Harkness_666
Son cuatro
Beach rats, de Eliza Hittman
Narra el día a día de un chico de Brooklyn que pasa el tiempo en la calle con los colegas (drogándose, sobre todo) e intentando una relación con una chica a la que conoce en la feria. Pero hay algo que los demás no saben: es asiduo a un chat gay y mantiene encuentros sexuales con hombres mayores. Película que podría transcurrir en un barrio humilde y periférico de cualquier gran urbe, que da voz a gente tirada, al borde de la exclusión (ambiente no muy distinto al del cine de Larry Clark), mientras ofrece una imagen muy poco romántica de la gran manzana. La directora sigue el manual del cine indie, con silencios y gestos que suplen el diálogo, escenas de apariencia documental y con actores no profesionales, música a cuentagotas, una cámara adherida a las figuras humanas que filma… el escenario, un entorno social degradado y sin ningún futuro, con la droga como sucedáneo de la auténtica felicidad y estabilidad, para evadirse de una situación familiar tan difícil como puede ser la enfermedad y la pérdida de un miembro de la familia… aunque sea en compañía de quienes, más que ser amigos, son gente con quienes matar el tiempo.
Escindido entre una vida real y una doble, el enfrentamiento del protagonista es más consigo mismo, con su propia confusión, que con los demás, con un ambiente que desde luego no facilita las cosas ni ofrece salidas. Coney Island, lugar mágico donde los haya, aquí es pura apariencia; devastador final circular que muestra el jolgorio general frente a la soledad interna, de un profundo pesimismo y tristeza (a veces falta una mano amiga cuando más se necesita… así es la puta vida). Incomunicación, sentimiento de culpa, nada de feliz aceptación ni realización… sin embargo, es loable el intento por esquivar los lugares comunes (lo del cáncer siempre es peliagudo pero aquí se trata discretamente y sin excesos, y lo mismo puede decirse del tema del cruising). O por no recrearse en lo sórdido (los instantes de felicidad son lo que destaca, junto con pequeños detalles, como la hermanita y su piercing, idéntico recorrido de aprendizaje vital el suyo). Meritoria interpretación de Harris Dickinson, muy de mera presencia, de mirada muy expresiva y mucho lucimiento físico (que esa es otra, pues la peli es todo un festival de cuerpazos masculinos).
Narra el día a día de un chico de Brooklyn que pasa el tiempo en la calle con los colegas (drogándose, sobre todo) e intentando una relación con una chica a la que conoce en la feria. Pero hay algo que los demás no saben: es asiduo a un chat gay y mantiene encuentros sexuales con hombres mayores. Película que podría transcurrir en un barrio humilde y periférico de cualquier gran urbe, que da voz a gente tirada, al borde de la exclusión (ambiente no muy distinto al del cine de Larry Clark), mientras ofrece una imagen muy poco romántica de la gran manzana. La directora sigue el manual del cine indie, con silencios y gestos que suplen el diálogo, escenas de apariencia documental y con actores no profesionales, música a cuentagotas, una cámara adherida a las figuras humanas que filma… el escenario, un entorno social degradado y sin ningún futuro, con la droga como sucedáneo de la auténtica felicidad y estabilidad, para evadirse de una situación familiar tan difícil como puede ser la enfermedad y la pérdida de un miembro de la familia… aunque sea en compañía de quienes, más que ser amigos, son gente con quienes matar el tiempo.
Escindido entre una vida real y una doble, el enfrentamiento del protagonista es más consigo mismo, con su propia confusión, que con los demás, con un ambiente que desde luego no facilita las cosas ni ofrece salidas. Coney Island, lugar mágico donde los haya, aquí es pura apariencia; devastador final circular que muestra el jolgorio general frente a la soledad interna, de un profundo pesimismo y tristeza (a veces falta una mano amiga cuando más se necesita… así es la puta vida). Incomunicación, sentimiento de culpa, nada de feliz aceptación ni realización… sin embargo, es loable el intento por esquivar los lugares comunes (lo del cáncer siempre es peliagudo pero aquí se trata discretamente y sin excesos, y lo mismo puede decirse del tema del cruising). O por no recrearse en lo sórdido (los instantes de felicidad son lo que destaca, junto con pequeños detalles, como la hermanita y su piercing, idéntico recorrido de aprendizaje vital el suyo). Meritoria interpretación de Harris Dickinson, muy de mera presencia, de mirada muy expresiva y mucho lucimiento físico (que esa es otra, pues la peli es todo un festival de cuerpazos masculinos).