Mi abuela tenía en su mesilla una foto de un cura muy jovencito. No le echaría más de veinte años. Un día le pregunté que quién era, y me contó que ese chico, recién salido del seminario y por tanto sin parroquia que atender, se dedicaba a recorrerse las masías del pueblo (Almazora) ayudando a las personas mayores que vivían solas y en la miseria (algo por desgracia muy común en esa época). Lo ayudaban algunos vecinos, entre ellos mi abuela, y hacía una labor encomiable y era querido por todo el pueblo.
Bueno, no por todos. Una tarde estando en casa, aporrearon la puerta y se lo llevaron. Mi abuela no volvió a saber de el hasta que, pasada la guerra, le dijeron que lo habían fusilado en la tapia del cementerio y allí estaba enterrado (fuera de tierra sagrada, que el resentimiento y el odio lo llevaban más allá de la muerte). Su delito: ayudar a todos, independientemente de su ideología.
Para el no hubo nunca, ni la habrá, memoria histórica. Si mi abuela no me lo hubiera contado, nadie lo recordaría. Y por supuesto, jamás se han buscado sus restos para devolvérselos a su familia.
Vivimos en un país de cainitas e hijos de puta. Y no tenemos remedio.