Patente de corso, por Arturo Pérez-Reverte
INTRUSOS EN EL COMEDOR
Unos los querían para mano de obra barata: jornaleros de miseria, chachas dóciles y carne de puticlub. Otros, para adornarse con la media verónica de que las fronteras son fascistas, aquí cabemos todos y maricón el último. El resto miramos a otro lado porque eso no iba con nosotros. A mí, pensábamos, la impotencia me la trae floja. Y adobando el asunto, la llamada opinión pública –esa puta perversa, tornadiza e hipócrita– extendió su salsa de irresponsabilidad y demagogia. Así, es natural que ni Pepé ni Pesoe, ni gobiernos, ni ministros, ni presidentes autonómicos, ni alcaldes y alcaldas de esta variopinta nación de naciones discutibles y discutidas del payaso Fofó, hicieran otra cosa que currarse lo inmediato. Ninguno de nuestros políticos renunció a esos viajes que se montan a costa de nuestra imbecilidad y dinero con el pretexto de estudiar el funcionamiento del metro de Estambul, las posibilidades eólicas de la Gran Muralla, el impacto del mosquito anófeles en el turismo de Cancún o el imprescindible hermanamiento de Tomillar del Rebollo con San Petersburgo. Nadie, en vez de hacer turismo por la patilla, se asomó a Francia, por ejemplo, donde el problema de la inmigración descontrolada y marginal hace tiempo que rechina en toda su crudeza. A aprender de los errores ajenos, y no meter la gamba en los mismos barrizales.
Las prioridades eran otras: ganar dinero o votos fáciles, emparedar el problema futuro entre la desvergüenza de los explotadores y el buenismo estúpido de los cantamañanas, con esos supuestos papeles para todos que, además, eran mentira. Lo que viniese luego importaba un carajo. Por eso, leyes y normas no respondieron nunca a una política previsora de integración real y educación, planificada con realismo e inteligencia. Nadie aclaró, tampoco, qué idea de España iba a brindarse a quienes se acogían a ella. Qué espacio común podrían hacer suyo, a qué costumbres adaptarse, qué cauces serían adecuados para fundirse con el entorno sin renunciar al carácter y cultura propios. Qué derechos, y también qué obligaciones. Ofreciéndoles una tierra culta, abierta, común y generosa que el inmigrante, o sus hijos, no tardaran en sentir como propia. Una nueva patria: abierta, varia y coherente al mismo tiempo, que pudiesen, con poco o relativo esfuerzo, hacer suya.
Pero todo eso habría requerido inteligencia política, cálculos a largo plazo hechos por gobernantes previsores, no por gentuza oportunista que promulga leyes coyunturales, contradictorias, y sólo actúa pendiente del titular de telediario y de las próximas elecciones, en un país de borregos donde todo problema aplazado es un problema resuelto. Salía más barato dejar que las cosas se asentaran de forma natural. En vez de procurar explicar la necesaria historia del Cid Campeador a un niño magrebí, lo que se hizo fue eliminar al Cid de los libros escolares. Nada por aquí, y nada por allá. Vacío total. Papilla informe, sin sustancia, válida para todos y que no nutre a nadie. Y así, el resto. Cualquier intervención o planificación seria habría sido un acto totalitario y fascista. Laissez faire, laissez passer. Y vaya si pasaron. De cualquier manera. Hacinándose en guetos infames, desorientados mientras los explotábamos en español, en catalán, en gallego, en vascuence, en mallorquín, en valenciano, en bable, en farfullo de Villaconejos de la Torda. Sometidos por fuera a todas las gilipolleces en que tan diestros somos, y formando por dentro sus propias estructuras independientes. Con los daños colaterales lógicos: marginación involuntaria o deliberada, descontrol, delincuencia. Transformando barrios y pueblos enteros, unas veces para bien y otras para mal. Porque no hay gueto bueno, y ciertas convivencias desequilibradas son imposibles. Saturando sistemas poco previsores que no dan más de sí. Creando, también ellos, sus núcleos marginales específicos, sus rencores internos y ajenos. Sus propios problemas.
Ahora mugen vacas flacas y el negocio se va al carajo. De pronto, molestan. Pero ni siquiera así sacamos consecuencias útiles de las señales registradas en otros países que afrontan situaciones parecidas. Y al final pagarán los de siempre. Los tres, o treinta, o trescientos infelices apaleados en tal o cual sitio por una turba de bestias analfabetas en busca de alguien a quien linchar después de haberlo explotado hasta el tuétano. A cambio, algún día, cuando la desesperación propia y el racismo inevitable empujen a esos desgraciados al extremo, allí donde se sientan fuertes y puedan no sólo sobrevivir, sino defenderse e incluso agredir, arderán barrios enteros. No les quepa duda. Nos ajustarán las cuentas con su cólera desesperada, históricamente justa. Espero estar aquí para verlo, apoyado en la ventana de la biblioteca con la última botella de vino en la mano: respetables matronas en deshabillé corriendo por las calles mientras los bárbaros, como era inevitable, saquean Roma. Que nos den, entonces. Que nos vayan dando.