Con la misma precisión con que rueda sus películas, con la suavidad propia del filo de una navaja,
David Fincher (Denver, Colorado, 1962) diseccionó ayer ante un grupo de estudiantes de cine su amor —o, mejor dicho, su pasión— por el oficio. El cineasta obsesivo y meticuloso, el chico que renegaba de las escuelas porque quería aprender solo de sus errores, ese que no quería parecerse ni a sus maestros ni a nadie y logró ser inimitable en obras maestras como
Zodiac y
La red social,inauguró el curso de la Escuela Universitaria de Artes y Espectáculos TAI con una charla en la que regaló un puñado de consejos prácticos y, sobre todo, un último sentido del deber como cineasta: “El que no es perfeccionista solo es un vago”, dijo. “Es una enorme responsabilidad que alguien te preste atención durante dos horas, que te entregue sus ojos, sus oídos y su mente, así que por puro respeto todo el trabajo jamás será suficiente”.
Sentado en un sillón de cuero blanco de
Mies Van der Rohe, sin beber de la pequeña botella de agua que estaba a sus pies, el director de
Seven desplegó algunas de las claves de esa poderosa mezcla de astucia visionaria y clasicismo que encierra gran parte de su obra. “El cine es un medio arriesgado, imperfecto y emocional, y todo esto debe, de alguna manera, sentirse en una película”, explicó. Poco antes, el presentador del acto, uno de los responsables de la escuela, el crítico Carlos Reviriego, le había preguntado si coincidía con el invitado de hace un año,
David Lynch, quien en la misma aula señaló que para él lo más importante es no renunciar jamás al corte final de una película. “No estoy de acuerdo”, respondió Fincher. “Lo más importante en una película es lograr articular tus intenciones con la mayor precisión posible, tener la habilidad de saber explicarte, saber seducir a los guionistas, a los actores y también al equipo de
marketing con tu idea. No me interesa agarrarme a una artimaña legal para lograr mis deseos finales, lo que me interesa es hacer entender a los demás qué ideas caben y cuáles no en esta película. No hay mayor control que la seducción, eso es mucho más interesante que taparse los oídos y apelar a un documento que guardas en el bolsillo. Una película es un proceso de equipo, no es una acuarela que uno pinta solo en su casa”.
Mezclados entre los alumnos, le escuchaban directores españoles como
Borja Cobeaga,
Eduardo Chapero-Jackson,
Pablo Berger o
Daniel Monzón. “Habla como sus películas, riguroso y elegante, transmite el gusto por su oficio”, apuntó el director de
El niño. Fincher, a quien le debemos algunos de los
videoclips más paradigmáticos de la era MTV (el
Vogue de Madonna o
Freedom de George Michael), debutó con un fracaso:
Alien 3. Reniega de un batacazo que sin embargo le hizo crecer: “Tenía 27 años y estaba esperando mi oportunidad. Y claro, nadie te advierte del lío en el que te metes al hacer una secuela que cuesta millones. Yo podía hablarles de
Tarkovski y de mis intenciones, de hacer una película distinta de las anteriores, pero a la hora de la verdad no querían nada distinto de las dos primeras”.
No volvió a perder la partida. Fincher aprendió que un largometraje es “un ajedrez tridimensional” en el que todo debe cuadrar y estar al servicio de la película, y eso incluye a los actores. “Admiro enormemente su trabajo, pero no les pongo en un pedestal. Creo en una relación de tú a tú. Quiero que den todo por la película, y no hablo de sudar”.
Rara avis dentro del sistema de
Hollywood (“se hacen películas que solo son pornografía destructiva”), cree que el éxito de las series se debe en gran medida a que se han convertido en el último reducto para desarrollar personajes. Él, siguiendo su propio camino dentro del sistema, estrena
Perdida (10 de octubre en España), última filigrana de un director que se echa todo el peso a las espaldas: “No siempre tengo la razón pero lo que siempre tengo claro es que a nadie le importa la película tanto como a mí”. Basada en el
best seller de Gillian Flynn,
Perdida cuenta la desaparición de una joven esposa el día de su quinto aniversario de boda. Narrada a dos voces, la de la mujer desaparecida (Rosamund Pike) y la de su marido sospechoso (
Ben Affleck), se anuncia como un
thriller psicológico. Fincher, que se mueve cómodamente en las patologías de la sociedad contemporánea, explica dónde está para él el verdadero anzuelo de su nueva historia: “Lo que me interesó de la novela es que hablaba del narcisismo que encierra toda relación de pareja. Ese reflejo de nosotros mismos en el que tanto nos gusta mirarnos hasta que, pasados los años, tres, cinco, el reflejo empieza a desdibujarse provocando en nosotros una enorme ira y desconcierto porque al dejar de reconocernos en el otro descubrimos que se ha convertido en un perfecto extraño”.