Lo mejor que he visto en cines en mucho tiempo, y sin la impresión de sentirme idiota, o de haberme perdido algo, que sí he tenido con el cine de Anderson. El guión es un brillante estudio de personajes disfuncionales (pero en el fondo, como cualquier hijo de vecino), en torno a la naturaleza malsana del amor romántico... eso sí, sigue siendo, paradójicamente, una historia de puro romanticismo y con final feliz (o me lo ha parecido a mí). Day-Lewis personifica la grandeza de un hombre que no es más que un niño, atormentado por el fantasma materno, tan vulnerable y paranoico que se ha enclaustrado en una burbuja de exquisita irrealidad, de rutina y control. Ella, musa y enigma, aparece de la nada y de la nada es rescatada por él (por no tener, no tiene ni pasado). Y la hermana vendría a ser el rostro autoritario, pero necesario, de la madre perdida; grandiosa, implacable presencia la suya, y libre de previsibles estereotipos de mala malísima.
La realización, de un grado extremo de meticulosidad, tiene tanta clase como ironía envenenada al retratar el mundo de la alta sociedad y de la alta costura; Woodcock, además de ser un gran artista, aporta confianza a las mujeres, algo que precisamente a él le falta... y es que en el fondo, todo es una farsa que muestra la decadencia de los vivos y la permanencia de una muerta que no ha muerto del todo y sigue presente. Cine de época, comedia negra, y finalmente, una vuelta de tuerca un tanto postmoderna, un final que es puro Hitchcock, puro suspense clásico, con un remate que seguro haría las delicias (jarl) de un Cronenberg maduro (la enfermedad, la pulsión, como redefinición de la ética del amor). Y por lo demás, no le hace falta a PTA sacarse la chorra con travellings imposibles, pues cómo respira todo. Incluso la banda sonora del Greenwood, aspecto que me chirría otras veces en el cine de este hombre, me encaja absolutamente.