Me tocaba revisar Dublineses de Huston:
Dublineses: donde todo río desemboca
En 1987, un anciano John Huston filmaba su última película. Anclado a una silla y a un respirador, el que fuera uno de los más laureados directores de Hollywood clásico, miraba a la muerte firmando una de las más bellas e inefables películas de la historia.
La cinta está filmada y montada de manera sencilla, sin grandilocuencias, y la historia es simple: a comienzos del siglo XIX un grupo de amigos y familiares se reúnen para cenar en un nevado Dublín.
Mostrar poco, contarlo todo.
Es una película triste. Nostálgica y melancólica a la vez. Es una película con un poder enorme; el poder de parar el tiempo.
Cada vez que la contemplo es como una parada en seco. Un oasis secular que me recuerda que pronto, toda persona que ahora está en el mundo desaparecerá. Es un instante, a su vez infinito, en el que puedo sentir el peso de, como dicen en la película,
todas las personas que han vivido desde que el mundo existe.
John Huston utiliza una secuencia maravillosa para palpar la ausencia de los muertos: mientras los comensales van disfrutando del banquete, la cámara se aleja del salón, sube las escaleras y entra, una a una, en todas las habitaciones vacías de la casa; en ellas vemos las fotos de personas que no están, objetos decorativos que alguien trajo una vez, ropa, condecoraciones, muebles… objetos inertes que han sobrevivido a sus poseedores. Y todo ello sin dejar de escuchar en off la agitada conversación de los invitados, cada vez más alejada, que va tornándose en el ensoredecedor silencio de la muerte.
Y así, con una escena simple y que argumentalmente es instrascendente, sabemos que los protagonistas también van a desaparecer y sus objetos y recuerdos se sumarán a esa gran Nada de las habitaciones.
Todos los comensales morirán pronto. Y tú. Y yo. Aprovechemos ahora que podemos.
La epifanía
La película continúa tras la cena con un conmovedor momento a cargo del personaje de Anjelica Huston, cuando recuerda a un novio de su juventud que murió con diecisiete años. Aquí la película empieza a poner en palabras la melancolía que durante la hora previa ha sido mostrada sutilmente, con genialidades de realizador.
Es un momento triste, que abruma la mente y encoje el corazón. Pero es trampa. Tanto Joyce, el escritor del relato, como los responsables de la película, apuestan por regodearse en la tristeza por los muertos que son (y seremos) y olvidan a los vivos.
Nieva sobre Irlanda. Pero después viene la primavera, aunque la película no lo quiere contar.
En su apuesta por conmovernos (que consigue con creces) se limitan a la pesadumbre del tiempo que todo lo mata. Y esa no es forma de enfocar la vida. El tiempo nos mata a todos, pero engendra a otros. El eterno ciclo de la vida sostiene la antorcha que pasa de mano en mano.
Creo que es una película imprescindible para ver cada cierto tiempo, haciendo una pausa serena y contemplativa, dejándonos incluso arrastras por la tristeza durante un rato; pero después hay que ponerle límite a esa sensación. Creo que una joya como
El rey león sería un buen tónico para reponernos tras la experiencia. O ir a bailar. Y así, sin olvidar a todas las personas que han pasado por el mundo, disfrutemos del tiempo que se nos ha dado, antes de pasar el testigo a quienes vendrán.
John Huston durante el rodaje, en sus últimos días. Charlando con su hijo, el guionista de la película, Tony Huston.
En fin, solo recordarte, amigo cinefilo, que es una de las películas imprescindibles; ideal para ver en distintos períodos de la vida.