La sensación de poder
Jehan Shuman estaba acostumbrado a tratar con las autoridades de la Tierra, inmersa en continuas guerras. Era solamente un civil, pero creaba programas que en la dirección de computadoras de guerra los consideraban del tipo más perfeccionado. En consecuencia, los generales le escuchaban. Y los presidentes de comités del Congreso también. En el salón especial del nuevo Pentágono estaban reunidos miembros de todos estos estamentos. El general Weider estaba quemado por el espacio y tenía una boquita fruncida como un cero. El congresista Brandt tenía las mejillas lisas y los ojos claros. Fumaba tabaco denebiano con la expresión de quien sabe que su patriotismo es tan notorio que se le permiten tales libertades. Shuman, alto, distinguido, programador de primera clase, les miraba sin miedo. Les anunció:
— Caballeros, éste es Myron Aub.
— El que posee el curioso don que usted descubrió por pura casualidad -comentó el congresista Brandt, plácidamente- e inspeccionó con amable curiosidad al hombrecito de cabeza calva como un huevo. El hombrecito, en respuesta, se retorció los dedos con muestras de impaciencia. Jamás se había encontrado ante gente de tanta categoría. Él era solamente un técnico de poca monta, no era joven ni viejo, había fracasado en todas las pruebas establecidas para descubrir a los mejor dotados de la Humanidad y se había colocado en una rutina de trabajo no especializado. Sólo que el gran programador había descubierto ese pasatiempo suyo y ahora estaba dándole una tremenda importancia.
— Encuentro extremadamente infantil esta atmósfera de misterio -observó el general Weider.
— No lo creerá así dentro de un momento -dijo Shuman-. Es algo de lo que no debemos dejar que se entere cualquiera, Aub -había un deje imperioso en su modo de pronunciar aquel nombre monosilábico, pero había que tener en cuenta que él era el gran programador dirigiéndose a un simple técnico-. ¡Aub!, ¿cuánto da nueve por siete? Aub dudó un instante. Sus pálidos ojos brillaron con débil ansiedad y contestó:
— Sesenta y tres. El congresista Brandt enarcó las cejas y preguntó:
— ¿Está bien?
— Compruébelo usted mismo, congresista. El congresista sacó su computadora del bolsillo, acarició por dos veces sus bordes, la miró sobre la palma de la mano, y volvió a guardarla, diciendo:
— ¿Es éste el regalo que nos ha traído para mostrárnoslo, un ilusionista?
— Mucho más que eso, señor. Aub ha memorizado algunas operaciones y con ellas computa sobre papel.
— ¿Una computadora de papel? -preguntó el general. Parecía dolido.
— No, señor -contestó pacientemente Shuman-. Una computadora de papel, no. Simplemente una hoja de papel. General, ¿quiere usted ser tan amable de sugerir un número?
— Diecisiete -dijo el general.
— ¿Y usted, congresista?
— Veintitrés.
— ¡Bien! Aub, multiplique esos números y, por favor, muestre a los caballeros su modo de hacerlo.
— Sí, Programador -asintió Aub bajando la cabeza. Sacó un pequeño bloc de un bolsillo de la camisa y una fina estilográfica del otro. Arrugó la frente mientras trazaba complicadas marcas en el papel y el general Weider le interrumpió autoritariamente:
— Veamos esto. Aub le pasó el papel y Weider dijo:
— Bueno, parece la cifra diecisiete. El congresista Brandt asintió y añadió:
— Así parece, pero supongo que cualquiera puede copiar las cifras de una computadora. Creo que yo mismo podría trazar un diecisiete aceptable, incluso sin práctica.
— Les ruego que dejen continuar a Aub -les advirtió Shuman sin acalorarse. Aub continuó aunque le temblaban algo las manos. Finalmente anunció en voz baja:
— La respuesta es trescientos noventa y uno. El congresista Brandt volvió a sacar su computadora y tecleó:
— Por Júpiter, que así es. ¿Cómo lo ha adivinado?
— No lo ha adivinado, congresista. Computó el resultado. Lo hizo en esta hoja de papel.
— Bobadas -soltó, impaciente, el general-. Una computadora es una cosa y las marcas sobre el papel, otra. Explíquelo, Aub -ordenó Shuman.
— Sí, Programador. Bien, caballeros, escribo diecisiete y debajo pongo veintitrés. A continuación me digo: tres veces siete… El congresista interrumpió suavemente:
— Bien, Aub, pero el problema es diecisiete veces veintitrés.
— Ya lo sé -respondió el pequeño técnico encarecidamente-, pero yo empiezo diciendo tres veces siete, porque así es como se hace. Ahora bien, tres veces siete son veintiuno.
— ¿Y cómo lo sabe? -preguntó el congresista.
— Lo recuerdo. Siempre da veintiuno en la computadora. Lo he comprobado infinidad de veces.
— Pero eso no quiere decir que siempre vaya a serlo, ¿verdad? -insistió el congresista.
— Puede que no -balbuceó Aub-. No soy un matemático. Pero siempre consigo las respuestas exactas.
— Siga.
— Tres veces siete es veintiuno, así que escribo veintiuno. Luego tres veces uno es tres, así que pongo un tres debajo del dos del veintiuno.
— ¿Por qué debajo del dos? -preguntó inmediatamente Brandt.
— Porque… -Aub miró desesperado a su superior en busca de ayuda-. Es difícil de explicar. Shuman aclaró:
— Si de momento aceptan su trabajo, dejaremos los detalles para el matemático. Brandt cedió.
— Tres más dos suman cinco, así que el veintiuno se transforma en cincuenta y uno. Ahora dejemos esto de momento y empecemos de nuevo. Multiplique dos y siete y le da catorce, y dos y uno y le da dos. Puestos así da treinta y cuatro. Bien, ahora ponga el treinta y cuatro debajo del cincuenta y uno y súmelos, y obtiene trescientos noventa y
uno y ésta es la respuesta. Hubo un momento de silencio que quedó roto por las palabras del general:
— No lo creo. Hace toda esta pamema, inventa números, los multiplica y los suma a su aire, pero no me lo creo. Es demasiado complicado para no ser otra cosa que charlatanería.
— ¡Oh, no, señor! -protestó Aub, sofocado-. Solamente parece complicado porque no están acostumbrados. En realidad, las reglas son muy sencillas y sirven para cualquier número.
— Con que cualquier número, ¿eh? -saltó el general-. Venga, pues. Sacó su propia computadora (un modelo severamente militar) y tecleó al azar.
— Ponga en el papel cinco, siete, tres, ocho. Será, cinco mil setecientos treinta y ocho.
— Sí, señor -dijo Aub, sacando una nueva hoja de papel.
— Ahora -y tecleó más en su computadora-, siete, dos, tres, nueve. Siete mil doscientos treinta y nueve.
— Si, señor.
— Ahora multiplique los dos.
— Tardaré algo -tartamudró Aub.
— Tómese el tiempo que quiera -repuso el general.
— Adelante, Aub -le animó Shuman. Aub se puso a trabajar. Cogió otra hoja de papel, y otra. El general sacó su reloj, y lo miró.
— ¿Ha terminado con su magia, técnico? preguntó.
— Casi, señor. Aquí lo tiene; cuarenta y un millones quinientos treinta y siete mil trescientos ochenta y dos -y mostró su resultado. El general Weider sonrió con amargura. Marcó el contacto de multiplicación en su computadora y dejó que los números se mezclaran hasta detenerse. Entonces miró y chilló, sorprendido:
— ¡Santa Galaxia! El tío tiene razón. El presidente de la Federación Terrestre tenía aspecto demacrado en su despacho. En privado se permitía una expresión melancólica que modificaba sus delicados rasgos. La guerra denebiana, después de haber empezado como un vasto movimiento de gran popularidad, había ido degenerando en un asunto sórdido de maniobras y contramaniobras, mientras el descontento crecía progresivamente en la Tierra. Era posible que también creciera en Deneb. Y ahora el congresista Brandt, a la cabeza de un importante Comité de Apropiaciones Militares, pasaba alegre y suavemente su media hora de cita soltando necedades.
— Computar sin computadora -declaró impaciente el presidente- es en si una contradicción.
— Computar -explicó el congresista- es solamente un sistema de manejar datos. Una máquina puede hacerlo, podría hacerlo el cerebro humano. Deje que le ponga un ejemplo -y sirviéndose de las nuevas habilidades aprendidas obtuvo sumas y productos hasta que el presidente, muy a pesar suyo, se interesó.
— ¿Y siempre funciona?
— Siempre, señor presidente. Es infalible.
— ¿Es difícil de aprender?
— Tardé una semana en conseguir hacerlo. Creo que usted lo haría mejor.
— Bien -dijo el presidente, pensativo-. Es un interesante juego de salón, pero, ¿para qué sirve?
— ¿Para qué sirve un recién nacido, señor presidente? De momento no sirve para nada, pero fíjese que ése es el camino hacia la liberación de las máquinas. Piense, señor presidente -el congresista se puso en pie y su voz profunda adquirió la resonancia y cadencia que empleaba en los debates públicos-, que la guerra denebiana es una guerra de computadora contra computadora. Sus computadoras forjan un escudo impenetrable de misiles contra nuestros misiles, y las nuestras hacen lo mismo en contra de ellos. Si mejoramos la eficacia de nuestras computadoras, ellos hacen lo mismo y llevamos cinco años de un equilibrio precario y sin provecho. Ahora tenemos en nuestras manos un método para ir más allá de la computadora, saltándonosla, atravesándola. Combinaremos la mecánica de la computación con el pensamiento humano; dispondremos del equivalente a computadoras inteligentes, miles de millones de ellas. No puedo predecir detalladamente cuáles serán las consecuencias, pero serán incalculables. Y si Deneb consigue igualarnos, serán catastróficamente inimaginables. El presidente, impresionado, preguntó:
— ¿Y qué quiere que yo haga?
— Poner toda la fuerza de la administración detrás del establecimiento de un proyecto secreto de computación humana. Le llamaremos Proyecto Cifra, si le parece. Yo respondo de mi comité, pero necesitaré el apoyo de la administración.
— Pero, ¿hasta dónde puede llegar la computación humana?
— No tiene limites. Según el programador Shuman, que fue el primero en darnos a conocer el descubrimiento.
— He oído hablar de Shuman, naturalmente.
— Bien, pues el doctor Shuman dice que, en teoría, no hay nada que haga una computadora que no pueda hacer la mente humana. La computadora se limitaba a tomar un número finito de datos y con ellos realiza un número finito de operaciones. La mente humana puede duplicar el proceso. El presidente digirió lo dicho y preguntó:
— Si Shuman lo dice, estoy inclinado a creerlo, en teoría. Pero en la práctica, ¿cómo puede alguien saber cómo funciona una computadora? Brandt se echó a reír, con aire de superioridad:
— Señor presidente, yo hice la misma pregunta. Parece ser que, en otro tiempo, las computadoras fueron diseñadas directamente por los seres humanos. Aquéllas eran computadoras simples, porque todo eso ocurrió antes del tiempo en que se estableció el uso racional de computadoras que diseñaban otras computadoras más avanzadas.
— Bien, bien, siga.
— Al parecer, el técnico Aub tenía como pasatiempo la reconstrucción de algunos de esos aparatos y, al hacerlo, estudió los detalles de su funcionamiento y descubrió que podía imitarles. La multiplicación que acabo de realizar para usted es una imitación de lo que hace una computadora.
— ¡Asombroso! El congresista tosió discretamente y prosiguió:
— Y, si me permite, hay más, señor presidente… Cuanto más podamos desarrollar esto, más podemos apartar nuestro esfuerzo federal de la producción de computadoras y mantenimiento de las mismas. Al entrar en funciones el cerebro humano, más cantidad de nuestra energía puede dedicarse a proyectos de tiempo de paz y el peso de la guerra sobre el hombre corriente será menor. Y, naturalmente, será mucho mas ventajoso para el que esté en el poder.
— ¡Ah! -exclamó el presidente-. Comprendo su punto de vista. Bien, siéntese, congresista, siéntese. Quiero algo de tiempo para pensarlo. Pero, entretanto, vuelva a enseñarme el truco de la multiplicación. Veamos si yo encuentro el truco también. El programador Shuman no trató de apresurar las cosas. Loesser era conservador, muy conservador, y le gustaba tratar con computadoras, como habían ya hecho su padre y su abuelo. Pero controlaba la «West European Computer Combine», y si se le podía persuadir que se uniera al Proyecto Cifra con entusiasmo, se habría logrado mucho. Pero Loesser se resistía. Objetó:
— No estoy seguro de que me guste la idea de relajar nuestro dominio sobre las computadoras. La mente humana es caprichosa. La computadora nos dará siempre la misma respuesta a un mismo problema. ¿Qué garantías tenemos de que la mente humana haga lo mismo?
— La mente humana, computador Loesser, sólo maneja datos. No importa que lo haga la mente humana o la computadora; no son más que instrumentos.
— Si, si. He repasado su ingeniosa demostración de que la mente humana puede duplicar la computadora, pero me parece que está un poco en el aire. Acepto la teoría, pero ¿qué razones tenemos para pensar que la teoría puede convertirse en práctica?
— Creo que tenemos razones, señor. Después de todo, las computadoras no han existido siempre. Los cavernícolas con sus trirremes, sus hachas de piedra y ferrocarriles, no tenían computadoras.
— Y posiblemente no computaban.
— Sabe de sobra que sí. La construcción incluso de una vía férrea o de un zigurat requerían algo de computación. Debió hacerse sin computadoras tal como las conocemos.
— ¿Sugiere acaso que computaban tal como usted demuestra?
— Probablemente, no. Después de todo, este método… a propósito, le llamamos «grafítico» de la antigua palabra europea «grapho», que quiere decir «escribir»… Se deriva de las propias computadoras, así que no puede haberlas anticipado. De todos modos, los cavernícolas debieron de tener algún método, ¿no cree?
— ¡Artes perdidas! Si nos ponemos a hablar de las artes perdidas…
— No, no. No soy un entusiasta de las artes perdidas, aunque no digo que no las haya. Después de todo, el hombre comía grano antes de los cultivos hidropónicos, y si los primitivos comían grano, debieron haberlo cultivado en tierra. ¿Qué podían haber hecho si no?
— No lo sé, pero creeré en el cultivo en tierra cuando vea a alguien sembrando en tierra. Y creeré en el fuego frotando dos trozos de madera, cuando lo vea. Shuman lo aplacó:
— Bueno, atengámonos a los «grafíticos». Forman parte de la eterealización. El transporte mediante trastos enormes está dando lugar a una transferencia masiva directa. Los aparatos de comunicación se hacen constantemente menos macizos y más eficientes. Como ejemplo compare su computadora de bolsillo con las enormes de hace mil años. ¿Por qué no dar el último paso para deshacerse por completo de las computadoras? Venga, señor, el Proyecto Cifra es algo que funciona; el progreso ha empezado. Pero queremos su ayuda. Si el patriotismo no le mueve, piense en la aventura intelectual que conlleva. Loesser murmuró, escéptico.
— ¿Qué progreso? ¿Qué puede hacer más allá de la multiplicación? ¿Puede integrar una función trascendental?
— Con el tiempo, señor. Con el tiempo. En el último mes he aprendido a dividir. Puedo determinar correctamente cocientes enteros y cocientes decimales.
— ¿Cocientes decimales? ¿De cuántas cifras? El programador Shuman se esforzó por mantener su tono indiferente.
— De cuantas quiera. Loesser dejó caer la mandíbula:
— ¿Sin computadora?
— Póngame un problema.
— Divida veintisiete por trece. Hágalo en seis movimientos. Cinco minutos despues, Shuman dijo:
— Dos, coma, siete, seis, nueve, dos, tres. Loesser lo comprobó.
— Vaya, es asombroso. La multiplicación no me impresionó demasiado porque entraban enteros y creí que, depués de todo, podía hacerse con truco. Pero los decimales son otra cosa…
— Y eso no es todo. Hay una nueva operación que, hasta ahora, es de máximo secreto y que no debería mencionar. Pero… creo que hemos conseguido llegar a la raíz cuadrada.
— ¿Raíces cuadradas?
— Hay ciertas dificultades que aún no hemos superado, pero el técnico Aub, el hombre que inventó esta ciencia y que posee una asombrosa intuición en relación con ella, asegura que tiene el problema casi resuelto. Y no es más que un técnico. Para un hombre como usted, un matenático inteligente y entrenado, no debería haber dificultades.
— ¡Raices cuadradas! -murmuró Loesser, atraído.
— Y raíces cúbicas también. ¿Se une a nosotros?
— Cuéntenme con ustedes. Y Loesser le tendió la mano. El general Weider recorrió de punta a cabo la habitación y se dirigió a sus oyentes como hace el maestro a un grupo de estudiantes recalcitrantes. Para el general no tenía la menor importancia que fueran científicos civiles de la dirección del Proyecto Cifra. El general estaba por encima de todos, y así se consideraba en todo momento. Les dijo:
— Ahora las raíces cuadradas son perfectas. Yo no sé hacerlas y tampoco comprendo el método, pero son perfectas. De todos modos, el proyecto no se desviará de lo que ustedes llaman lo fundamental. Pueden jugar con los «grafíticos» como prefieran una vez termine la guerra, pero en este momento tenemos otros problemas específicos prácticos que resolver. En un rincón, el técnico Aub escuchaba con dolorida atención. Ya había dejado de ser un técnico, había sido relevado de sus obligaciones y le habían asignado al proyecto, con un título sonoro y un buen sueldo. Pero, claro, la distinción social perduraba y los jefes científicos altamente situados jamás se rebajaban a admitirle en sus filas, ni le trataban de igual a igual. Y para ser justos, tampoco a Aub le importaba demasiado. Se encontraba tan incómodo con ellos como ellos con él. El general decía:
— Nuestra meta es sencilla, caballeros, se trata de remplazar la computadora. Una nave capaz de navegar por el espacio sin computadora a bordo puede construirse en una quinta parte de tiempo y a una décima parte del gasto de una nave cargada de computadoras. Podríamos construir flotas cinco veces, diez veces tan grandes como Deneb, si pudiéramos eliminar la computadora.
Y puedo ver algo, además de todo esto. Puede parecernos fantástico ahora, un puro sueño, pero veo, en un futuro, un misil tripulado. De la concurrencia se alzó un murmullo instantáneo. El general siguió hablando:
— En este momento, nuestra dificultad más importante es que los misiles tienen inteligencia limitada. La computadora que los controla no puede ser mayor y por esta razón no pueden enfrentarse a la naturaleza cambiante de las defensas antimisiles satisfactoriamente. Hay muy pocos misiles que alcancen su meta y la guerra de misiles está en un callejón sin salida, tanto para el enemigo como para nosotros. En cambio, un misil con un hombre o dos dentro, controlando su vuelo grafíticamente, resultaría más ligero, más móvil, más inteligente. Nos daría una dirección que bien podría ser el margen de la victoria. Pero además, caballeros, las exigencias de la guerra nos obligan a tener en cuenta otra cosa. Un hombre es mucho más dispensable que una computadora. Los misiles tripulados podrían lanzarse en cantidad y en circunstancias que ningún buen general querría poner en marcha por lo que se refiere a misiles dirigidos por computadora… Y dijo mucho más, pero el técnico Aub no esperó.
El técnico Aub, en la soledad de su alojamiento, se esforzó un buen rato en redactar la nota que dejaría tras él. Decía así: «Cuando empecé a estudiar lo que ahora se llama “grafíticos”, no era más que un pasatiempo. No alcanzaba a ver más en ello que una distracción interesante y un ejercicio mental. Cuando empezó el Proyecto Cifra, pensé que otros eran más listos que yo, que los “grafiticos” podían ser de uso práctico como beneficio a la humanidad, quizá para ayudar a la producción de dispositivos prácticos de transferencia de masa. Pero ahora veo que va a utilizarse unicamente para matar y destruir. No puedo hacer frente a la responsabilidad derivada de mi invención de “grafíticos”. Después, deliberadamente, dirigió sobre si el foco de un despolarizador de proteínas y cayó muerto instantáneamente y sin dolor.
Estaban firmes alrededor de la tumba del pequeño técnico, mientras se rendía tributo a la grandeza de su descubrimiento. El programador Shuman inclinó la cabeza junto con todos los demás, pero permaneció insensible. El técnico había cumplido su cometido y, después de todo, ya no se le necesitaba. Cierto que él había empezado con los «grafiticos», pero ahora que ya estaban en marcha, seguiría adelante solo, hasta que los misiles tripulados rueran posibles y quién sabe cuántas más cosas. «Nueve veces siete -pensó Shuman profundamente satisfecho-, son sesenta y tres, y ya no necesito una computadora para decirmelo. La computadora está en mi propia cabeza.» Y era asombrosa la sensación de poder que eso le daba.