Apuntes sobre las acampadas:
1. Piensan que nosotros, los que no estamos en ellas, somos idiotas y no nos enteramos. Es la premisa principal y más fuerte de este movimiento que ha ocupado las plazas. Una premisa que alimenta todos los argumentos, falacias incluidas, que se repiten cada día, en asambleas y a través de las redes sociales. Una premisa peligrosa, tóxica y destructiva que conduce esta protesta –llena inicialmente de ciudadanos de buena fe– a los abismos del pensamiento totalitario: la mayoría silenciosa no sabe nada, la minoría activa y transformadora tiene la razón. El menosprecio, la soberbia y la superioridad moral que exhiben los líderes (informales, cambiantes, espirituales y tácitos) de este fenómeno son una ofensa y, ante eso, hay que plantar cara. No acepto ni un día más que me traten de imbécil por el hecho de votar cada cuatro años y por pensar que la democracia que tenemos, con todas sus imperfecciones y defectos, es el sistema menos malo para organizar la convivencia colectiva. Ellos tienen todo el derecho del mundo a impugnar la democracia parlamentaria y el sistema de libre mercado, pero no pueden afirmar que la ciudadanía que no comparte sus consignas vive secuestrada. Si lo hacen, se excluyen del diálogo democrático, se encierran en el monólogo autosatisfecho. El respeto por el otro es condición indispensable para cualquier empresa humana. Si su revolución, revuelta o festival no lo tiene presente, ya sabemos qué tipo de oscura meta tienen en la cabeza los que la alimentan.
2. ¿De qué indignación estamos hablando? Indignados es la etiqueta que se han puesto a sí mismos –con la ayuda de los medios– los reunidos en estas protestas. Perfecto. Pero la indignación no es una ni de un solo color. Yo estoy indignado desde hace un montón de años. ¿Causas? No tengo espacio para todas, pero mencionaré algunas: porque como catalán estoy discriminado negativamente y cada día por el Estado que sostengo; porque como ciudadano he tenido que soportar políticos de una incompetencia clamorosa; porque tengo que aguantar conciudadanos que hacen lo que no dicen y dicen lo que no hacen y, además, quieren darme lecciones de ética; porque no hay manera de remover ciertas castas sindicales, patronales y corporativas que van viviendo del cuento desde hace décadas; porque somos una sociedad donde la aspiración principal es convertirse en funcionario pero, a la vez, despotricamos de la administración; porque nos escandaliza la corrupción política pero callamos ante las mil corrupciones de nuestra vida cotidiana, etcétera. Motivos para indignarse siempre hay y, en estos momentos, más que nunca. Pero no rebajaremos el 40% de paro juvenil con grandes frases ni durmiendo en un parterre, hará falta espabilarse, y hacerlo desde el realismo. Más que leer Stéphane Hessel, los indignados tendrían que estudiar a Tony Judt, un socialdemócrata lúcido y alérgico a las simplificaciones.
3. Los que dicen hablar en nombre de las acampadas, tarde o temprano, comparan esto de aquí con fenómenos de otros lugares o épocas. Y las comparaciones resultan, más que odiosas, completamente absurdas, ridículas. ¿Es lo mismo una dictadura militar que el sistema político que hoy tenemos en España? La respuesta, para cualquier persona informada, es rotunda. Pero ellos, en cambio, repiten que, en esencia, todo es igual de nefasto. Por elevación, todo es una gran mierda. Les da igual que aquí puedas expresarte y votar y que allí te encierren porque el vecino ha declarado que eres un elemento sospechoso. Les da igual que aquí tengas asegurada la escuela, la cobertura sanitaria y una pensión y que allí vivas en la miseria más descarnada. Toda esta música apocalíptica está bien aliñada con teorías conspiratorias, de gran efectismo; si te falta un cacho de verdad, cita al Club Bilderberg, que siempre proporciona buen aroma.
4. Más que el fondo, en estas acampadas lo importante es la forma. Todo es más estético que estrictamente ideológico, aunque esto suene paradójico. Escenificar algo que recuerde las iconografías de la revolución, la reciente de los países del norte de África o la más clásica del Mayo francés, todo depende de los gustos de cada momento. Los medios de comunicación contribuyen poderosamente a facilitar este sesgo a una masa encantada de verse reflejada y amplificada como por arte de magia. Digámoslo claro: sin las televisiones, el éxito de las acampadas sería menor, incluso teniendo presente el papel de las redes sociales. Hay una borrachera mediática que impregna el acontecimiento y desfigura sus proporciones. El criterio de representación de minorías y mayorías queda en suspenso. Esta fascinación por el teatro de la revuelta incluye –es importante– las imágenes de violencia y la épica que puede derivarse de ahí. Un sector de los congregados en plaza Catalunya –no todos– celebró que, finalmente, la policía actuase, lo cual proporcionaba la parte del relato fácil que les faltaba.
5. El rechazo al hecho nacional catalán y su agenda exhibido por la acampada de Barcelona no es nada nuevo. Responde a la tradición de la extrema izquierda local, aquella que, en la transición, hablaba del catalanismo como “residuo pequeñoburgués” que destruía “la causa del internacionalismo proletario”. Lo que me hace gracia es la sorpresa ingenua de los sectores más jóvenes y alternativos del independentismo, ansiosos de conseguir el favor de los indignados. Ahora no lo llaman internacionalismo proletario sino revuelta global, pero resulta tan españolizador y provinciano como en 1977.
6. La falta de sentido del humor siempre da miedo. He detectado –sobre todo por internet y Twitter– que hay demasiados acampados que no soportan la crítica y todavía menos si se hace con espíritu satírico. Cuidado, porque cuando falla el sentido del humor y la tolerancia, asoma la oreja del fanatismo. Si desean cambiar el mundo, antes tendrán que reírse un poco de sí mismos.