Respuesta: THE GIRL WITH THE DRAGON TATTOO (Millenium: Los hombres que no amaban a las mujeres) de David Fincher
TFV dando en el clavo.
miércoles 18 de enero de 2012
DAVID FINCHER VS. STIEG LARSSON: “MILLENNIUM: LOS HOMBRES QUE NO AMABAN A LAS MUJERES”
[
Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Ya he tenido ocasión de exponer, tanto en este blog
(1) como en
Dirigido por… e
Imágenes de Actualidad, mi punto de vista con respecto a la famosa novela de Stieg Larsson
Los hombres que no amaban a las mujeres y las adaptaciones al cine de nacionalidad sueca de los tres volúmenes que conforman la trilogía
Millennium del malogrado Larsson,
Millennium 1: Los hombres que no amaban a las mujeres (Män som hatar kvinnor, 2009, Niels Arden Opley),
Millennium 2: La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (Flickan som lekte med elden, 2009) y
Millennium 3: La reina en el palacio de las corrientes de aire (Luftslottet som sprängdes, 2009), estas dos últimas realizadas por Daniel Alfredson. Teniendo en cuenta que ni me gusta la primera novela de Larsson (tras cuya lectura me negué a seguir perdiendo el tiempo con sus continuaciones) ni las películas que se realizaron a partir de la trilogía al completo (la tercera era particularmente aburrida), la única expectativa razonable que tenía con respecto al reciente
remake made in USA de la adaptación de la primera novela de la serie,
Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres (The Girl with the Dragon Tattoo, 2011), consistía en comprobar cómo se las habría arreglado David Fincher a la hora de hacer frente a semejante proyecto, destinado en principio a asegurarse la financiación de sus futuros trabajos, uno de los más inmediatos la nueva versión de la famosa novela de Julio Verne
20.000 leguas de viaje submarino, apostando en esta ocasión por una producción,
a priori, con grandes posibilidades comerciales. El resultado tiene una cara y una cruz. La cara:
Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres, versión Fincher, es un film muy digno, pese a partir de un material literario de segunda fila. La cruz: es una pena que, probablemente viéndose obligado a mantenerse lo más fiel posible a un material literario de segunda fila, Fincher no haya podido modificarlo a placer y haya tenido que conformarse con hacer un film muy digno.
El primer inconveniente de la película de Fincher, y además el principal porque condiciona todo su resultado, es su exceso de fidelidad a la trama del original de Larsson, más allá de las consabidas supresiones y/o reducciones de determinados fragmentos de un libro ya de por sí larguísimo y rebosante de páginas prescindibles; de hecho, la auténtica lástima es que no se haya eliminado más “paja” de la novela, ni se la haya sometido a una completa reescritura de su intriga, ni a una amplia redefinición de sus personajes (mas ello hubiese sido excesivamente arriesgado y anticomercial, habida cuenta de que en este tipo de operaciones, y salvo honrosas excepciones, la película resultante está condicionada de entrada por la intención de que los muchos lectores del libro luego reconozcan al máximo en las imágenes del film lo que previamente han leído). Resulta de agradecer que, al igual que hacía en parte la versión sueca de la adaptación del primer volumen de
Millennium, el guión urdido por Steven Zaillian se haya “comido” alguna de las peores cosas de la novela, como por ejemplo la insustancial aventura sexual del personaje de Mikael Blomkvist (Daniel Craig) con Cecilia Vanger (Geraldine James); incluso mejora un apartado del libro que la versión dirigida por Niels Arden Opley no quiso o no pudo soslayar: la resolución del paradero actual del personaje de Harriet Vanger, la adolescente cuyo aparente asesinato y confirmada desaparición años ha es el detonante de la intriga, ahorrándole aquí al espectador el farragoso episodio del viaje a Australia.
Pero resulta una pena que, ya puestos, Fincher y Zaillian no se hayan atrevido (o no hayan podido) ir más allá de la novela, potenciando algunos de sus aspectos teóricamente más interesantes –la gráfica descripción de los asesinatos de mujeres, y su puesta en relación con los fragmentos de la Biblia y la ideología nazi que se encuentran en la base de su inspiración—, pues no olvidemos que estamos hablando de una película firmada por el mismo hombre que hizo
Seven (ídem, 1995) y
Zodiac (ídem, 2007); comparada con ellas,
Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres sabe a poco. También es una lástima que, a causa de esa teórica exigencia de fidelidad al libro, el film de Fincher conserve los personajes y los escenarios suecos del texto de Larsson sin atreverse a explorar otros caracteres y horizontes geográficos. ¿Se imaginan las posibilidades de trasladar la acción de Suecia a los
Estados Unidos y urdir, a partir de ese cambio de ubicación geográfica, una intriga criminal en torno a un asesino de mujeres fascista, sádico y misógino que va sembrando de horror y muerte paisajes como, por ejemplo, los del Sur sudoriento y ultracatólico, o en el supuesto de que se hubiese querido conservar la fría climatología del original literario, los escenarios de la frontera norteamericano-canadiense o la de Canadá con el estado norteamericano de Alaska –un poco, para entendernos, como
Jennifer 8 (ídem, 1992, Bruce Robinson),
Fargo (ídem, 1996, Joel y Ethan Coen) o
Insomnio (Insomnia, 2002, Christopher Nolan)—, poniendo todo ello en relación con los núcleos neo-nazis legalmente establecidos por diversos puntos del territorio estadounidense, y con la corrupción de los responsables de negocios inmobiliarios y entidades bancarias que han provocado la pavorosa crisis económica cuyas consecuencias todavía estamos sufriendo? Lo más interesante de un
remake norteamericano de
Los hombres que no amaban a las mujeres: the book es que hubiese podido dar pie a una película que no hemos visto y que probablemente nunca veremos, al menos bajo el título de la franquicia literario-cinematográfica creada alrededor de la invención de Larsson. Sorprende desagradablemente, vuelvo a insistir, tanta cautela, casi tanta cobardía, procedente del mismo realizador de las mucho más agresivas
Seven y
Zodiac. Se nota la perversidad intrínseca de estos tiempos en el hecho de que hasta alguien como Fincher debe nadar y guardar la ropa.
En definitiva, lo peor de
Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres, versión –quién lo diría— David Fincher, reside en la novela de Larsson y su sumisión a sus líneas maestras, con todo lo que ello comporta: desde la descripción del personaje (de alguna manera hay que llamarlo…) de Lisbeth Salander (Rooney Mara), la
hacker bisexual, tatuada y repleta de
piercings hasta las cejas que, a pesar de una infancia que se intuye traumática –y cuyos detalles, como es bien sabido, aparecen en
Millennium 2, libro y segundo film sueco: esperemos que Fincher tenga cosas mejores que hacer que hacerse cargo de la teóricamente preceptiva secuela
made in USA—, y de una formación académica más que dudosa, es virtualmente un genio de la deducción y de los ordenadores, cual nueva versión en femenino de Sherlock Holmes, corregida y aumentada (connotaciones gays incluidas), parca en palabras porque parece saberlo todo y a la que no se le escapa nada; hasta llegar, como digo, a recoger la que, sin duda alguna, es la peor parte del libro y, por ende, de la(s) películas(s) a la(s) que ha dado pie hasta la fecha: la estúpida resolución, tras la aclaración del misterio de Harriet Vanger y de la identidad del asesino que no-amaba-a-las-mujeres, en la cual Lisbeth desmonta, ella solita, el imperio comercial de Wennerström (Ulf Friberg), el corrupto industrial amante de traficar con armas y de veranear en Marbella (sic) que, al principio del relato, había logrado vencer ante los tribunales a Blomkvist por un artículo difamatorio publicado por este último en la revista
Millennium en colaboración con su editora –y amante— Erika Berger (una fugaz y desaprovechadísima Robin Wright).
Empero, si como lectura, o mejor dicho, relectura de la novela de Stieg Larsson, el film de Fincher carece del menor interés, resulta en cambio bastante más atractivo en virtud de la manera como ha resuelto la papeleta. Hay que decir a favor del realizador estadounidense que su trabajo, desde este exclusivo punto de vista, resulta encomiable; es decir, que con independencia de la opinión que cada cual tenga sobre el material adaptado, el director de
El club de la lucha (Fight Club, 1999) ha puesto toda la carne en el asador en materia de oficio, resolviendo a ratos con inusitada convicción un encargo que, en sus líneas generales, “luce” lo suficientemente bien hasta el punto de erigirse, con facilidad, en la mejor película que se haya hecho a partir del libro de Larsson (y en una película, asimismo, superior a este último, tal y como ya ocurría, de hecho, con la primera versión cinematográfica sueca). El resultado, a la postre, acaba haciéndose extremadamente llevadero y agradable de ver –lo cual, repito, es encomiable, incluso desde el punto de vista del espectador que conozca de antemano el intríngulis argumental porque ya haya leído las novelas y/o visto los tres films suecos—, y todo ello gracias a la habilidad del cineasta para concentrarse en dos aspectos. En primer lugar, la narrativa.
Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres hace gala, de entrada, de un sentido del montaje tan seco, corto y punzante como el ensayado previamente por Fincher en su anterior
La red social (The Social Network, 2010); si en esta, el empleo del plano/contraplano en las escenas de conversación resultaba tan aparentemente frío y mecánico porque se encontraba a tono con personajes asimismo fríos y mecánicos, de tal manera que el relato fluía casi virtualmente al compás de los rasgos de carácter, las ideas, los pensamientos y los sentimientos de los personajes retratados/evocados (recordemos que se trataba de personas “reales”), en
Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres el ritmo de montaje es considerablemente similar al de
La red social, y mediante el mismo Fincher consigue “aligerar” el intríngulis criminal de la trama, hasta el punto de que a ratos se tiene la sensación de que la película avanza sin importarle particularmente el esclarecimiento de dicha intriga, lo cual produce un chocante efecto en el espectador (o, mejor dicho, me lo produjo a mí): la sensación (por lo demás, bastante placentera) de que el film progresa despreciando la trama y concentrándose sobre todo en el impacto visual de unos encuadres que, como digo, en virtud de ese montaje seco y corto –pero que al mismo tiempo no abusa ni de esa sequedad ni de esa brevedad: enseña lo justo y en el tiempo justo para apreciarlo—, da como resultado no solo una película notablemente entretenida a pesar de su larga duración (158 minutos, títulos de crédito incluidos), sino que a ratos se mira con cierto escepticismo lo que está contando, como si no terminara de creérselo del todo. Resulta muy representativa de esto último la escena en la cual el millonario Henrik Vanger (Christopher Plummer) le enseña a Blomkvist, desde la puerta de su propia mansión, las casas de los miembros de su familia que viven cerca de su vivienda, enumerando nombres y relaciones de parentesco hasta que Blomkvist le confiesa que ha acabado perdiendo el hilo… Si hay algún momento en el cual Fincher y el guionista Steven Zaillian muestran sin pudor su relativo interés hacia lo que están contando es, sin duda, en este.
Desde este exclusivo punto de vista,
Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres da, por decirlo coloquialmente, “el pego” gracias a un minucioso trabajo de puesta en escena que se concentra tanto en ese casi enfermizo ritmo de edición como en la gran labor del director de fotografía Jeff Cronenweth –hijo del excelente Jordan Cronenweth: el hombre que fotografió
Blade Runner (ídem, 1982, Ridley Scott)—, quien impregna el film con una paleta de colores casi sin matices que contribuyen a conferirle cierta estilización: los azules de las escenas diurnas en exteriores, sobre todo las que se ubican en paisajes nevados; el tono ligeramente sepia de los
flashbacks en los cuales se evocan las circunstancias que rodearon el misterio de la desaparición de la joven Harriet Vanger (Moa Garpendal) [Nota
bene: Sorprende detectar en estas mismas escenas de evocación del pasado a un fugaz Julian Sands interpretando a Henrik Vanger de joven.]; los colores marrones y ocres utilizados para “pintar” varias escenas relacionadas con Lisbeth Salander y la sordidez de los ambientes por lo que se mueve o de las situaciones que vive, en particular los penosos episodios de vejación sufridos a manos de su tutor legal Bjurman (Yorick van Wageningen); los amarillos y los dorados que iluminan, casi fantasmagóricamente, los interiores de la moderna vivienda que Martin Vanger (Stellan Skarsgard) comparte con su mujer; el blanco cegador, a lo Kubrick, de la reunión de Henrik y Martin Vanger en el despacho de este último…
Aparte de en el aspecto narrativo, Fincher concentra sus mejores esfuerzos en un segundo, si bien estrechamente vinculado con el anterior: el dibujo de la relación entre la pareja protagonista. Y aunque es verdad que tanto la fama de las novelas de Larsson como la de las tres primeras películas suecas sobre las mismas se ha construido alrededor del personaje de Lisbeth Salander, convertida en algo así como la personificación de la nueva mujer del siglo XXI –según el punto de vista de un creador, no lo olvidemos, que pertenecía al sexo masculino—, gracias a su carácter independiente, una
apariencia física que no responde a los cánones sobre “lo femenino” (
piercings, tatuajes, cejas afeitadas, ropa de cuero holgada) y una sexualidad de orientación caprichosa, no es menos cierto que la versión de Fincher arroja sobre este celebrado personaje, al cual quizá le encajarían mejor epítetos como “arquetipo” o “mito”, una mirada un tanto descreída, acorde con el carácter eminentemente inverosímil de Lisbeth, de ahí que al final resulte que –al contrario de lo que ocurre en la primera novela (vuelvo a insistir en que no he leído las otras dos) y en los tres films suecos— el personaje de Mikael Blomkvist acabe siendo el mejor perfilado de la película de Fincher. Esto último se debe, en gran medida, a la magnífica interpretación que Daniel Craig lleva a cabo del mismo, confiriéndole una humanidad hasta ahora ausente de todas las anteriores lecturas cinematográficas de la obra de Larsson: sus miradas, su forma de colocarse las gafas que lleva colgando de una oreja, el frío y el miedo que le atenazan según las ocasiones, confieren cuerpo y vida a su personaje, lo cual brilla en todo su esplendor en una de las mejores secuencias del film de Fincher, si no la mejor: la subrepticia entrada clandestina de Blomkvist en la vivienda de luz amarillenta de Martin Vanger, en la cual actor y director logran transmitir, con su actuación y su planificación respectivamente, la tensión de una situación llena de connotaciones peligrosas.
Lo afirmado no quiere decir que la labor interpretativa de Rooney Mara como Lisbeth no sea digna de encomio; al contrario, la actriz neoyorquina está más que correcta en su cometido –por más que su labor esté por debajo de la de Craig o de su predecesora en este mismo papel, la sugestiva Noomi Rapace—; pero el tratamiento que Fincher confiere al personaje de Lisbeth, lejos de pretender humanizarla tal y como se ha afirmado estos días, más bien se concentra en resaltar su “diferencia”, su “otredad”, con respecto al entorno en el que se mueve. Tan solo hay que ver cómo resuelve el realizador las escenas descriptivas de Lisbeth y “su mundo”: la pelea con el tipo que intenta robarle el bolso en la estación de metro y que termina destrozando, durante el forcejeo, su ordenador portátil; el momento en que Lisbeth seduce en la discoteca a una chica con la que pasará la noche; incluso los momentos, digamos, “fuertes” y más estrechamente relacionados con los orígenes humildes y el desdichado pasado de la muchacha, tal es el caso de la violación que sufre a manos de su nuevo y desaprensivo tutor legal, así como la minuciosa descripción del sádico plan de venganza de Lisbeth contra él. En todo momento se tiene la sensación de estar viendo algo así como la descripción de la vida cotidiana de una especie de
extraterrestre que se relaciona con su entorno en términos de violencia (escena del metro), que copula indiferentemente con hombres y mujeres (la chica de la discoteca), que es violada por alguien que ve en ella a una “marciana” y que se venga de ese violador empleando, asimismo, métodos “marcianos”.
No resulta casual en este sentido que, para Fincher, lo que justifica la relación primero de complicidad, luego de amistad y finalmente amorosa que se da entre Blomkvist y Lisbeth reside en el carácter antisocial y marginal, cada uno a su manera, de ambos protagonistas, y en el reconocimiento mutuo que efectúan de su “otredad”. Fincher lo sugiere muy bien empleando sendos planos en cámara móvil a las
espaldas de Blomkvist y Lisbeth cuando les vemos entrar, respectivamente, en la redacción de la revista
Millennium y en la agencia de detectives: la similitud entre ambos encuadres establece, de entrada, esa relación luego convertida en vínculo personal y afectivo entre el periodista, separado de una esposa que ya no le ama y padre de una hija, Pernilla (Josefin Asplund), cuyas convicciones católicas le resultan incomprensibles, y la joven huérfana, “rara” y antipática que lucha como una leona contra un mundo que no parece pretender otra cosa que coartar su libertad: son dos “marcianos” que se reconocen el uno al otro porque comparten un profundo sentimiento de soledad. Puede afirmarse, incluso, que Blomkvist y Lisbeth son, aquí, las dos caras de una misma moneda, hasta el punto de complementarse. Si primero hemos visto a Lisbeth en la ducha, lavándose la sangre que corre por sus piernas como consecuencia de haber sido brutalmente sodomizada por Bjurman, más tarde la joven cederá al impulso de acostarse con Blomkvist después de haberle curado dentro de una bañera su herida en la cabeza provocada por la rozadura de una bala. Poco después, y desatada ya la intimidad sexual entre la pareja, hay un momento en que Lisbeth le pide a Blomkvist que ponga su mano bajo su camiseta y acaricie su espalda desnuda mientras, tumbados boca abajo en la cama, examinan una documentación. Ese vínculo, que termina manifestándose carnalmente pero que tiene mucho de invisible, de impalpable, vuelve a ponerse de relieve en uno de los momentos culminantes del relato, la ya mencionada secuencia de la incursión de Blomkvist en la vivienda de Martin Vanger, en la cual Fincher recurre al montaje en paralelo no tanto para establecer un “suspense” entre el peligro que corre Blomkvist mientras Lisbeth está llevando a cabo una minuciosa investigación en unos archivos, como también para sugerir esa coordinación y complementación que se da entre ambos personajes; hay otro apunte justo al final de este bloque de “suspense”: después de haber impedido por muy poco el asesinato de Blomkvist, Lisbeth le desata, empuña la pistola del asesino, y le pregunta al periodista: “
¿puedo matarlo?” (sic). Es en estos apuntes donde hallamos no ya lo mejor de un relato al cual, vuelvo a insistir, resultaba muy difícil poder sacarle más jugo, sino incluso ciertos vestigios de la personalidad de David Fincher: el dibujo de la atracción entre opuestos como Blomkvist y Lisbeth suele estar muy presente en todas sus películas.