“Soy jubilado. No puedo vivir en estas condiciones. Me niego a buscar comida en la basura. Por eso he decidido poner fin a mi vida”, decía el mensaje que llevaba en un bolsillo. El hombre, de 77 años, un farmacéutico retirado al que se le comían las deudas, se pegó un tiro y murió a escasos metros del Parlamento poco antes de las nueve de la mañana de hoy, en plena hora punta en el
kilómetro cero ateniense. Fue un suicidio público que ha desatado una ola de cólera, dolor y reconocimiento: tuvo un final por el que cada vez más ciudadanos optan en una Grecia asfixiada por los recortes. La nota del suicida hacía responsable al Gobierno de “aniquilar cualquier esperanza de supervivencia” con sus medidas de ajuste.
Si bien los suicidios han aumentado en un 40% desde el inicio de la crisis, según datos de junio de 2011 del Ministerio de Sanidad, nadie podía dar crédito a esta muerte en directo –en Grecia el suicidio sigue siendo un tabú-, aunque todos comprendían sus razones. “La gente está pasando hambre”, decía una mujer, también jubilada, en el semáforo contiguo al lugar del suicidio; “conozco familias que no tienen dinero ni siquiera para comprar leche para sus hijos”. Día tras día, los periódicos se hacen eco, brevemente y como de pasada, de decesos de “pequeños empresarios arruinados” que, casualmente –nunca se cita el suicidio como causa, siquiera como pista-, se caen por el balcón o por un barranco, o mueren “en un desdichado accidente” (amplia gama de posibilidades, de la sobredosis al corte de venas). La Iglesia ortodoxa sigue negándose a enterrar en sagrado a los suicidas, de ahí el velo de silencio que aún se cierne sobre estos hechos. Una censura que la muerte en directo de hoy podría quebrar.