Respuesta: El Bond post
Venga, vamos allá. My two cents.
(
The world is not enough, Michael Apted, 1999)
La era Brosnan estaba empezando a gustar al público. Sus películas repletas de espectaculares escenas de acción y riesgo, junto con un estilo más high tech de lo acostumbrado, dándole esa parafernalia visual que encajaba al personaje en una era más repleta de tecnología llamativa junto con guiones más sencillos hacían que las películas interpretadas por el agente eran sencillas de ver y funcionaban bastante bien en la taquilla, siendo ejemplos perfectos donde se recaudaba lo invertido y había ganas de más. Pero con el tiempo esos mismos títulos no acabarían resultando tan férreos como podía uno pensar y acababan siendo más defenestrados que defendidos a pesar de cada espectador contase con su entrega favorita aunque Brosnan acabaría siendo menos aplaudido de lo esperado.
Después de la acertada aunque un tanto irregular en la parte final "El mañana nunca muere" el próximo título fue encargado a Michael Apted, un director comedido en su realización y mucho más académico que otros directores (sólo hace falta ver su currículum) pero en este caso en concreto prefirió dar rienda suelta a un estilo muy remarcado dentro de la saga y aún más en la era Brosnan donde nada era imposible y el lema "más difícil todavía" se convirtió en el leiv motiv de todas y cada una de las cuatro entregas interpretadas por el actor siendo, precisamente, "El mundo nunca es suficiente" el principio del fin, donde no había control y las licencias artísticas no reparaban en frenar a tiempo. Un claro ejemplo al respecto era la concatenación de escenas adrenalíticas de la escena pre créditos donde se recurría a las fantasmadas varias de la era Moore pero con tecnología puntera de por medio como es el caso de la embarcación repleta de gadgets, siendo más acorde con el Batmovil que con un vehículo digno de James Bond. Pero el error no radica ahí (el apoteosis al respecto estaría en "Muere otro día") sino que la realización chirría cosa bárbara, el montaje es atropellado y sin ápice de contundencia junto con un Pierce que aún confiado y decidido no ofrece un Bond convincente.
Todo está agitado y mezclado, al contrario que el cocktail que suele ingerir el agente secreto, al servicio de que el espectador acepte y asuma que tiene que ser así sí o sí sin posibilidad de duda. James Bond pasa a ser automáticamente un superhéroe sin posibilidad de convertirse en un agente secreto seco y esquivo como solía ser Connery o Dalton. Aquí estaba al servicio de componer un personaje cargado de testosterona adrenalítica al servicio de la nada. Y así lo demuestra que por muchas escenas de acción que contenga la película muy pocas resultan convincentes o como mínimo recordables porque aparte de la persecución de la lancha tenemos la persecución en globo (que es demasiado austera a la par que innecesaria para querer darle un aura de supervivencia nata). Aún y así se agradece que los creadores se acuerden de nuestra España querida y coloquen el punto de partida en Bilbao con el museo Guggenheim de fondo en los títulos de crédito más largos hasta la fecha.
Es interesante que en esta nueva entrega intentasen ir un paso más allá tanto en las relaciones personales como querer darle cierta profundidad emocional al personaje de Bond al igual que al resto de personajes. Se volvía a recurrir a que el villano no hiciese acto de presencia hasta casi la mitad de la película y en este caso, por primera vez, la chica Bond resultaba ser una pieza clave pues se acabaría convirtiendo en la villana, consiguiendo además una relación tortuosa con el malo de la película y con un sentido más morboso de lo acostumbrado (ella, Elektra, se auto mutila mientras Renard, un Robert Carlyle que se esfuerza en ser un villano pérfido pero sin lograrlo del todo, no siente el más mínimo dolor físico). Aunando además la propuesta donde por primera vez Bond sufre dolor y en ciertos momentos consigue dejar de ser, por instantes, el superhéroe para ser un sufrido agente, acabando en las garras de la fémina en una de las escenas más acertadas de toda la saga donde padecerá la tortura física y psíquica.
Pero son pinceladas en un mar de mucha metralla guionística. A pesar de ser uno de los productos concretos donde las emociones y la guerra psicológica son más acentuadas todo lo que envuelve la entrega queda desdibujado o demasiado insustancial como para convertirse en un producto aceptable. Se volvían a lugares comunes vistos a lo largo de la saga como la nieve, con una persecución no tan llamativa o el lugar para el clímax final siendo, una vez más, un submarino con intenciones de conseguir una guerra nuclear. Pero aún siendo llamativa la propuesta queda demasiado estirada y poco interesante. Sólo acaba funcionándo(me), con cierta permisividad, la escapada de Renard de la central rusa (metralleteo imprescindible) aunque el montaje no sea del todo acertado.
El guión es uno de los mayores lastres de la película. Intentan meter muchísimos detalles, meterle muchas historias secundarias pero de tal forma que no acaban de congeniar todas y todo se ve demasiado forzado para que (supuestamente) fluya como cualquier entrega de James Bond. Y si bien es cierto no es necesario ser condescendiente o exigente a fin de cuentas se exige un mínimo de coherencia. Porque ya desde los primeros 15 minutos tenemos tal caudal de información y sin perfilar los detalles que todo resulta muy difícil de seguir. Al igual que los giros argumentales para concebir la chica Bond como la villana de la función. Es interesante pero no está del todo logrado pues no queda del todo claro o no de una forma convincente.
Y así, siguiendo unas historias y otras, acaba uno con la idea de que no es una historia fluida, se va demasiado por peteneras haciendo aparecer personajes y sus historias que luego poco o nada aportan aunque así lo parezca (la fábrica de caviar y su propietario, el helicóptero con las sierras mecánicas que es más fuego de artificio que una escena acertada, Dennis Richards poco o nada aporta, M siendo secuestrada resuelto todo sin ápice de tensión, la escena del casino y su supuesto riesgo vital por parte de Elektra y así sigue y sigue hasta ser un cúmulo de entramado excesivo). Tampoco ayuda la nula elección de John Cleese como el sucesor de Q, personaje que resulta irritante y poco inspirado (comprensible por el legado imprescindible logrado por el atemporal Desmond Llewelyn) y que porta un humor innecesario: el gadget bola es tan forzado que es indescriptible. Al igual que David Arnold compone una partitura techno muy chirriante que resulta poco favorecedora. Pero lo peor estaba por llegar, esta entrega no era más que un simple preámbulo de hasta donde podía llegar las mentes pensantes por tal de subir la cuota de lo inverosímil y lo bochornoso.