La influencia, de Pedro Aguilera
Retrato del hundimiento depresivo de una mujer de mediana edad, madre de dos hijos y dependienta de una tienda de cosméticos, cuyos problemas financieros derivan primero en desahucio y después en consecuencias más severas aún.
Otra muestra del cine distanciado, estático, de “bisturí”, entre la influencia bressioniana y de un Haneke, que tuvo su hueco en la década del 2000 y que revela, sin apenas trama propiamente dicha ni diálogo, una realidad desoladora a golpe de plano fijo; la de gente corriente con sus problemas tan cotidianos como susceptibles de minarles y de acabar con ellos sin apenas darse cuenta, en una muerte en vida, lenta y silenciosa. Más que una historia convencional viene a ser el relato de un naufragio, el de una sociedad supuestamente civilizada que no tarda en exhibir sus grietas en cuanto algo deja de funcionar como es debido, y aquí uno se acuerda de la “Jeanne Dielman” de Akerman.
A las necesidades más acuciantes de supervivencia se les suma la distancia emocional, y poco se nos dice que no sepamos; aislamiento, ausencia de contacto humano pese a la proximidad física, incomunicación… en una familia sostenida por lazos más que precarios que serán puestos a prueba, entre monótonos diálogos idiotas de dibujos animados, emitidos incansablemente por la televisión, pues aún no estamos en la era del smartphone ni del auge de internet, de ahí lo desfasado de la propuesta, o bien al contrario, lo desgraciadamente actual de unas lógicas que no hacen sino acrecentarse más con cada día que pasa.
Madre, niño y adolescente, cada uno con sus particulares intentos de evasión, todos ellos frustrados. Medicamentos como único remedio, un colegio de los caros, pero que no enseña nada, detalles que forman parte de un discurso explícito pero apenas verbalizado más allá de una superficie calmada, inexpresiva, de imágenes que ocultan algo que, más que explotar, implosiona. El relato se disgrega cuando a partir de un punto determinado la “acción” gira hacia los chiquillos; frente al orden sin alma ni vida de quienes se han vuelto autómatas, la vida desbocada, sin orden ni control, de la progenie “influida” por esa no educación, y el resultado es una inocencia brutal que da un poco de miedo, en uno de esos no finales que resultan algo frustrantes a la vez que permiten imaginar lo ocurrido.
El tal Aguilera conoce bien el manual del cineasta moderno y contemplativo pero se desmarca con puntuales rupturas hacia el lirismo (no en vano es, según parece, discípulo de Reygadas) en forma de cámaras lentas y del uso de una composición coral (“Spem in alium” de Tallis) como única música que abre y cierra un paréntesis en medio de lo gris. Por lo demás, un uso cortante y a veces violento de la elipsis, interpretaciones no profesionales (los actores también son familia en la vida real) nada convincentes si se valoran como tales y que buscan, entiendo, ser un elemento más de distanciamiento... Me ha gustado una secuencia en un bar, entre el absurdo, el casticismo y el esperpento ibérico; ojalá la peli hubiera tirado más por ahí.