Koyaanisqatsi, de Godfrey Reggio
Documental experimental, rodado a lo largo de casi una década y estrenado en 1983 con gran aclamación. Sin diálogo, sin voz en off, solamente con un texto final que ofrece la traducción de la letra del coro que compone la banda sonora (en lengua hopi), el espectador queda frente a un enorme despliegue visual, que muestra el choque del hombre, la moderna sociedad hipertecnificada, frente a la naturaleza, imperturbable desde hace milenios. Espectacular sucesión de imágenes, inquietantes, apocalípticas por momentos, que recuerdan al “cine-ojo” de Vertov por esa voluntad de recoger una realidad coherente, un ritmo, un sentido, a partir del caos, en forma de colores, formas, estructuras... La imagen de unas pinturas rupestres, seguida de la explosión que hace despegar un cohete. Formaciones rocosas, nubes, olas... y de repente, la irrupción del ser humano, la industria, el capital, el ocio, la tecnología, una nueva naturaleza artificial y cada vez más sofisticada. El final; el desmembramiento del cohete, algo que no augura nada bueno.
Más allá del potente, hipnótico envoltorio, la moraleja que hay detrás de todo ésto es marcadamente pesimista, sin dejar de lado una descripción “objetiva” de la realidad. Es decir, hay pretensiones de crítica hacia la voracidad de un progreso desbocado, lo contrario de una naturaleza idílica, sin contaminar... pero las causas del problema, así como las posibles soluciones, no tienen cabida. El hombre aparece como una pura masa hormigueante, puntualmente en forma de retrato impersonal, de expresión inescrutable que tal vez revela más de lo que parece; autómatas, sin destino concreto, la ilusión de la voluntad. Muy destacable el manejo de la cámara rápida para ilustrar el modo de vida frenético, descontrolado, al que hace referencia el título de la película. La banda sonora es punto y a parte, elevada a la misma categoría que lo visual en cuanto a importancia; tan etérea como lúgubre partitura de un Philip Glass absolutamente reconocible en su estilo minimalista, con protagonismo de metales, órgano y voz humana. Casi coautor, podría decirse.
El tal Reggio, un cineasta contracorriente que confía todo su discurso a lo puramente cinematográfico. Los temas que recorre marcarían una época, pero poco descubren al espectador de hoy en día, cuando no hay quien se trague aquello del “fin de la historia” que pregonaba la posmodernidad noventera, el fin de los conflictos humanos y la preocupación por el medio ambiente, la superpoblación, etcétera. En cualquier caso, una obra singular, absolutamente sugestiva, que bien merecería un visionado en pantalla grande para apreciarla en todo su esplendor.