La independencia que viene de lejos, de Francesc de Carreras en El País
Hasta ahora se pensaba que Cataluña sufría un estado febril que podía curarse con aspirinas, a lo más con antibióticos. Quizás ha llegado el momento de pensar que el alcance de la enfermedad es bastante más grave
Parece que finalmente la situación en Cataluña preocupa, y mucho, en el resto de España, especialmente entre la clase política que reside en Madrid. La sesión del Congreso en la que tres parlamentarios representantes de la Cámara catalana expresaron con meridiana claridad, aunque cada uno con sus propios matices, que estaban dispuestos a separarse de España, ha tenido su impacto. La cosa, según parece, va en serio, el arreglo no parece fácil y las partes están cada vez más distanciadas.
Considero positiva esta nueva percepción desde el exterior de la realidad catalana. Hasta ahora se pensaba que Cataluña sufría un simple estado febril que podía curarse con aspirinas, a lo más con antibióticos. Quizás ha llegado el momento de pensar que el alcance de la enfermedad es bastante más grave porque su causa no está en una estratagema táctica de los dirigentes nacionalistas sino en el resultado de una labor callada, desarrollada desde hace muchos años, en el seno de la misma sociedad catalana.
En efecto, por lo menos desde 1980, durante el primer Gobierno de Pujol, comenzó lo que suele denominarse “proceso de construcción nacional”, una inteligente obra de ingeniería social cuyo objetivo ha sido el de transformar la mentalidad de la sociedad catalana con la finalidad de que sus ciudadanos se convenzan de que forman parte de una nación cultural, con una identidad colectiva muy distinta al resto de España, que solo podrá sobrevivir como tal nación si dispone de un Estado independiente. Se trata de aplicar la clásica fórmula decimonónica del principio de las nacionalidades: toda nación (identitaria) tiene derecho a un Estado propio.
Digo que este proceso ha sido inteligente porque, a pesar de llevarse a cabo de forma premeditada y perseverante, una buena parte de los catalanes no se han dado cuenta de la manipulación, sigilosa y astuta, a la que han sido sometidos. Solo ahora algunos están abriendo los ojos a la realidad, como si despertaran de un mal sueño.
En efecto, desde el primer momento las fuerzas nacionalistas han ido presionando para conseguir la hegemonía política, social y cultural dentro de la sociedad catalana. Para tal cometido ha resultado decisivo el apoyo activo y pasivo de los partidos de izquierda, tanto el PSC como ICV-IU, así como de los sindicatos CCOO y UGT, las patronales y otros muchos sectores de la llamada sociedad civil, desde las asociaciones de maestros y de padres en las escuelas hasta los clubes y las federaciones deportivas. Sin su inapreciable colaboración, tan generosamente subvencionada por la Generalitat, el nacionalismo hubiera sido tan solo la ideología de una pequeña parte de la población. Ahora son muchos los que se lamentan, pero cuando hace años algunos discrepantes ya se lo advertían, tildaban a estos de exagerados y alarmistas, por supuesto de nacionalistas españoles y, presos de un síndrome de Estocolmo colectivo, hasta de fachas.
¿Cuáles han sido, a mi parecer, las principales líneas estratégicas de esta construcción nacional?
En primer lugar, considerar desde sus inicios que la autonomía era manifiestamente escasa para las aspiraciones catalanas. A pesar de que la Generalitat ha dispuesto siempre de un gran poder político, como han reconocido todos los especialistas en sistemas federales, las muestras de insatisfacción han sido constantes. Curiosamente, que las competencias catalanas, así como las del Estado, se transfirieran a la Unión Europea, nunca ha suscitado queja alguna. En cambio, han sido numerosos los conflictos competenciales internos. La razón de fondo está en que así se alimentaba la sensación de que la Generalitat, además de tener poco poder, aún se le racaneaba el que tenía y de esta manera se pretendía demostrar que había que superar el Estado de las autonomías por ineficiente para el progreso de la sociedad catalana. De este modo, el Estatuto siempre ha sido considerado como un instrumento para alcanzar mayores cotas de poder, nunca como un instrumento para ejercer lo mejor posible aquellas que posee.
Por este motivo, la Generalitat se dotó desde el primer momento de instituciones más propias de un Estado que de una comunidad autónoma. Lo que se ha pretendido es ir preparando el Estado del futuro mientras se desarrollaban las competencias del presente. De ahí resultaron duplicidades y disfunciones que a la postre han resultado carísimas y financieramente insostenibles. Todo ello acentuado por el hecho de que muchas de los demás comunidades han imitado el ejemplo catalán tras igualarse las competencias en sentido federal durante los años noventa.
En segundo lugar, desde la Generalitat, a través de sus instrumentos de agitación y propaganda, se ha intentado dividir a los ciudadanos en catalanistas y españolistas, dando legitimidad política, social y cultural solo a los primeros. No ha sido una cuestión de lengua sino de ideología. El nacionalismo catalán se fue convirtiendo rápidamente en la única ideología legítima y obligatoriamente transversal. No importaba ser de derechas, de izquierdas o de centro, mientras no se saliera de los límites fijados por quienes determinaban lo nacionalmente correcto. En lo demás se podía discrepar, en eso no. Además, o eras nacionalista catalán o nacionalista español: la razonable alternativa de no ser nacionalista de ningún tipo, es decir, de ser no-nacionalista, algo tan común y civilizado en los países de nuestro entorno, era considerada como un mero subterfugio para encubrir que eras nacionalista español.
En tercer lugar, se fue reescribiendo la historia hasta alcanzar un modelo adecuado a la nación soñada. En efecto, todo proceso de construcción nacional necesita una historia oficial única que fije los orígenes y el devenir de la nación, haciendo que esta, aunque cambiante en lo superficial, resulte inalterable en lo esencial, en las cuestiones de fondo. De ahí deben surgir la legitimidad histórica y el carácter nacional. Viejos maestros como Vicens Vives y Pierre Vilar, aunque su autoridad se invoque continuamente con todo el cinismo, han sido arrinconados incluso por sus discípulos más directos, para dar paso de nuevo a una historia romántica de Cataluña más basada en el sentimiento nacional que en los datos comprobables. El actual espectáculo de un 1714 imaginario, considerando esta fecha como el final de un inexistente Estado catalán independiente, es bien revelador. España contra Cataluña (1714-2014), título de un reciente congreso, no se sabe si mueve a risa o a pena.
En cuarto lugar, desde sus comienzos, la Generalitat ha ejercido un estrecho control sobre la sociedad civil a través, primero, de su influencia en las asociaciones y fundaciones, colegios profesionales y centros de enseñanza; y, segundo, por la supeditación de los medios de comunicación públicos y el predominio sobre muchos medios privados. En este vasto campo, Jordi Pujol fue un auténtico maestro, conocía Cataluña palmo a palmo y no dudaba en premiar o castigar, nombrar o destituir, subvencionar o dejar en la miseria, dar permisos y concesiones o negarlas, a quienes estaban de su lado o en el lado contrario. En Cataluña ha habido unas redes clientelares y un sutil maccarthysmo que han inspirado miedo para así comprar y vender voluntades.
Estos son algunos de los principales elementos que, durante 35 años, han creado el caldo de cultivo que nos ha conducido a la situación actual. La aspiración a la independencia, pues, viene de lejos, no es flor de un día, ni un subidón, ni un suflé. Sigue siendo minoritaria pero es la que más se oye, la que más altavoces tiene. Hacer todo lo posible para que se escuche al resto es tan importante como urgente si en lugar de construir una nación pretendemos llegar a ser una sociedad democrática.
Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional y autor del libro Paciencia e independencia, publicado recientemente.