Alberto Montero Soler/Profesor de Economía Aplicada/Universidad de Málaga
A nadie se le escapa que la crisis que estamos atravesando está dejando a sus espaldas más damnificados de los que el gobierno y muchas instituciones económicas de prestigio inicialmente pudieron anticipar. Basta con ver cómo cada mes aumentan los datos del desempleo y los anuncios gubernamentales retrasan el momento en el que se prevé que la economía española comenzará a crear empleos para que, sin necesidad de ser excesivamente perspicaz, uno intuya que de este agujero nadie sabe aún ni cuándo y, lo que es peor, ni cómo va a salir España si no es esperando a que la recuperación externa acabe por inducir la nuestra.
Pero, además, ahora que el modelo se ha derrumbado, que el patrón de crecimiento sobre el que se ha sustentado el espejismo de la opulencia de los últimos años se ha desmoronado es cuando se comienzan a percibir alguna de sus perversiones más profundas.
Mientras el sistema funcionaba como un mecanismo engrasado se ignoró intencionadamente que, al igual que no existe la máquina del movimiento perpetuo, no existen tampoco economías que no estén sometidas a fluctuaciones cíclicas, a periodos expansivos y recesivos. Y esa ignorancia inducida revistió tintes de perversidad cuando quienes la promovían eran economistas que deberían ser plenamente conscientes de que cuanto menor es la intervención pública sobre la economía –y en los últimos años ha habido mucho de ello- mayor es la intensidad de esas fluctuaciones.
En el caso concreto que nos ocupa el sistema funcionó a pleno rendimiento porque la maquinaria de generación de opinión pública aliada con promotores inmobiliarios e instituciones financieras se encargó de instaurar en la conciencia colectiva una idea falsa que sirvió para engañar a miles de ciudadanos de este país: que el precio de la vivienda nunca bajaría y, por lo tanto, que la dinámica que impulsaba el precio de ésta al alza no tendría fin.
Esa mentira, difundida y amplificada por los medios de comunicación de masas, sirvió para que muchos ciudadanos adquirieran una vivienda al límite de sus posibilidades, endeudándose con unos horizontes temporales que, en muchos casos, se extendían casi hasta el límite de sus horizontes vitales. El temor a que los precios no dejaran de subir y, por tanto, a que el acceso a una vivienda se alejara con cada día que pasaba; la debilidad de la oferta de viviendas en alquiler a pesar del inmenso parque inmobiliario en construcción; y unas favorables, aunque coyunturales, condiciones de financiación estimulaban ese afán compulsivo por comprar un inmueble que durante años ha existido en España.
Pero, insisto, todo ello estaba construido sobre una falacia de la que eran sobradamente conocedores quienes no sólo tenían interés en el negocio sino quienes, además, se encontrarían en una posición privilegiada para defenderlo en caso de que las tornas cambiaran.
¿Qué quiero decir con ello? Pues, en roman paladino, quiero decir que las instituciones bancarias y financieras -que saben perfectamente que el precio de cualquier activo que está sujeto al tráfico mercantil, incluido la vivienda, experimenta variaciones en su precio que no siempre son al alza-, engañaron a sus clientes instándolos a que se endeudaran de por vida comprando una vivienda que, llegados momentos de recesión, no podrían pagar e, incluso, no podrían vender para atender sus deudas.
Que, además, sobre la base de ese engaño consiguieron que la demanda, a la que sobrealimentaban aligerando las condiciones para el endeudamiento, presionara constantemente sobre la oferta. Una oferta a la que, evidentemente, también financiaban para estimular la promoción y construcción de más viviendas.
Que, de ello, la resultante fue el espejismo de un círculo virtuoso que un día devino en vicioso: el día en que los bancos dejaron de confiar los unos en los otros y el acceso a la financiación externa se cortocircuitó. Ese día el rey quedó al desnudo: los bancos empezaron a mirar hacia su ombligo, olvidaron que no sólo ellos estaban en dificultades y comenzaron a pedir que los ayudaran porque ni habían actuado con la debida prudencia ni los multimillonarios beneficios que habían obtenido durante los años de la bonanza habían sido reservados para cuando llegaran las vacas flacas sino que se habían repartido a espuertas entre sus accionistas y directivos.
Pero que todo ello lo hicieron, además, y aquí viene la madre del cordero, favorecidos por una legislación hipotecaria que, de manera manifiestamente injusta, distribuye la carga de los errores en las asunciones de riesgo entre las partes a favor del acreedor y en flagrante perjuicio del deudor, esto es, en defensa de los intereses de los bancos frente a los de los ciudadanos.
Ejecutando a los más débiles
Y es que en estos días nos hemos encontrado con que, por fin, diversos medios están dando voz a las protestas de las miles de personas afectadas por una hipoteca que, ante la situación de crisis, no pueden seguir pagando y se ven obligadas a entregar su vivienda al banco sin que por ello quede cancelada su deuda.
Una situación que no es excepcional si se tiene en cuenta que en 2008 se realizaron 58.000 ejecuciones hipotecarias; en 2009, fueron 114.000 y para 2010 se estima que se realizarán en torno a las 180.000 ejecuciones. Es decir, en tres años se habrán ejecutado unas 350.000 hipotecas o, lo que es lo mismo, unas 500 personas habrán perdido su casa cada día.
La razón es que la legislación hipotecaria española permite que, en caso de ejecución de la hipoteca por impago, el inmueble pase a ser subastado y, si no hay oferta de compra, la propiedad sea adjudicada a la entidad bancaria al 50% de su valor de tasación, quedando pendiente de pago el resto del monto de la misma más los intereses y las costas judiciales generadas en el proceso.
El resultado es que este procedimiento genera una doble condena sobre el propietario de la vivienda: no sólo se queda sin propiedad –que, en la mayor parte de los casos, es su vivienda habitual- sino que también continuará endeudado en tanto no liquide el 50% del valor de la hipoteca inicialmente contratada más todos los gastos añadidos.
A mi modo de ver la injusticia del procedimiento es manifiesta pero, por si acaso, la resalto en sus diferentes manifestaciones.
De entrada, ¿cómo puede ser que en un acuerdo libre entre partes, en donde ambas deben realizar una valoración de los riesgos asumidos sobre la base de precios de mercado, la legislación sobreproteja no sólo a quien está en mejores condiciones para realizar la misma sino también a quien se encuentra en una posición de poder de cara a la finalización de la transacción?
Así, no cabe duda de que el banco que concede la hipoteca tiene un conocimiento más preciso de la evolución de la actividad económica en general y de la situación del negocio inmobiliario en particular, lo que le permite realizar una evaluación de los riesgos más aquilatada que la que puede hacer cualquier persona por muy elevado que sea su nivel de información. De hecho esto le permite, además, incrementar las exigencias de colaterales cuando entiende que el riesgo de impago del cliente excede de lo normal, exigiendo avales adicionales a los peticionarios.
Además, ¿cómo puede ser que en una sociedad capitalista de mercado se pretenda que el valor de tasación de una vivienda se mantenga inalterado desconsiderando las fluctuaciones del mercado cuando éstas son a la baja? ¿Es que el mercado sólo es bueno cuando impulsa al alza los precios y es malo cuando lo hace a la baja? ¿Es que los costes de un derrumbe del mercado inmobiliario sólo los deben soportar los ciudadanos hipotecados y no quienes les concedieron las hipotecas?
Pareciera como si para los ciudadanos la caída del precio de la vivienda no supusiera una reducción de su riqueza y debieran asumirla como la resultante de un error en sus cálculos mientras que los bancos quedaran exonerados de las consecuencias de sus errores, de actuar como si los precios nunca fueran a bajar o no fuera a producirse otra recesión en este país que acabara provocando que muchos de esos clientes aparentemente solventes a los que concedieron una hipoteca pudieran perder su empleo y, con él, su fuente de ingresos.
Nos encontramos, así, con que los errores de previsión de uno y otro lado son tratados con manifiesta asimetría y, consiguientemente, se genera una situación de injusticia que, entre otros efectos, está provocando que gracias a esta legislación las instituciones financieras estén recomprando esos mismos inmuebles al 50% de su valor de mercado y dejando sin hogar y agobiadas por las deudas a miles de familias.
Ello nos lleva a una cuestión más de fondo. Y es que una de las razones de ser del Derecho es precisamente la de contribuir a la superación de la ley de la selva, en la que se impone la voluntad del más fuerte, por un orden social más justo sustentado, entre otros elementos, por la protección de las partes más débiles en cualquier proceso de negociación. Baste como ejemplo el caso de la mayor parte de la legislación laboral desarrollada para tratar de proteger al trabajador frente al empresario y no porque se asuma que el segundo es intrínsecamente malvado sino porque la negociación inter pares es prácticamente imposible en ese entorno y, de darse, perjudicaría sistemáticamente a la mayor parte de los trabajadores.
Sin embargo, en el caso de la legislación hipotecaria la normativa introduce un claro desequilibrio en la atribución de los riesgos entre las partes contratantes y actúa claramente no sólo a favor de la parte que posee un mayor nivel de información previo de cara a la toma de decisiones sino, también, de la que mayor poder, en cualquiera de sus expresiones, posee.
Si la evolución de la legislación laboral, por continuar con el símil, hubiera seguido la pauta de la legislación hipotecaria, a estas alturas podríamos encontrarnos ante un ordenamiento en el que, tras el despido, el trabajador aún seguiría debiendo al empresario por la plusvalía no realizada o por las expectativas de venta no cumplidas.
Y todo ello porque al contrario de lo que ocurre en otros países como Francia, Inglaterra o Alemania, la legislación española no permite la dación de la vivienda en pago, es decir, que mediante la entrega de la vivienda que constituye la garantía del préstamo hipotecario éste quede saldado y ambas partes corran así con los costes de sus errores de cálculo y de su excesiva propensión al riesgo.
La banca nunca pierde
Todo lo anterior nos lleva a plantear, como hacíamos al principio, la perversidad intrínseca de un sistema que ha utilizado todos los resortes a su disposición para promover un crecimiento desequilibrado, sustentado en el sobreendeudamiento, al tiempo que, como los trileros, guardaba en la manga un as escondido por si cambiaba la coyuntura.
Venir a hablar ahora del libre albedrío de quienes se endeudaron alegando que pudieron no haberlo hecho es puro cinismo. Cuando la información se ha sustituido por la publicidad y los medios de comunicación se convierten en amplificadores de un mensaje que acaba por distorsionar cualquier cálculo racional sustituyéndolo por impulsos condicionados al mejor estímulo del perro de Pavlov lo primero que hay que preguntarse es dónde queda ese libre albedrío.
Pero, además, seguir elogiando la libertad de mercado y defendiendo sus ventajas cuando el sistema jurídico te previene frente a los riesgos de sus fluctuaciones cuando éstas son a la baja es otra muestra más de ese cinismo tan común entre nuestros banqueros.
Y, finalmente, alegar que una reforma de la ley introduciría graves problemas de inseguridad jurídica (o, lo que viene a ser lo mismo, que podría dar lugar a una elevación de la tasa de morosidad) supone ya rizar el rizo de la desvergüenza sobre todo porque el patrón desde el que lo miden es el del grado de incidencia que las reformas legislativas tendrán sobre su cuenta de resultados.
Así, no dudan en destacar la inseguridad jurídica que supondría una modificación de la legislación para evitar que miles de personas se queden en la calle pero no dicen nada al respecto cuando el gobierno introduce estos días una reforma en la Ley del Suelo para prorrogar el plazo legal de tres años que tienen los propietarios de terrenos urbanizables (y ahora las instituciones financieras disponen de mucho) para comenzar a construir en los mismos porque, de no hacerlo, éstos pasarían a considerarse rústicos. La desclasificación de los terrenos conllevaría, evidentemente, la caída de su valor y, por tanto, obligaría a bancos y cajas a realizar mayores provisiones lo que tendría efectos inmediatos sobre su cuenta de resultados. Y eso, como es sabido, no puede tolerarse.
Podemos comprobar, entonces, como nuevamente el Estado se pone al servicio de los intereses de las instituciones financieras protegiéndoles de las pérdidas de valor de sus activos cualesquiera que sean los mecanismos que pudieran generar ese efecto.
Que tus terrenos se pueden depreciar porque o los vendes en un mercado bajista o los desclasificas, no te preocupes que el Estado te da una prórroga para que los puedas vender cuando las cosas mejoren, no vaya a temblar tu cuenta de resultados mientras a tu alrededor cierra una empresa tras otra.
Que tus deudores no pueden pagar la hipoteca que les concediste casi metiéndosela por los ojos, no te agobies que viene el Estado y les obliga a devolverte la casa y a seguir pagándotela hasta el último euro junto a los intereses y los costes judiciales generados al arruinarles la vida.
Que fomentas una burbuja inmobiliaria promoviendo la especulación, la corrupción, la destrucción medioambiental y la ruina económica del país, no te deprimas que siempre se podrá constituir un fondo de varios miles de millones de euros que pagaremos entre todos por si en algún momento se te presentan problemas de liquidez.
Así que yo creo que las cosas a estas alturas ya están meridianamente claras: no es que la banca gane siempre, que también, sino que es que ni siquiera le dejan perder.
Revista El Observador - La larga soga de la ejecución hipotecaria en España
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