Cyclo, de Tran Anh Hung
Son dos historias, narradas paralelamente, en la populosa ciudad de Saigón; la de un conductor de ciclo-taxi apenas salido de la adolescencia que se ve enredado en una deuda con la mafia local al serle robado el vehículo, el medio de locomoción más habitual del país, y la de uno de los cabecillas de esta, un atormentado proxeneta enamorado de la hermana del chico.
El cine asiático irrumpió en los 90 con propuestas tan radicales como esta, una inmersión en el infierno que es también una búsqueda desesperada de la redención, cual trayectorias que confluyen. Con un pie en lo documental, captura la realidad social mísera en extremo de un país tercermundista, a la vez que se aleja del mero realismo y roza lo abstracto mediante un estilo visual elaborado, con composiciones de plano inusuales, una cámara con autonomía que indaga, se mueve y escruta cada rincón con sus travellings laterales. Caótica, excesiva película que se recrea sin rubor en lo sórdido y truculento, en una violencia considerable, en ocasiones confusa y sin sentido (la inacabable y agónica muerte de un putero, un rostro cubierto de parásitos y mierda de letrina, alguna que otra parafilia que tensa la línea entre lo bonito y lo horrible… precioso todo). Asistimos a un panorama de gentes humildes que se ganan la vida a duras penas, aunque dignamente; también de delincuencia, marginalidad, trabajo infantil por completo normalizado. Muchos ambientes insalubres, de calor pegajoso, humedad y mugre, edificios que se caen a trozos…
Es un film poco o nada complaciente que puede llegar a ser muy cargante, que te zarandea. Que tan pronto te acaricia tiernamente, con una felicidad ingenua que transmite por instantes, momentos musicales mediante… como asquea y escupe a la cara sin piedad. Repleto de elipsis que uno sigue a duras penas, la parquedad del diálogo y del guion lleva a que el espectador se haga la trama en su cabeza según avanza, sin explicaciones, tan sólo a partir de la pura gestualidad. Para muestra de esto último, un maltrecho Tony Leung haciendo de sí mismo. Es decir, espíritu torturado, errante y solitario que se pasa media peli atrapado en una subtrama que no avanza, prácticamente sin frases, fumando con gesto inescrutable y haciendo lo que mejor sabe… sufrir mucho, por fuera y presumimos que por dentro, y es increíble lo lejos que se lleva esta inacción; yo también quiero estar jodido en una discoteca mientras me baila una furcia con Creep de Radiohead de fondo. Pero es que la performance física del otro actor no se queda muy atrás, más extrema incluso, aproximándose en un momento dado a lo que sería una acción de arte contemporáneo.
Cuento moral con inevitable regusto neorrealista, con bicicletas y limpiabotas, aunque sólo en la base, remueve y revela sin necesidad de un discurso político explícito la suciedad atroz en que habitan unos personajes indefensos, que se asfixian vivos en la trágica telaraña del destino. Como repetidos a sí mismos en el tiempo, sujetos a la explotación arbitraria del más fuerte, al dinero omnipresente que circula muy bressonianamente de mano en mano, víctimas de la dejación de funciones del estado… pero también son posibles los milagros, el amor desinteresado y contrario al utilitarismo. El final cobra un aire irreal y de ensueño, se prolonga agónico como parte de un desarrollo nunca del todo convencional. Todo esto con un soundtrack epatante, a cuentagotas y haciendo uso de barrocas metáforas: el pez, el retrasado mental, fallos eléctricos y goteras. Presencia de agua y de fuego, chancletas de pobre y zapatos de rico. Luces, colores ocres, pintura, entremezclados con vaguedades poético-filosóficas orientales. Un helicóptero averiado, unas niñas en un cole o un resort de lujo, vivo contraste el de una nación de pobres, putas y maleantes.