El sur
El viaje de la inocencia al desengaño de una niña, tan simple y tan inabarcable, centrado en la figura de un padre que está sin estar, que nunca se da del todo a los demás, refugiado en sus artificios; un ser excepcional y mágico por quien ella siente fascinación desde muy pronto (frente al telón de fondo de una realidad tan desangelada como la de aquellos años, en una ciudad intuimos que cerrada y de provincias, un norte falto de calor humano). Este padre es un tipo cautivador pero melancólico, con el estigma de un pasado que permanece en penumbra y que se interpone entre él y su hija bajo el nombre de una tal Irene Ríos; un fantasma de película noir, o eterno femenino que muere en todas sus películas, pero que continúa demasiado viva en el recuerdo de un hombre herido por dentro… el metacine funciona como premonición, un espejo de la realidad que anuncia la muerte (pero quien morirá no será la femme fatale de turno). Y es que cada miembro de la familia tiene algo de ausente, como si cada uno padeciera de su propio amor obsesivo. La insidiosa presencia de nuestra guerra civil sigue ahí, el enfrentamiento entre padres e hijos y sus distintas visiones (imposible juzgar y ofrecer lecturas fáciles, como con sencillez entiende una entrañable Rafaela Aparicio… figuras como de cuento ella y la abuela, en una localización igualmente de fábula suspendida en el tiempo -mi Zamora, por cierto-).
Muy importante el carácter confesional y biográfico, el intento de reconstruir una vida y darle sentido, hacer balance; también un proceso de retorno a las raíces, como el que emprende Estrella al final de la historia, final truncado que es comienzo de otra aventura vital, afán por desentrañar por fin un misterio que, pese a todo, nos podemos imaginar. No me convencen las partes “epistolares” entre el padre y su mujer anhelada, demasiada literatura, de un tono además culebronesco que no pega con lo sutil de la propuesta (igual con la adaptación completa que quería Erice hubiera sido otro cantar). El recurso de las ventanas que se iluminan lentamente, como cuadros viventes de extrema meticulosidad visual, el ritmo narrativo lento (con esa elipsis de la bicicleta, el paso de niña a adolescente), sin concesión alguna a la lágrima, junto con cierto tono onírico (la enseñanza del péndulo -objeto relacionado con la búsqueda de lo oculto-) y simbólico (el nombre de la chica en forma de anillo, de graffiti, de adorno -un destello en medio de la negrura-)… hablan de un transcurso de la oscuridad hacia la luz, del frío al calor (el sur, espacio mítico e imaginado, origen y destino al que enfrentarse tarde o temprano). Para terminar, una comunión que es una boda (¿amor incestuoso?), otra boda final que expresa una ruptura, una distancia definitiva, tanto física como del paso del tiempo, que parte el alma.