Grandioso artículo.
'Que opine Ismael', por Carlos Esteban
“Es ridículo utilizar a
Aragorn, un estadista políglota que aboga por la inclusión de las diversas razas para legitimar a un grupo político antiinmigrante, antifeminista e islamófobo”. Quien así habla, y ni más ni menos que en el ‘diario de reverencia’, no es un profesor de Literatura ni un experto en
Tolkien con varios títulos a sus espaldas, sino
Viggo Mortensen, un tipo que interpretó al
rey de Gondor, hijo de
Arathorn y heredero de Isildur, en una película.
Pulsar la opinión de quien leyó un guion y puso caras como una autoridad en cosa alguna es como pedir a
Hugh Laurie que nos cure una alferecía porque nos suena como
Dr. House, pero el absurdo no se para aquí, ni es esta memez prueba solo de la decadencia de
El País bajo la égida de hierro de la comisaria
Gallego, sino de toda nuestra civilización, que en su fin multiplica las ocasiones de ridículo.
Para empezar, eso de considerar a los faranduleros como poseedores de una especial penetración intelectual, de modo que cada vez que vemos un ‘manifiesto de intelectuales’, invariablemente comunista y de una irrealidad que empieza a asustar, los que destacan y predominan son los cómicos, en tal medida que escritores y académicos parecen estar de relleno en la lista.
Esa es la ‘cultura’ de la que se envanece la progresía, la de caras conocidas que lo son por su habilidad para repetir lo que han escrito otros. En qué sentido pueda eso convertirte en un ‘pensador’, o dar a tu opinión más peso que a la del portero de mi edificio o a
Ismael el del pladur -vastamente superior en conocimiento de la vida real y sentido común- es un misterio que nadie se ocupa de aclarar.
Para seguir, la izquierda, que basa su visión del mundo no en una experiencia, sino en una ensoñación, en el País de la Cucaña, tiende cada vez más a buscar sus ejemplos e inspiraciones, no en la historia, que al fin mantiene algún influjo de la realidad por más que se la retuerza, sino en la fantasía. En Estados Unidos, tras el estado de negación postrada en que cayeron miles de progresistas con la victoria de
Trump (ahí siguen, por cierto), se puso de modo entre los
social justice warriors de allá invocar a
Harry Potter como autoridad, e incluso un tiempo se agruparon bajo la etiqueta de
Ejército de Dumbledore. Es bastante significativo, porque la cruel realidad no es demasiado piadosa con sus demenciales tesis.
Por lo demás, la lectura que hace el actor danés de
Aragorn no puede ser más ridícula para quien haya leído El Señor de los Anillos, y aun más para quien conozca algo de su muy reaccionario autor, católico romano.
Aragorn, para empezar, es un rey que aspira a recobrar el trono que le pertenece por herencia, no por haber logrado una mayoría en unas elecciones, y una de las cosas que saltan a simple vista cuando se lee el libro es que los distintos pueblos opuestos a Sauron, los pueblos libres, mantienen su envidiable armonía porque cada uno tiene su territorio. No hay hombres ni elfos en la Comarca de los hobbits, ni hombres o hobbits en guetos de Rivendel. Por no hablar de que la cuota femenina en la Comunidad del Anillo asciende a cero, y la presencia LGTB es directamente desconocida.
Daría igual, claro: es la visión fantasiosa de su autor. Pero, al menos, es esa, y no la idiotez que presume Mortensen, que es tan rey de Gondor como
Kevin Spacey es presidente de Estados Unidos.
Pero la farándula se ha convertido en la corte, en la nueva aristocracia -aunque
Enrique García-Máiquez me regañe por emplear en esto esa palabra- cuyos excesos y extravagancias celebramos. Lo podemos ver en la Gala del Met, un espectáculo ante el que se hacina la plebe para ver pasar a sus ídolos de barro dando color a su decadencia.