ignatius_reilly
Miembro habitual
- Mensajes
- 3.320
- Reacciones
- 1.966
Nadie piensa que el personaje del dentista está hiper-desaprobechadísimo?
el "Vicio Propio" son los habitantes de esa América, deshechos de los que, cuando no son necesarios, no se responsabiliza el sistema.
Toda la película sucede en la cabeza de Doc
Después te sobreviene todo el subtexto de la película, el mismo "Vicio propio" o "Vicio inherente" del título es una metáfora (medio explicada por Shasta)
Más interesante me parece el aire de romanticismo nostálgico que recorre al protagonista, sobre todo al comienzo, con la visita de su ex-novia. Y la rudeza de Bigfoot, el poli, con ese Brolin imponente. Y, por supuesto, el talento visual de PTA y la fotografía retro de Elswit, que definen un ejercicio de estilo digno de verse.
carrion, a qué cita final te refieres?
A mí me parece un aciertazo lo de la voz en off por varios motivos
La rara atracción de una película con múltiples vías de acceso
George Steiner describía en Lenguaje y silencio (1976) un fenómeno aplicado al ámbito literario que podemos perfectamente trasladar al cine. A finales del siglo XIX se produjo una crisis en la creación poética cuando algunos de sus cultivadores, como Arthur Rimbaud, Conde de Lautréamont y Stéphane Mallarmé, rompiendo la sintaxis tradicional, pretendían liberar al lenguaje de la secuencia causal para entregarse a códigos de significación privados donde los efectos y los sucesos se alineaban con una simultaneidad inconsecuente. Para el ensayista de origen francés, estos autores produjeron una poesía soberbia, pero no dudaba en afirmar que su empresa estaba llena de asechanzas, pues esas construcciones tan eminentemente subjetivas debían estar respaldadas por el genio creativo para que el lector se sintiera impelido a efectuar el esfuerzo necesario y se lanzara a experimentar una experiencia literaria ajena a sus coordenadas habituales. En caso de no ser así, en caso de que este modus operandi fuera adoptado por artistas menores o simples impostores, esas intrincadas articulaciones devendrían juegos retóricos e intenciones estériles abocadas a la oscuridad.
Traigo a colación el análisis de Steiner porque los últimos tres títulos del cineasta norteamericano Paul Thomas Anderson –Pozos de ambición (2007), The master (2012) y muy especialmente esta Puro vicio (2014)– nos conducen inexorablemente a la encrucijada de dilucidar, más allá de la estupefacción de sus primeros visionados, si estamos en verdad ante filmes que, a través de los circuitos de una inextricable madeja formal, nos conducen a experiencias realmente enriquecedoras o si, por el contrario, resultan solo una acumulación de impostados manierismos estilísticos. Es difícil predecir qué apreciaciones recibirá en el futuro esta tríada de obras o cómo estarán posicionadas en la Historia del Cine; pero lo que sí parece estar fuera de toda duda es que con ellas el realizador norteamericano ha pretendido aprehender los inquietantes rasgos identitatarios de Estados Unidos en tres épocas bien diferentes de su historia: los inicios del siglo XX –Pozos de ambición–, los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial –The Master– y la etapa del «Insomnio Americano» de la década de los setenta –Puro vicio–. Lo más relevante de estas tres lecturas no está solo en la lucidez y densidad que arrojan, sino también en las abruptas peculiaridades fílmicas con que están configuradas. En su monografía sobre el director de Boogie nights (1997), José Francisco Montero afirma que su filmografía –analizada hasta Pozos de ambición– se distingue, entre otras cosas, por “dar forma épica a historias intimistas”. Sin embargo, en lo que concierne a sus tres últimas producciones, Anderson ha dado un golpe de timón e invertido por completo la ecuación, porque lo que hallamos no son sino narraciones de rotundas aspiraciones alegóricas que, sin embargo, se hilvanan a través de tiempos muertos y digresiones intimistas, a través de una mirada oblicua que produce continuas fracturas en la sintaxis narrativa tradicional. Estas pueden, insistimos, ponernos en aprietos durante sus primeras aproximaciones; pero de las mismas surgen indicios que nos impulsan a conceder un margen de reposo a las imágenes, algo que, a decir verdad, resulta bastante problemático en un escenario como el actual, marcado por la urgencia y la inmediatez.
Dicho esto, y entrando ya en liza con la obra que nos ocupa, Anderson sitúa Puro vicio unos cuantos peldaños más arriba, en cuanto a complejidad formal y dramática, que Pozos de ambición y The Master, dotadas, pese a sus muchísimos circunloquios expresivos, de cierta uniformidad estilística. Basada en la novela de Thomas Pynchon, está sustentada en una enmarañada trama de cine negro de costosísimo seguimiento que, evocada por un misterioso narrador que actúa ocasionalmente de confidente y hasta de catalizador del personaje principal, confiere al relato un extraño poder de penetración psicológica por lejanos que parecen ser los recuerdos que convoca. La voz narrativa está, pues, envuelta por las brumas del paso del tiempo y por una autoconsciente inestabilidad en sus juicios e impresiones, los cuales, lógicamente, determinan nuestra percepción de los hechos. Una ligereza que, a mi entender, no es en realidad tal porque la investigación que emprende Larry “Doc” Sportello acaba adquiriendo a su conclusión la categoría de gesta, de jugada de precisión. Y de algo más. Pero las formas de la película circulan por territorios opuestos, pues, al fin y al cabo, Sportello es un detective privado marginal, un adicto a la hierba, un gañán que se pasa el día averiguando cuál es el lado adhesivo del papel con el que liar su último porro. Un pariente cercano del alcohólico Freddie Quell, protagonista de The Master, quien, recordemos, quizá por esa su incorregible condición autodestructiva, era finalmente incapaz de involucrarse en el tinglado económico de la pseudorreligión creada por su maestro y amigo Lancaster Dodd, gesto que encerraba una enérgica toma de postura del film con respecto a la mercantilización de las creencias y supercherías que tanto afloran en los periodos de crisis, en los periodos de especial vulnerabilidad.
Una toma de postura similar adivinamos en la obstinación de Sportello por enfrentarse a los intereses de unos poderes políticos obsesionados con la infiltración comunista en la sociedad norteamericana mientras se valen de la droga como el pilar de un próspero negocio de integración vertical, cuyos tentáculos –cómo no– se extienden a favorecidos empresarios del sector privado. Estos inquietantes cimientos se remontan a la superficie de la película en forma de unas imágenes que, en estado de trance y abruptas elipsis, caminan por la cuerda floja de la ensoñación, el esperpento, el surrealismo y el humor negro; a merced de una estrafalaria fauna de personajes que hay que entender como la mercancía averiada –el «puro vicio», tomando la acepción legal del término– de la factoría de la que proceden.
Sportello es uno de ellos: un detective privado sucio, desaliñado y fumeta que pertenece el escalafón más bajo de la pirámide social. Se lo recuerda constantemente Christian “Big Foot” Bjornsen, el teniente de la policía de California, su némesis en el film, un individuo obsesionado con el estrellato televisivo –los medios lo llaman el «agente del renacimiento»–, famoso por la vulneración de los derechos civiles en el ejercicio de su profesión, si bien profesa a Sportello una admiración secreta –la concluyente escena en la que parece querer arrebatarle su «alimento vital» no puede ser más elocuente. De la colisión de tan antagónicos personajes y de sus respectivos universos va creciendo una corriente de emoción cada vez más intensa hacia un protagonista en cuyo rol de perdedor radica precisamente el triunfo moral que se le atribuye. Los múltiples registros de la película pueden hacerla pasar desapercibida, pero su comportamiento –y con este, el relato– está inyectado de pasión, de pasión hacia Shasta, la mujer que ha movilizado sus energías llegando hasta el final del caso con el único propósito de recuperarla. Por eso el film, pese a su carcasa de intrascendencia y sus muchas inflexiones formales, acabe impregnándose de ese sabor a victoria moral por irrelevante y vana que esta resulte a efectos prácticos.
Sin duda una propuesta tan ambiciosa como Puro vicio es blanco fácil para toda clase de polémicas y controversias, pues, escrutando tan en detalle el film, ¿cómo discernir entre pretensiones creativas, por honorables que resulten, y efectos y/o significados realmente materializados en la pantalla? Hasta la codificación más subjetiva y opaca termina por esclarecerse cuando existe empeño analítico. Ni siquiera la resistencia al paso del tiempo –como suele rezar la cinefilia más rancia– es, en estos casos, un criterio fiable, pues cada época impone una sensibilidad especial que tiende a rescatar del pasado ciertas películas y a dejar a otras en el ostracismo. Dicho esto, y lanzadas ciertas prevenciones –necesarias porque, como decía Ángel Fernández-Santos, ante ciertos títulos podemos entrar pensando en una fiesta y salir con cara de funeral–, sí que me parece que este último largometraje de Paul Thomas Anderson desprende esa rara atracción que ejercen algunas obras con múltiples vías de acceso, con inequívocos destellos que nos emplazan a sumergirnos en sus entrañas con la misma pasión del personaje principal, a sabiendas de que, a su término, la experiencia habrá merecido la pena.
Es muy buena, con hallazgos visuales enormes, y un gran final de trilogía. Está claro que PTA construye dialécticas: Pozos de Ambición enfrenta religión y dinero, The Master cordura y locura, y Vice el stablishment contra la contracultura.
Al igual que Zodiac, la reconstrucción del tiempo es muy buena, y aún con algún actor desubicado (Owen Wilson o Reese Whiterspoon), todo respira al mundo hippie de inicios de los 70. Me gustaría desmitificar no tanto la confusión del film, que vendrá de la novela de Pynchon, sino la innovación dramática: en el fondo es un Noir clásico pasado por un viaje de LSD. Y al ser una película perceptiva como The Master, construida en torno a Sportello, la difiicultad es conocer qué es paranoia y qué es real. Todas las tramas, que siempre tienen a Doc como conejillo de indias del stablishment, importan poco: el verdadero nudo del film es cómo el establishment y la contracultura son parte del mismo sueño americano.
El pacto del final, con la heroína, demuestra que una se necesita a otra, y la loquísima aparición de Bigfoot con perilla fumando marihuana es la consecuencia final.
Película más deudora de Hawks y Huston de lo que parece superficialmente, es en el fondo un neonoir camuflado de thriller hippie. Aquí lo que importa es Phoenix drogado, la femme fatale Shasta (con apariciones muy deudoras del cine clásico, muy brillante aquí PTA), y cómo es un juguete bogartiano de intereses poderosos. Esta densidad dramática tiene algunas pifias, como la etérea drama de la secta (que bebe muchísimo de las loquísimas historias de los Beach Boys en los 70, que eran amiguetes de Manson), o la Whiterspoon como inentendible mujer florero. Eso sí, la trama del dentista es muy buena, supongo que será de Pynchon, porque fueron precisamente los odontólogos los que extendieron el consumo de ácido lisérgico porque tenían acceso al mercado de anestésicos, y eran parte de la gente chic en la California de los 70.
Se puede llegar a ver la película como El Halcón Maltés en versión LSD. E incluso, Madrid Days de Garci a la que le han puesto STP en el carajillo.