Jesús Cacho
Primavera de 1974. Jornadas en París de la Junta Democrática, la incipiente oposición a un
régimen de Franco que se acercaba a su ocaso conforme se deterioraba la salud del dictador. Clase de Historia Moderna en la facultad de Filosofía y Letras de la Complutense. Uno de los estudiantes, miembro del clandestino
PCE, toma la palabra de inicio y se dirige a sus compañeros, los ojos como platos, para dar cuenta de lo estaba ocurriendo en la capital gala y de su significado ante lo que parecía el inminente final de la dictadura. Ha pedido permiso al titular de la asignatura para robarle cinco minutos de su tiempo, y el profesor accede galante. Años después, tras la arrolladora victoria de
Felipe González en las generales de octubre del 82, ese profesor resultaría ser uno de los 202 diputados socialistas electos. En 1973 simplemente era un docente que simpatizaba con la causa democrática. El
PSOE no existía. Nunca existió durante la dictadura. A lo largo y ancho del franquismo, “el partido” por antonomasia fue el PCE.
Con el PSOE en las catacumbas, un tópico habitual en las encíclicas que
el camarada Carrillo enviaba semanalmente a la militancia española a través de Mundo Obrero desde su silla gestatoria en París aludía a la necesidad de que los camaradas trabajaran para hacer posible la existencia de un partido socialista fuerte tras la muerte de
Franco, entendido como clave del arco capaz de soportar el tránsito de la dictadura a la democracia. Lo que sucedió después está en las hemerotecas. Cuatro Gobiernos de
González, dos de ellos con mayoría absoluta, y una incuestionable contribución del socialismo -convertido a la socialdemocracia tras la renuncia al marxismo promovida por el sevillano en el congreso extraordinario de septiembre de 1979- en la configuración del “Estado Social de Derecho” español y en la definición de las reglas de juego de un régimen de monarquía parlamentaria que ha hecho posible el mayor periodo de convivencia y progreso de la historia de España.
Todo saltó por los aires con los
atentados del 11-M, una masacre que cambió para siempre el rumbo del país. Y unas explicaciones sobre su autoría que siguen pareciendo febles, por inverosímiles, ante la magnitud del terremoto que propició. A la Presidencia del Gobierno llegó un piernas que jamás hubiera soñado con semejante honor de no haber sido por el empeño de
Alfonso Guerra en evitar la entronización de
José Bono como secretario general en el 35º Congreso del partido, julio de 2000. A través de su hombre de confianza,
Rafael Fali Delgado, Guerra contactó con
Pepiño Blanco,
coach de
Zapatero, y fue así como tan insigne soplapollas alcanzaría cuatro años después La Moncloa entre la sangre del 11-M, tras una partida de tahúres que resultaría letal para la suerte del régimen del 78. Porque nuestro
Zapatitos se entregaría a una revisión integral de la transición y a una demolición del principio nuclear que está en la base de la Constitución del 78: el deseo de reconciliación entre vencedores y vencidos. Zapatero y su “memoria histérica” o el intento de ganar la Guerra Civil por aquellos que, además de haber estado desaparecidos durante la larga noche franquista, ni la habían librado y en muchos casos ni siquiera habían sufrido sus consecuencias.
Lo peor estaba por llegar, y jamás hubiera llegado de no ser por el fiasco en que devino el nexo de unión entre las presidencias de ZP y de Sánchez:
Mariano Rajoy y la colosal flatulencia en que terminaría convertida la mayoría absoluta del PP en las generales del 20-N de 2011. Fue la contribución de una derecha tan inane en lo ideológico como corrupta en lo material, entregada al modelo de una estulta tecnocracia que hizo crisis alcohólica en la noche del 30 de mayo de 2018 con motivo de la moción de censura que entronizó al descuidero de la política que hoy dizque nos gobierna. Ningún partido socialdemócrata llegado al poder en la Europa salida de la segunda Guerra Mundial gobernó nunca en coalición con un partido comunista, ninguno se metió en la cama con la hoz y el martillo, y mucho menos con el apoyo de los herederos de una banda terrorista y de un partido separatista que a la xenofobia rampante une la radicalidad más absoluta. Solo el primer
Mitterrand se atrevió a gobernar con el PCF en un experimento que duró cuarto de hora. Hasta ahí ha llegado la riada de la ambición sin límites del apuesto sinvergüenza que ocupa Moncloa, un tipo cuya decencia y patriotismo es inversamente proporcional a la dimensión de su enfermizo ego.
La alianza del
Pedro Sánchez con los enemigos de la nación de ciudadanos libres e iguales ha ido demasiado lejos. Demasiadas las humillaciones que viene soportando una ciudadanía cuya capacidad de asombro ha sido anulada por la abracadabrante cascada de atropellos diarios cometidos contra la ley y el sentido común por un tipo que se ha puesto la Constitución por montera. El jefe de la banda sigue firmando las letras que sus socios le pasan periódicamente a cobro, la última de las cuales ha consistido en pasar el control de las cárceles al Gobierno vasco. Mientras,
Cataluña sigue su deriva hacia el abismo de la irrelevancia, víctima de un separatismo que se ha adueñado del poder con el objetivo diariamente pregonado de romper la unidad de la nación ante la mirada distraída del bergante en la Moncloa.
El despertar de la nación ha ocurrido cuando casi nadie lo esperaba. Ahíto de soberbia, el sujeto pretendió acabar con los últimos restos de poder de la oposición para reinar cual monarca absoluto con sus escuetos 120 escaños. La respuesta, clamorosa, se la dio el pueblo de Madrid el pasado 4 de mayo. Y ya nada será igual. La legislatura ha cambiado de signo y sin duda también la suerte política de este aventurero sin escrúpulos. El PSOE que conocimos en tiempos de Felipe ha pasado a mejor vida sin haber recibido cristiana sepultura. Los notables que lo integraron, algún soplagaitas pero también gente de muy notable formación y carácter, han sido sustituidos por los
Ábalos,
Calvos,
Pajines y
Lastres, tipos que han puesto el cargo ministerial al nivel de una chica de alterne o un portero de discoteca. Reina el sanchismo, un detritus ideológico sin filiación conocida más allá de los
Laclaus de turno, porque a él solo le interesa el poder sostenido sobre la división de los españoles en dos bloques enfrentados, un poder que espera mantener ahora, contra las cuerdas del soponcio del 4 de mayo, utilizando las vacunas como adormidera (con 120.000 muertos a las espaldas, este consumado caradura pretende erigirse en salvador de la humanidad) y el abrelatas de los fondos
Next Generation UE con los que confía en comprar a media España.
Como los dioses ciegan a quienes quieren perder, Sánchez y su tropa siguen insultando a los madrileños (la ministra
González Laya echando la culpa a Madrid de la deserción, aparente, del turismo británico), incapaces de entender qué demonios ha pasado aquí cuando creíamos reinar sobre la balsa de aceite de una sociedad anestesiada por nuestros diarios escándalos y sometida a nuestros caprichos, y de pronto nos despertamos zarandeados por el vendaval provocado por una mujer sin complejos que decidió no someterse a los dictados del rufián. Un sentimiento de rebelión aflora a la superficie en grandes capas de población ansiosas de acabar con la servidumbre voluntaria del cóctel letal que, para la convivencia y el progreso de la nación, representa Sánchez y su alianza con comunistas y separatistas. Se trata de una pasión transversal compartida por un número indeterminado, pero sin duda creciente, de socialdemócratas a quienes avergüenza el personaje y que hoy se sienten huérfanos de representación.
Lo de Sánchez no tiene vuelta atrás. El miramelindo está condenado a morir ahorcado con la soga que libremente eligió el 30 de mayo de 2018. Imposible el viaje al centro, rehén como sigue siendo de los socios que le sostienen en la peana de Moncloa. Sus errores se acelerarán con las prisas por enmendar yerros que la desesperación provoca en aquellos que han hecho de la mentira su faro y de la improvisación su única estrategia. Un personaje abocado a un penoso final, dispuesto a oficiar el entierro definitivo de las siglas PSOE fundadas hace siglo y pico por el legendario
Pablo Iglesias. El PSOE y el fin de la historia del socialismo democrático, víctima, como tantos otros socialismos europeos, como el italiano, el francés o el griego, de un psicópata abducido por la arquitectura de su físico, la suerte en la política y los lameculos dispuestos siempre a la lisonja en su derredor.
Un entierro sin duda costoso para el PSOE pero también para España, y del que ningún demócrata sincero debería alegrarse porque, como antaño predicaba Carrillo desde su trono parisino, España seguirá necesitando un partido socialdemócrata comprometido en la defensa de la Constitución y su amejoramiento, y con la búsqueda de un futuro en paz y prosperidad para las nuevas generaciones. Imposible vaticinar la duración de la agonía del sanchismo. El futuro de España, con todo, sigue siendo una incógnita. Porque depende de la existencia de una derecha liberal desacomplejada y moderna, empeñada en la lucha contra la corrupción y en las reformas que el país necesita casi con desesperación, y depende también, en igual si no mayor grado, del resurgimiento de una socialdemocracia tan reñida con el sectarismo como apegada a aquel espíritu de reconciliación que hizo posible la transición. La alternativa es que sea el niño
Errejón, sepulcro blanqueado de
Iglesias y Podemos, quien herede los restos del naufragio sanchista. Todo pendiente, pues, de que esos viejos socialistas que hoy conspiran, cavilan y dudan se atrevan de una vez por todas a dar el paso al frente y plantarse con una alternativa frente al bandolero al que en otoño de 2016 sacaron del partido a patadas y al que después consintieron hacerse fuerte en Ferraz y en la Moncloa con la ayuda de lo peor de esta vieja gran nación llamada España. ¡Hace falta valor!