Viva el amor, de Tsai Ming-Liang
Segundo largometraje del afamado realizador taiwanés, cuyo título supongo que es irónico. Un vendedor de urnas funerarias, una agente inmobiliaria y un buscavidas, es decir, tres individuos sin nada que ver entre sí, van a coincidir en un piso vacío y a la venta, donde sin saberlo comparten sus existencias. Cual náufragos urbanos, los tres buscan algo que les haga felices, pero no lo consiguen... persiguen fantasmas, cada uno los suyos, y hay algo que les impide el contacto humano que tanto desean. Forman, pues, un triángulo romántico poco convencional, donde el sexo resulta ser un sustituto pobretón del amor verdadero. Los tres son vendedores, los tres son fumadores empedernidos, los tres encuentran en el apartamento un espacio de autonomía personal que falta en sus vidas monótonas (la de ella), frustradas (la de él), o tratan, sencillamente, de sobrevivir (el otro) en un mundo que en realidad no le gusta a nadie, donde la gente se preocupa de estar junta solamente al estirar la pata.
La sombra de Antonioni es alargada (encuadres muy medidos, narración anecdótica...). Vaya final, a modo de catarsis de todo lo que hemos visto, un plano de cinco minutazos con ella sollozando cual Magdalena. Los diálogos son casi inexistentes, no hay mucho que decir, al menos más allá de inconexas conversaciones telefónicas. El amigo Tsai sabe convertir espacios asépticos, impersonales, sin encanto, en elementos estéticos y atmosféricos, extrae una cualidad poética de lo feo, de lo cutre. A través del agua representa la soledad y el distanciamiento. El suyo es un cine muy físico, hecho con nada, no hay música, no hay nada visualmente apabullante... nada más que una confianza absoluta en sus imágenes, en el eco que dejan, en lo que podemos entrever en ellas, obtiene lo máximo de cada movimiento, de cada sonido (esa escena de seducción del principio, genial). Y mucho ojo, que abundan momentos de un humor muy absurdo; por ejemplo, los peculiares usos de un melón.
Una especie de cuento tragicómico, con el sello característico, el peculiar tempo, la capacidad de hermanar lo cotidiano y lo inesperado, lo anodino y lo insólito, de uno de esos cineastas empeñados en arañar el alma humana.