sin posicionarme, porque no me pareció mala peli: Vigalondo hablando sobre Begins
Odio bailar pegado a una mujer, a lo que sea. Odio bailar pegado a nada porque no soporto tener una maraña desenfocada de pelos contra mi cara, o una nuca desencuadrada, o el detalle sin virtudes de un vestido cualquiera. Suelo acabar las farras bailando como un condenado, pero, en todo caso, a medio metro de ella. De ese modo garantizo la visión de conjunto, y también la concedo. ¿Qué sentido tendría ejecutar el baile de la esvástica o el pase del robot amable con unos labios posados contra mi cuello? Ninguno. Y de igual manera, prefiero mi veces, antes que ella baile conmigo, que ella baile para mí. Pongamos que eso se llama concepción escénica de la vida. O teatralidad.
Y es un posicionamiento bastante común. Por ejemplo, lo compartimos todas las personas a las que, en el terreno sexual, sólo nos funcionan las actividades que, si no ofrecen un buen encuadre mutuo, al menos cede una buena perspectiva a uno de los dos. Teatralidad.
Christopher Nolan, algo así como la versión MTV de un director de culto, ha dirigido Batman Begins, un desastre no menos mayúsculo que el de las películas de Schumacher en torno al mismo personaje. Lo que le diferencia de ellas es aquello que precipita la película al pozo de la vacuidad más condenable, la vacuidad solemne. La misma de los videoclips de Il Divo o la de un concursante de Gran Hermano explicando a las cámaras “Yo soy una persona contradictoria”.
Por ejemplo. El costumbrismo superheróico en nombre de la credibilidad. Si, el “he pisado mi capa”. Esas bagatelas que tanto deslumbran a los fans, y que les permite invocar la temida postmodernidad. Cállense. Postmodernidad no es, necesariamente, ver a Batman incomodado porque los primeros diez mil cascos que ha pedido a china han llegado defectuosos. Ni verle fregando la batcueva. O pisando una mierda de perro.
Y los diálogos. Quizá los peores diálogos que he escuchado en una década. Me imagino a David Goyer, el escritor, agitando unos dados en en cuyas caras se puede leer las palabas ira, miedo, culpa, poder, compasión, justicia. Y arrojándolos con cada réplica de un personaje. Llamemos a esto subpsicología.
La compasión no entiende de justicia.
El miedo conduce a la culpa.
La ira es la llave hacia el poder.
Uso mi miedo para que ellos teman mi ira por la justicia ante la culpa del poder que no entiende compasión
Exacto. Esa es la maldita razón por la cual la chica de la película se reencuentra con Bruce Wayne tras un puñado de años en el que a éste ha estado desaparecido, prácticamente dado por muerto, y en vez de esbozar un mínimo “Dónde… dónde demonios has estado” espeta un “Algunos seguimos luchando por la justicia”.
El dado en realidad tiene siete caras. La séptima palabra es “teatralidad”. Exacto. Batman reconoce unas cinco o cinco mil ocasiones servirse de la teatralidad para inducir el miedo en sus contrincantes.
Comentario que sería relevante de no ser asquerosamente obvio. Amigos guionistas: Si tienen un mínimo de elegancia y dignidad, no permitan que sus personajes digan la verdad acerca de sí mismos, porque están cayendo en el pecado número uno. No hagan decir a Edipo “Tengo el complejo de Edipo”.
-Es muy importante la condición teatral de mi misión - dijo el tipo que cree que es más práctico disfrazarse que camuflarse.
Los superhéroes también bailan a medio metro de la chica. Y detestan la postura del misionero. Lo evidencia, incluso más que el emblema en el pecho (a la manera de esos chándales que tienen el nombre del dueño bordado) el hecho de que la fantasía superheróica arquetípica no es acabar besando a la chica (como el gángster, el pirata, o el espía), sino sostenerla en brazos por los aires tras haberla salvado de una muerte segura, ofreciéndole un buen encuadre de su mentón estirado. Para después despedirse de ella a medio metro de distancia, sin permitirle apenas el más inocente magreo, dejando caer una frase como una losa, una frase que no admite réplica, y saltando por una azotea. En nombre de la tortura interior, de la teatralidad.
El superhéroe de la vida real no es ese que pisa su capa o friega la batcueva, sino ese que, después de una despedida perfecta, rotunda y definitiva, le manda a la chica un penoso SMS.