“Un Método Peligroso” es, ante todo, un filme fallido. Ningún rastro hay en él de un director tan perverso y singular como el canadiense David Cronenberg. En éste su nuevo proyecto opta por la contención y el clasicismo, apuesta por una ambientación de corte impresionista que, lamentablemente, contribuye a marcar una larga distancia emocional entre sus personajes y el público. A partir de la creación de un endeble triángulo amoroso cuyos vértices lo conforman el insigne Sigmund Freud, su amigo el doctor Carl Jung y la paciente de éste, Sabina Spielrein, Cronenberg tiende a la exploración de la mentalidad de sus protagonistas masculinos obviando adentrarse en la misteriosa y fascinante figura femenina a la que da cuerpo una sobreactuada Keira Knightley. A través de varios cuadros narrativos de naturaleza teatral, Cronenberg repasa los momentos más conocidos en la relación de los padres del psicoanálisis (la conversación inicial de trece horas, el incidente parasicológico del armario, las cartas de despedida) sin ofrecerles una coartada convincente, como si tuviera la necesidad de exponer la conducta de los hombres sin entregarnos a cambio la esencia de sus modelos morales.
Esta falta de credibilidad, hasta el punto de forzar el tedio y el desentendimiento del espectador, se traslada, por momentos, al elegante y exquisito friso sonoro creado por Howard Shore en ésta su decimotercera colaboración con el cineasta. Aunque el envoltorio se presente formalmente impecable, la decisión de acudir a la santísima trinidad del Romanticismo ario del XIX: Beethoven, Bruckner y Wagner, resulta un tanto discutible. La poderosa presencia del último a lo largo y ancho de la partitura gracias a la adaptación que hace Shore del “Siegfried Idyll” (con Sony sacando tajada del pianista Lang Lang tras sus recientes y mejorables lecturas de Liszt), un tema compuesto por Wagner como regalo de cumpleaños para su segunda esposa, Cosima (por otro lado, hija ilegítima de Liszt), e incorporado posteriormente en la tercera parte de su operística tetralogía del anillo, no parece responder a verdaderas necesidades dramáticas. Tras un arranque a pleno pulmón sorteando Shore el camuflaje wagneriano del piano en “Burghölzli”, manicomio en el que trabaja el joven Jung, donde el compositor expone la única idea temática consistente de la obra, un motivo de diez notas que conecta a la tensa pasión reprimida de Sabina y que domina toda su primera mitad (“Miss Spielrein”, “Carriage”, “He´s Very Persuasive”), el espíritu de Beethoven (“Otto Gross”, “Freedom”), luego Bruckner (ecos en la fanfarria de “Only One God”), y esencialmente Wagner (“Siegfried”, “Reflections”) se apoderan de un Shore abducido por el Romanticismo más clasista.
La excusa parte de un diálogo entre Sabina y Jung, a un paso ambos de convertirse en amantes. Sabina hace apología de la belleza de lo oscuro, de lo oculto, refiriéndose a la figura de Wagner (interpretación condicionada, sin duda, por las vinculaciones posteriores de sus ideas con el nazismo). El doctor alaba “Das Rheingold” como su obra de cabecera (el propio Jung se atisba tras esta historia de arrogancia seguida de un merecido castigo). En el siguiente plano, el tema de “la valquiria” en un viejo gramófono acompaña una sesión de psicoanálisis colectivo a partir de una inducción musical. Cronenberg parece necesitar de ambas escenas-puente para hacer creíble el sorprendente cambio de batuta que pasa a exhibir. Wagner asalta desde entonces, escondido tras la máscara de Shore, cada una de las pequeñas acotaciones musicales que siguen en la relación, cada vez más tensa, del triángulo protagonista. El tema de “Siegfried” acompaña a los amantes en un paseo por velero y armonías de corte wagneriano confrontan la relación de superioridad que mantiene Freud sobre Jung en su viaje al Nuevo Mundo, argucias ambas con las que se pretende conectar el lado siniestro y reprimido de todos ellos. En el momento en el que Freud y Jung, símbolos de una nueva modernidad, inician su amistad, Shore parece no tener en cuenta que Wagner ha muerto hace más de veinte años. Aunque su influencia es colosal, no sólo en la Viena finisecular de entonces se abren camino Mahler, el revolucionario Schoenberg y sus acólitos, el niño prodigio Korngold (y su padre Julius, un implacable crítico musical), el contestatario Strauss (su progenitor, el trompista Franz, consideraba indignos los espectáculos del creador del leitmotiv) o el “secesionista” Schreker [uno de los más infravalorados compositores del siglo XX que en 1908 había sorprendido con el primer ballet expresionista (“El Cumpleaños de la Infanta”) y que en 1912 estrena “El Sonido Lejano” marcando una nueva forma de acercamiento a la ópera], más próximos todos ellos a la energía sensual y al alegorismo de Klimt que a los sueños de inmortalidad del músico de Leipzig, sino que además resulta conocido que Freud sentía un profundo desprecio por el compositor teutón, no tanto por su declarado discurso antisemita como por los celos que le provocaban una figura a la que muchos consideraban padre de la “teoría de los sueños” como puerta al subconsciente.
Rota la conexión espacial, discutible el comportamiento convencional de unos personajes mortecinamente insurrectos, a Shore parece sólo interesarle colorear la historia con la fina capa de una profusa lluvia de tintes germánicos que muy poco ayuda a desentrañar los oscuros vericuetos de la conducta humana. Se preocupa más por transitar los caminos de un ambiguo preciosismo que por despertar a su atribulado trío de existencialistas aburridos con el descaro del atrevimiento, de insuflarles un mínimo de masculinidad. Una bofetada a tiempo no le hubiera venido mal al proyecto.
12-diciembre-2011