen trabajo bien retribuido, es malísimo. Mensaje recibido: la estrechez y la cortedad de miras, la grisura y la resignación, son valores democráticos. Lo más.
Pues nada: despido para los controladores, ya. Los estudiosos y empollones al paro, y los listillos al pesebre, como siempre. Si el conflicto de los controladores aéreos se desarrolla tal como tiene planeado nuestro ministro de Fomento, dentro de nada, un par de años, cuando viaje usted en avión podrá darse el lujo de pensar que el controlador encargado de dirigir las operaciones de despegue y aterrizaje, posiblemente, sea un chaval o chavala de veinte años, con un módulo de la FP recién acabado y con las pruebas selectivas superadas gracias a que un cuñado de su tío es concejal de festejos en Algete, y el hombre tiene influencias. A ver cómo se le queda el cuerpo.