Respuesta: M. Night Shyamalan: El post (comienza la guerra)
http://www.jotdown.es/category/cine/ Shyamalan está triste, ¿qué tendrá Shyamalan?
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Miguel López-Neyra Hay gente que ha nacido con estrella, hay gente que ha nacido estrellada y luego está él.
"Mamá, mamá: la Falta de Ideas me está mirando y va a convertir mi prometedora carrera como director en un páramo"
Lo mejor que te puede ocurrir si eres un director de cine se resume en las siguientes premisas: uno, que tengas un nombre imponente como
M. Night Shyamalan, con la abreviatura al principio, arrebato de heterodoxia picassiana al que no se atrevió ni
Farrah Fawcett Majors y eso que a ella se lo permitíamos todo. Dos, que todos crean o quieran creer que tu mejor película es de hecho tu primera película aunque realmente no lo sea y se nieguen a admitir que justo antes habías rodado una comedia con
Rosie O’Donell. Es decir, ¿qué mayor favor pueden hacerte los espectadores —y los críticos— que sencillamente ignorar tu comedia con Rosie O’Donell? Tres, que te comparen con
Alfred Hitchcock y con
Steven Spielberg. Cuatro, que tengas un estilo reconocible de esos que te hacen merecedor de recuadros con texto de color distinto en las enciclopedias de cine. Cinco, que la sola mención de tu apellido haga que las multitudes se agolpen en las taquillas de los cines de medio mundo ansiosos por comprobar de qué has sido capaz esta vez. Y seis, que para colmo seas de origen indio, lo cual te garantizará la atención de un vasto mercado asiático generalmente ensimismado con sus propias y coloristas producciones, esas que a los occidentales tanta gracia nos hacen pero que, lo pretendamos o no, nunca llegamos a entender.
Todos estos eran los poderes del director norteamericano. Viento de popa y henchido el velamen, en los inicios de su carrera todo parecía marchar tan idealmente bien que incluso a
Charlie Sheen le debió de costar entender cómo un individuo podía acumular tanto “win” en su organismo y no reventar en consecuencia. Shyamalan era amado por el público y por la crítica, la cual rara vez ama en vez de solamente conceder. Algunos, como quien escribe estas líneas, pensábamos y seguimos pensando que Shyamalan tiene mucho talento. Del de verdad, del que se puede aplicar con resultados empíricamente comprobables y no del que los fans imaginan como sustitutivo mágico del fracaso de sus ídolos. Defender esta idea, el que Shyamalan es un director de grandes cualidades, no ha sido fácil, y cada vez lo es menos. Es Shyamalan quien no nos lo pone fácil y nos obliga, a nuestro pesar, a recurrir a la triste metadona de “lo que pudo haber sido y no fue”.
Los amores que no son el de tu vida son siempre mejores al principio
Actitud indolente, mirada perdida en el infinito... la Pose del Pensador.
El sexto sentido puso a M. Night Shyamalan en el mapa y de qué manera. Le encantó al público, le encantó a la crítica, me encantó a mí y seguro que le encantó todavía más al propio Shyamalan cuando le llegaban los cheques con la recaudación y las ristras longaniceras de hiperbólicos elogios.
El sexto sentido era ciertamente una película efectista, pero de un efectismo tan intrincadamente artesanal como el de las celosías de vidrio de una catedral. Esto es, arte. Sus influencias eran obvias: quien haya visto
Al final de la escalera, aquel fascinante cuento de fantasmas protagonizado por
George C. Scott (la inicial en medio; qué previsible), habrá establecido fácilmente los muchos paralelismos. Pero
El sexto sentido, aun siendo un derivado deudor de cosas que ya se habían hecho —incluso con secuencias abiertamente copiadas de esa otra película— triunfaba allí donde
Al final de la escalera había sufrido un traspiés: en la resolución del argumento. La tensión no iba de más a menos, sino de menos a más y de manera imparable, hasta hacernos retener el aliento en nuestra butaca mientras una mujer lo exhalaba en la pantalla. Shyamalan creó un cuento que no era original pero sí era sorprendente. Incluso conseguía mitigar la dominguerizante presencia de
Bruce Willis —buen icono, mal actor— y conferirle a todo el asunto un convincente tono melodramático que logró que no nos extrañase que Willis no blandiera una metralleta, algo que suele suceder cada vez que “tipee-kay-yay motherfucker” salta la cerca y se adentra en terrenos que no son la pura acción.
Así que el falso debut de Shyamalan (aunque el debut que cuenta no es el verdadero sino el que nosotros queramos que sea su debut…¡naturalmente!) fue una gran y hasta podría decirse que impresionante película. ¿Obra maestra? No sé decirles: en todo caso parecía la obra de un joven maestro. Lo que más sorprendió a los cinéfilos del mundo (esto de “cinéfilos del mundo” ha sonado a ONG pero prometo que ha sido sin querer y que no pienso pedir donativos) era la facilidad con que Shyamalan nos había conducido —a nosotros, el rebaño de espectadores— a través de ese prado de engaños llamado cine para hacernos creer que estábamos viendo una cosa y al final descubrirnos que al final era otra. Magia, prestidigitación, mentira, manipulación, falsedad… todas las malévolas cualidades imprescindibles en un artista de la narración.
El sexto sentido era una película que te gustaba, hasta que en el giro final del argumento dejaba de sólo gustarte y sencillamente te hacía salir del cine con la boca abierta. Siempre habrá un listo de turno que diga: “yo ese final lo veía venir”. Pues amigo, lo siento por ti: te perdiste “eso” que se sentía en uno de los momentos más sobrecogedores de las últimas dos décadas de cinematografía mundial. Para bien o para mal (ahora sabemos que para más mal que bien), el director hizo de La Sorpresa Final el señuelo identitario de su obra posterior.
Considerado universalmente un prodigio, capaz de escribir y dirigir su propio material con la soltura de un joven
Orson Welles y convertido en ojito derecho de la crítica mientras
Quentin Tarantino —que transitoriamente había dejado de ser la princesita mimada del baile— se devoraba las uñas en algún rincón, Shyamalan volvió a agradar con su siguiente película,
El protegido, en la que jugaba irónicamente con la figura del superhéroe —aquí sí encajaba como un guante Bruce Willis— y en la que volvía a fascinarnos con una historia bien hilada , culminada de nuevo con un giro final no tan impactante como el de
El sexto sentido, pero que cumplía correctamente su función de darle telón a la historia: las películas hay que terminarlas de alguna manera. Como “película después de” no estaba nada mal. El chico tiene talento, a la gente le gusta lo que hace… y no ha tropezado después del éxito. Nos frotamos las manos: Shyamalan ha forzosamente de tener varias grandes obras en camino.
Demasiado grande, demasiado pronto
—"Yo creo que es un marciano, ¿lo ves? Te dije que este film iba de marcianos". —"No, papá, soy yo, que me había escondido para que no me vuelvas a leer la Biblia" —"¿Ves? Lo que yo decía. Marciano."
Una de las teorías sobre el futuro que le espera al cosmos dice que cuando la materia esté tan extendida que dejen de existir cúmulos de masa vibrante —esto es, fuentes de luz y calor—todo quedará oscuro, frío y en silencio. El universo seguirá existiendo como un todo casi vacío pero no habrá nadie a quien le preocupe ni nada medianamente perceptible por lo que preocuparse. Llamémoslo Hipótesis Shyamalan. Hubo un tiempo, más allá de la memoria, en que un director tenía que rodar varias grandes películas a lo largo de décadas antes de que el mundo se dignase considerarlo un artista, y quien tenía la osadía de convertirte en artista a las primeras de cambio —como el ya mencionado Orson Welles— era condenado al ostracismo por haberse atrevido a desafiar el escalafón establecido de talentos. Como en un ejército bien organizado, era irrespetuoso para con quienes ya habían ascendido y aberrante para con el equilibrio de la cadena de mando el que un cabo se convirtiese en general de la noche a la mañana, no importa cuáles fuesen sus logros o lo ilimitado de su potencial. Los Big Bangs no tenían apenas cabida en el mundo del cine.
Pero desde hace tiempo, supongo que por la desesperante carencia de grandes artistas que ha marcado el final del fértil siglo XX y los inicios del hasta ahora decepcionante XXI, a cualquier director que destaca se le grapa el marchamo de genio en la frente y se le suelta a pastar por los montes de celuloide para ver si nos trae una liebre entre los dientes en forma de obra maestra. Pero el proceso, que tan cómoda hace la caza porque el spaniel bretón corretea en pos de la presa mientras nos preparamos unas suculentas gachas de harina de almortas con chorizo, funciona con los galgos y podencos pero no con los directores de cine. No funcionó con Tarantino, aunque muchos críticos y diletantes con antiparras de montura de concha se aferran a él y su supuesta grandeza como el creyente se aferra a la grandeza imaginaria de un dios invisible, por puro
horror vacui. No podemos soportar la idea de que no valga lo que decíamos que vale, así que finjamos todos que vale.
Tampoco funcionó con M. Night Shyamalan. El día en que Shyamalan empezó a creer que verdaderamente era un artista fue el día en que dejó de serlo para convertirse en un mero obrero dedicado a la monótona ingeniería de intentar replicarse a sí mismo una y otra vez. Cometió el grueso error de tantos narradores: creyó que no bastaba con contar bien una historia, sino que además tenía importantes mensajes que transmitir al mundo. De repente, él, M. Night Shyamalan, tiene algo que decirnos. Nos quiere transmitir Sus Ideas. Como si nos importara. Lo que los espectadores queremos que nos den, en primer lugar, es cine: que el director se empeñe en aleccionarnos moralmente sacrificando para ello lo que podría haber sido una buena película es tan ridículo como si
Michael Jordan se hubiese puesto a filosofar ante la grada después de encestar tres triples consecutivos mientras el equipo rival se hincha a anotar puntos a sus espaldas.
Señales fue el primer indicio de que Shyamalan estaba siendo devorado por su ego, aunque entonces fuimos muchos quienes confiamos —equivocadamente— en que se tratase de una ínfula transitoria, algo parecido al inevitable eructo tras el empacho del éxito. Nos decíamos que Shyamalan había tenido su
Señales como Spielberg tuvo su
1941. La película prometía mucho: un film de platillos volantes en la senda de
Encuentros en la tercera fase combinado con secuencias de ese suspense hitchcockiano que a Syhamalan se le suele dar tan bien. En sus películas anteriores había demostrado imaginación, técnica y
savoir faire más que suficientes como para justificar el optimismo. De hecho, en
Señales hay algunas secuencias memorables y aún debo de ser una de las pocas personas que se entretienen —a ratos— viéndola, pero esa no es la cuestión. Lo que debió haber sido un buen film de ovnis se transformó en una pomposa parábola religiosa, en la que Shyamalan intentaba desesperadamente mezclar los resortes de su éxito con una nueva e inesperada vocación de Revelador de Verdades Metafísicas. Y no era el mensaje lo que resultaba molesto, sino cómo al meter ese mensaje con calzador en el guión, el director se cepillaba la coherencia interna y, sobre todo, el ritmo de lo que bien pudo haber sido un título de ciencia ficción más que apreciable. La sorpresa final del argumento, a la que Shyamalan seguía recurriendo como “marca de la casa”, estaba tan endeblemente construida que no mereció la pena arruinar una potencialmente buena película para justificar una metáfora filosófica más bien tonta. Tanto “flashback” y tanto diálogo de catequesis para absolutamente nada… como si hubiese tenido algo de malo hacer una buena película de género. La gente aún se siente fascinada con
Encuentros en la tercera fase y con
Tiburón. Taquilla, fantasía y género no son antónimos de arte:
Kurosawa amaba
Tiburón. Pero
Señales, al final, no era ni una película de género, ni un drama, ni una historia rápida, ni una historia lenta, ni era acción, ni era pensamiento. Era un gazpacho irreconocible de intenciones contrapuestas: el Shyamalan filósofo se estaba peleando con el Shyamalan taquillero y nadie salía ganando.
Pero bueno, por aquella vez se lo perdonamos. La película tenía sus momentos impactantes y también sus momentos ridículos, pero nadie puede acertar siempre. Tampoco ayudaban
Mel Gibson con su mejor cara de “he vuelto a pasarme con la cocaína” —no insinúo que Gibson sea drogadicto, que no lo sé, pero esa es siempre la cara que pone cuando intenta
actuar— ni un
Joaquin Phoenix demasiado ocupado en emocionarse a sí mismo como para acordarse de que había espectadores mirando.
Señales, aun sin ser tan espantosamente horrible como algunos se empeñaron y aún se empeñan en dictaminar, hizo flaquear la fe de los perplejos seguidores de Shyamalan y le valió a su director las primeras dubitativas objeciones de la crítica. Pero pasemos página. Seguro que Shyamalan ha aprendido la lección y lo hará mejor la próxima vez.
…y después del Big Bang, el universo comenzó a expandirse hasta desaparecer
Joaquin Phoenix en "El bosque", poniendo la misma cara que pone en TODOS los planos de TODAS sus películas: "me emociona tanto pensar en lo bien que estoy actuando, que tan abrumador sentimiento no me deja actuar". ¿Paradoja? No, poesía.
Si has escuchado discos como
Trhiller y
Bad, sabes que
Michael Jackson tenía talento. Mucho talento. Pero también tuvo mucho éxito y una vez conseguido no quiso renunciar a ese éxito ni una sola vez. Después de esos dos discos era perfectamente capaz de haber grabado cosas muy distintas, lo cual probablemente le hubiese satisfecho más como artista y hubiese producido mejor música, pero no pudo renunciar a los puestos altos de las listas, a los millones de dólares destinados a comprar vasijas chinas con la voracidad de un
Randolph Hearst y comenzó a fotocopiarse a sí mismo repitiendo una fórmula que, sí, siguió siendo exitosa, pero que estaba artísticamente agotada y terminó siendo musicalmente irrelevante.
Tras el ligero tropezón artístico de
Señales, M. Night Shyamalan empezó a debatirse entre dos necesidades contrapuestas: la de seguir aferrado a la fórmula que le había dado el éxito y aquella nueva necesidad de iluminar al mundo con su sabiduría, aunque nadie en el mundo se lo hubiese pedido (más bien al contrario). Seguramente lo mejor hubiese sido renunciar a ambas cosas y filmar algo completamente inesperado para huir del encasillamiento, como hacía en su día
Clint Eastwood o como hacen ahora los hermanos
Coen. Es posible que estrenando una película totalmente distinta a sus pasados éxitos (¿otra comedia con Rosie O’Donnell? Como díria Bart Simpson: “¡sigue pensando, Homer!”) se hubiese pegado un batacazo de taquilla, pero Eastwood por ejemplo sobrevivió a más de un pinchazo comercial y sólo así logró que le tomaran en serio. Pero claro, Eastwood provenía de aquellos tiempos de los que hablábamos unos párrafos más arriba, en los que casi necesitabas tu nombre en una lápida para que los críticos te diesen un aplauso unánime. Shyamalan a sus pocos años ya estaba jugándose un enorme prestigio y eso que sólo había estrenado un pequeño puñadito de filmes. Tenía toda una maquinaria propagandística y comercial detrás, el público estaba algo nervioso y no parecía tener ganas de tolerar otra
Señales. Menuda papeleta.
Pero si no quieres caldo, dos tazas. Si
Señales nos cabreó porque la anunciaban como película de ciencia ficción y terminaba siendo una versión audiovisual de la hoja parroquial con secuencias de género de por medio a modo de tropezón entre tanta revelación a lo
Pablo de Tarso,
El bosque nos cabreó porque la anunciaron como película de terror, con monstruos correteando entre los árboles —¡decididamente atrayente!— y terminó siendo una metáfora sociopolítica desconcertante que nos hacía preguntarnos si nos habíamos sentado en la sala de butacas equivocada y habíamos ido a caer en un festival del melodrama costumbrista de los Balcanes. Shyamalan seguía convencido de que bastaba con meter varias escenas de suspense y, una vez más, una sorpresa final, para que creyésemos estar viendo
El sexto sentido de nuevo… y de paso para que nos tragásemos su píldora filosófica de turno. Y, hombre, el público es tonto pero ni todo él ni en tal manera.
El bosque era dar gato por liebre, como
Señales, sólo que peor. El director estaba intentando jugar el gambito imposible de mantenerse encasillado y desencasillarse a la vez. Trataba de seguir siendo el hábil narrador de cuentos tenebrosos en torno a la hoguera y al mismo tiempo el filósofo que compone la civilización frente al Adriático. Y no, no se puede ser
Edgar Allan Poe y
Aristóteles a un tiempo. Los carraspeos incómodos del público ante
Señales se convirtieron en un decibélico bramar ante
El bosque. A Shyamalan se le estaba terminando el crédito artístico y a nosotros la paciencia para con sus humos de gran profeta y su solemnidad de mercadillo.
Aquella reacción negativa de crítica y masa anónima, probablemente, le hizo perder el norte. El público es como una novia inestable que un día te ama con arrebato y al día siguiente no te dirige la palabra, y no hay nada peor que una novia inestable porque es algo ante lo que nadie sabe muy bien cómo reaccionar. ¿Será aquello que dije? ¿Será que la llamo poco? ¿Será que la llamo mucho? En esas situaciones lo mejor es siempre recapacitar y pensar qué es lo que uno de verdad quiere —porque la otra parte no se va a volver estable de repente— pero eso es algo que Shyamalan no alcanzó a comprender. Siguió empeñado en combinar su vocación de quiero-que-el-mundo-me-conozca con los tics típicos ya muy vistos y cada vez menos efectivos de su cine anterior. ¿La prueba? Su siguiente film.
La joven del agua era la adaptación de los cuentos que el propio Shyamalan contaba a sus hijas para hacerlas dormir: ¿el resultado? Previsible: también nos hizo dormir a nosotros. Entiéndelo Shyamalan, no es nada personal: es que no nos importa lo que opinas, lo que sientes o qué cuentos les cuentas a tus hijas. Eres un buen director, pero eso no significa que queramos que nos vuelques tu diario sobre la cabeza. No nos interesa tu vida, sino la vida de los personajes de tus películas. No somos las fans quinceañeras de
John Mayer ni creemos que la caída de ojos sea sinónimo de genialidad. Queremos una buena película. Y tú solito no estás siendo capaz de hacerla. Sabes filmar, pero como escritor se te han agotado las ideas. No pasa nada por contratar a un co-guionista (y no hablo de alguien que te corrija la ortografía) sino de un verdadero creador a quien hagas caso, alguien que sea capaz de decirte “no” y proponerte alternativas, aunque sea un colaborador casi anónimo y nadie diga de él que es un genio. No pensaremos que tienes menos talento por ello. Buscar ayuda no hace de ti un discapacitado. Búscate un socio creativo.
Billy Wilder lo tenía y lo que era bueno para él debería ser bueno para ti, ¿o es que crees que eres más inteligente que Wilder? Créeme, la solución es fácil.
Pero no.
La joven del agua demostró que Shyamalan ya sólo escribía para él mismo, o para la imagen que él tiene de sí mismo, o para la imagen que él cree que el público tiene de él. Lo cual no sería un problema siempre y cuando lo que se le ocurra sea mejor que lo que piensan sus espectadores mientras ven sus películas. Cosa que no ha ocurrido en sus últimos films.
Si no entendí mal el argumento de "El incidente", todo el mundo se mataba por pura desesperación en cuanto aparecía por allí Zooey Deschanel y les iba dando calabazas. Uno de los guiones más realistas jamás escritos, sin duda, porque ¿quién no moriría por una criatura semejante? Y, ehhhm... ¿de qué estábamos hablando?
Tarjetas de crédito sin crédito
Si cada vez resultaba más evidente que M. Night Shyamalan necesitaba un doctor Watson que atemperase su vontrieresca tendencia a quedar fascinado con su propio intelecto, un compañero de fatigas creativas con quien discutir de tú a tú acerca de cuándo una idea es buena y cuándo es, además de buena, aplicable al formato de cinta de celuloide,
El incidente no hizo más que recordarnos esa necesidad. Porque el argumento del film, o su premisa principal, no era una mala idea. No para un relato de
Poe o
Lovecraft, ni mucho menos para una novela de
Ray Bradbury o
Philip K. Dick. Unos personajes que huyen de una amenaza invisible: el viento, que porta la semilla de la muerte. Como idea, es admirable. Pero, ¿daba esa idea como para construir toda una película a partir de ella? Una cosa es apuntar una ocurrencia en una servilleta y otra muy distinta es mover todo un equipo de producción para convertir la idea de la servilleta en uno de los estrenos de la temporada, sólo porque Shyamalan pensó que sería capaz de hacer del aire un digno McGuffin. Y no. Que
Tarkovski lo lograse en
Stalker es incluso relativo, porque el espectador medio la encontrará incluso más soporífera que
El incidente. Además, Shyamalan es visualmente brillante pero no tanto como el director ruso. Lo que estoy queriendo decir es que resulta casi imposible hacer una gran película edificándola literalmente sobre el aire.
En "La joven del agua", a un tipo tímido e insulso le tocaba la lotería y se le plantaba una bellísima pelirroja en el regazo sin motivo aparente. Es decir, como en las películas porno... pero sin las escenas buenas de después.
Para cuando
El incidente fue pasto de los comentarios despectivos de público y crítica, meterse con Shyamalan ya era un lugar común. Fuimos pocos quienes no nos dormimos durante el film y sólo porque en él trabajaba una de las criaturas más bellas que han aparecido en las pantallas de cine:
Zooey Deschanel. El director ha atravesado lo que yo llamo la “línea
Britney Spears”: esa frontera indefinible que separa al personaje que causa cierto respeto, o al menos cierta piedad, del personaje que se convierte sencillamente en objeto de censura cruel al a mínima que asoma el piececito por la puerta. Ni Britney Spears estuvo nunca gorda —en todo caso ganó unos kilos hasta alcanzar un frutal estado de macicez— ni M. Night Shyamalan es tan mal director. Pero al igual que Britney terminó tirando la toalla para raparse la cabeza y hacer toda clase de disparates, como queriendo dar la razón a quienes la tachaban de loquita, pero se preocupó de cómo seguir vendiendo discos, Shyamalan parece rendido ante la idea de que no le consideramos el Artista Pensador que él cree que es, y se ha lanzado —a veces más vale nunca que tarde— a exprimir las taquillas con
The last airbender, adaptación de la serie animada
Avatar (nada que ver con aquel bodrio de pitufos en 3D que filmó
James Cameron). Se me ocurren unas cuantas cosas que Shyamalan podría haber adaptado en vez de la susodicha serie, pero así son las cosas. Ha decidido que si no lo queremos por lo que es, él nos va a querer a nosotros sólo por nuestro dinero. Sea. La crítica ha vapuleado sin misericordia esta nueva película como hacía tiempo no se veía vapulear a alguien (si no contamos los debates electorales de
John McCain) pero el público palomitero ha respondido a la llamada de la marca
Avatar y ha convertido el film en un éxito. Yo aún no la he visto, pero ¿saben ustedes qué? Me creo lo que dice la crítica. Porque creo que hay gente ahí fuera deseando todavía que M. Night Shyamalan ruede un nuevo peliculón, algo que a sus antiguos admiradores nos haga “salir del armario” —bueno, yo ya he salido en este artículo— y decir en voz bien alta: “¡sabía que algún día Chamalayan lo iba a volver a hacer!”. Y si no lo han dicho es porque no ha ocurrido. Quizá me equivoque confiando en el criterio de un montón de individuos desconocidos con gafas y flequillo, creyéndome lo que dicen sobre el último trabajo de Shyamalan, quizá
The last airbender sea, pese a lo que dice la crítica, una pequeña joya incomprendida, pero…
Siendo muy benévolos, podríamos confiar en que esto de ponerse a adaptar “cartoons” haya sido como aquellas películas estúpidas que Clint Eastwood filmaba para ganar dinero con el que financiar sus “otros” films más personales, pero también podría significar que perdamos definitivamente el potencial de Shyamalan en un agujero negro cameroniano: ganar mucha pasta da más gustito que producir una obra de arte. No todo director con potencial se convierte en
Akira Kurosawa. Para colmo, esto de
The last airbender, aparte de sonar a accesorio para neumáticos, está anunciado como una trilogía, así que tendremos a nuestro amigo ocupado viendo dibujos durante una buena temporada.
¿Qué hacemos ahora? ¿Confiamos en él y vamos a ver su último film aunque toda la crítica haya coincidido en que la película es sólo apta para oligofrénicos y además haya ganado el premio Razzle como peor película del año? Ya sabemos cómo es la crítica a veces, pero también sabemos cómo viene siendo Shyamalan casi siempre. Yo, por mi parte, prometo que si me animo a verla publicaré una crítica sincera y sentida aquí mismo, en
Jot Down. Pues este artículo no es una crítica de un film, sino una reflexión sobre la trayectoria de su director y la progeria creativa que le aflige desde hace lustros. Además, tras
Star Wars I: the phantom menace aprendí que la nostalgia de lo que un director hizo en tiempos o la fe ciega y sin pruebas en las posibilidades de un nuevo film no te devuelven los euros que has invertido en la entrada, euros que podrías haber incorporado a tu organismo en forma de proteínas mediante la adquisición de un buen bocata de ternera. “Un minuto en la boca y toda la vida en la cadera” me parece un trato más justo que “un minuto en la taquilla y toda la vida en la cuenta bancaria de M. Night Shyamalan”.
¿Cuál es pues el objetivo de este artículo? Este artículo es un lamento. Un lloro. O para quienes estén por encima del bien y del mal, que siempre los hay entre los lectores, una pataleta del redactor. Pese al título, quien está triste no es Shyamalan. Quien está triste es el menda. Quienes estamos tristes somos quienes un día vimos en el futuro del cine en él y no en la frikada enlatada de Tarantino (otro que funcionó durante solamente un par de películas, aunque sus seguidores son bastante menos exigentes y aplauden con entusiasmo cada una de sus nuevas ocurrencias). Este artículo es el réquiem por el director que pudo haber sido y no fue. El aullido nocturno por las películas que, con la vista fija en el techo y entre fríos sudores, imagino que él rodó aunque nunca llegó a rodar. Las ruedo yo en mi mente. En ocasiones veo películas. ¿Y saben ustedes lo peor? A veces me da la impresión de que las películas que ruedo en mi mente son mejores que algunas de las últimas que él ha rodado en los platós. Y eso me da miedo. Mucho miedo. Creo que en cualquier momento voy a notar que la gente exhala un hálito en forma de vaho cuando yo ando cerca. Que caeré en la cuenta de que me acerco a ventanillas que están cerradas, hablo con taquilleras que no están allí, compro entradas imaginarias con dinero inexistente y me siento entre tétricas hileras de butacas vacías contemplando una pantalla a oscuras y convencido de que aquello es la “última de Shyamalan”. Quizá es que estoy muerto y nadie me lo ha dicho. Si ese es el caso, enhorabuena: ustedes, allá en el mundo de los vivos, deben de estar disfrutando de las nuevas obras maestras de Shyamalan, mientras yo crío gladiolos en algún rincón del cementerio.
Lo cual me lleva a pensar (atención: aquí viene el Final con Sorpresa, como no podía ser menos en un artículo dedicado a M. Night Shyamalan)… y si no soy yo quien ha muerto y sí estoy vivo, y sí estoy viendo las cosas tal y como son, entonces… ¿están los fans de Tarantino vivos realmente?
Cha-cháan.
THE END
Va, pero lo hago sólo porque sois vosotros: otra fascinante secuencia de Joaquin Phoenix en "El bosque". Creo que aquí es cuando Caperucita pinta los árboles para que Pulgarcito sepa cómo volver tras haber ido a buscar medicinas para la abuelita. O algo así, pero con mucho trasfondo social y político, y con Adrien Brody haciendo de Arévalo.