Vi a Nadal jugar por primera vez en 2004. España jugaba una eliminatoria ante la República Checa en pista cubierta, Rafa, que tenía solo diecisiete años, era el número uno del equipo español. Repito: diecisiete años, número uno del equipo. Algo así como prolongación del capitán, pero en la pista. Desde se instante, uno ve que ese chico tiene algo especial. Federer dijo de él, en 2004, cuando jugaron por primera vez, que lo conocía de antes, y que sería número uno del mundo pronto. No lo fue hasta 2008, con veinte años. Pero iba mal encaminado.
He visto a Nadal retirarse de partidos por problemas físicos: la maldita rodilla, la tendinitis crónica que, encima de todo, las zapatillas que usa, más la pista dura, que le revienta la rodilla a la hora de apoyarse para golpear, le jodía la vida. He visto a Nadal siendo apalizado por Djokovic en sus peores años y, aun así, pelear cada bola como si fuera la última, por una cuestión de coraje, de orgullo, de dignidad, de campeón herido, de resistir, de decir que esto no iba a poder con él. La clave de Rafa ya la dijo John McEnroe: «Ese tío juega como si estuviera arruinado. Como si la vida le fuera en ello. Es impresionante. No he visto nada igual».
Las lesiones eran largas: tres, cuatro meses; el récord fueron más de ocho meses de lesión, en 2012. Y, casualmente, en 2013, después de recuperarse, jugó el mejor tenis de su carrera. Siempre leí que Rafa se retiraría con 25 años, que su carrera sería corta por sus problemas de lesiones y por su estilo de juego, tan físico. Siempre leí que Rafa tenía que reconvertirse, no forzar tanto la máquina, no apelar tanto a la épica y sí al pragmatismo. El tenis de Nadal no es ordenado y robótico como el de Djokovic. Tampoco florido y estético como el de Federer. Es irracional. Son tambores de guerra. No mires nunca cómo juega: mira cómo se mueve, cómo corre, como aprieta los dientes. Cómo celebra los puntos, cómo agita el puño y grita. La exaltación viril de la seguridad en uno mismo, la humildad, la autocrítica. «Nunca una excusa me hizo ganar un partido», dijo en una ocasión, lejos de la arrogancia y los complejos de sujetos como Cristiano Ronaldo o Floyd Mayweather.
A Nadal se le quiere y se le odia así: con sus maníaticos rituales como las botellas perfectamente alineadas, sacándose los pantalones del culo, la épica, los gritos de ¡vamos! La manera de celebrar los puntos dirigiéndose a la grada para que entiendan lo que sucede en pista y lo arropen. Las batallas Hay un momento que define a la perfección a Nadal. Fue en los Juegos Olímpicos de Río en 2016, cuando perdió la medalla de bronce. Llevaba dos años jugando fatal y muchos pensaban que, con casi treinta años, tocaba retirarse. Casi todos los grandes se retiraron con treinta años: Sampras o Steffi Graff, por ejemplo. Becker, también. Un periodista le preguntó en esa rueda de prnesa en Brasil lo siguiente:
—¿Ha pensado usted en retirarse?
—Tal vez no sea el momento de que me retiren. Tal vez no se me ha olvidado jugar al tenis.
Hoy, tres años después de esas declaraciones, Nadal ha ganado tres Roland Garros más, dos US OPEN, dos finales en Australia, siete Máster Mil, terminó número uno en 2017 y acaba de finalizar este año 2019 otra vez como número uno del mundo. Es el número uno más longevo de la historia, con treinta y tres años. Hay una frase, una cita muy bonita que me sirve para hablar de la grandeza de Nadal, de su fe. Es de Joseph Conrad; el libro, 'Juventud': «Una verdad, una fe, una generación de hombres pasa, se la olvida, ya no cuenta. Excepto para aquellos pocos, tal vez, que creyeron esa verdad, profesaron esa fe o amaron a esos hombres». Felicidades, campeón.