Os invito a leerlo.
Vida y muerte de un cerdo español
“Trae la cámara, mira lo que me he encontrado”. Enfundado en un mono blanco con capucha que lo cubre de la cabeza a los pies, un miembro del equipo de investigación de Igualdad Animal entra en la nave y enciende el foco. Las ratas, encaramadas en los conductos de alimentación que rozan el techo de las instalaciones, se ven sorprendidas por la luz cegadora y huyen a la procura de un refugio de sombra. Al final del pasillo, flanqueado por cubículos donde dormitan decenas de animales, hay un cerdo que yace en el suelo. De su boca mana vómito y sangre. Sus patas, trémulas, trazan una sufrida danza macabra en el aire. El objetivo de Iván plasma la agonía de un puerco enfermo que ha sido apartado del resto y consume sus últimas horas de vida tirado en el cemento, abandonado a su mala suerte.
La atmósfera, espesa y sofocante, se vuelve irrespirable con el paso de los minutos y las mascarillas que portan los activistas apenas camuflan el amoníaco, producto de la mezcla de orina y excrementos, que flota en el ambiente. “Tenemos imágenes que estremecerían a cualquiera”, explica José Valle, portavoz de Igualdad Animal, que ha llevado a cabo una investigación en casi 200 granjas de cerdos españolas. “Y algunas de esas grabaciones, no vayas a creer, han sido realizadas en instalaciones consideradas ejemplares y premiadas por el sector cárnico”. Animales con los intestinos colgando, gorrinos esqueléticos que apenas articulan un gruñido, cochas que se comen a sus crías muertas…
“No dejamos de sorprendernos. En cada granja que entramos nos encontramos con algo que no habíamos visto antes”. En esta ocasión —madrugada de mayo, hacienda toledana—, un buen número de cadáveres acumulados en carretillas y contenedores al aire libre, otros simplemente tendidos en el suelo de las pocilgas, algunos recién paridos y aplastados por sus madres… Y ratas, y cucarachas, y ese aire viciado de dióxido de carbono, ácido sulfhídrico, amoníaco y polvo que torna la estancia asfixiante.
“Vemos también cerdos que devoran a otros y animales trastornados que golpean los barrotes, los muerden y tratan de escapar, por no hablar de los enfermos”, detalla el activista Javier Moreno, que se ha quedado fuera de la granja para ejercer de vigilante mientras sus compañeros documentan las condiciones de vida y muerte en esta granja situada a una hora y media de Madrid. Alba, encargada de tomar fotografías, no puede más y busca un atisbo de aire fresco en un corredor descubierto. “Este olor es repugnante”, se queja, porque hay tufos que ni la costumbre torna soportables.
Casi 200 granjas investigadas en 11 regiones
Desde el inicio de la investigación, en agosto de 2007,
Igualdad Animal ha penetrado de noche en explotaciones porcinas de once comunidades autónomas y se ha cuidado de filmar fichas y etiquetas que las identifican, así como periódicos y coordenadas de GPS para avalar el lugar y la fecha concreta de las grabaciones. También, en ocasiones, lo ha hecho de día y ha llegado a entrevistar, haciéndose pasar por estudiantes, a sus responsables. Según la organización animalista, en ellas se producen castraciones y cortes de rabos y dientes sin anestesia; algunos cerdos poseen tumores y enfermedades oculares; otros sufren heridas abiertas sin tratar, así como prolapsos rectales y uterinos.
Los animalistas se encontraron con marranos de los que pendían sus vísceras y, como muestran estas
imágenes, a uno de ellos le incrustaron un tubo para que defecase a través de él. Un prolapso, rectal o vaginal, significa precisamente eso: cuando cae o desciende un órgano. “Sus compañeros le mordían justo ahí. Pero muchas enfermedades no son curadas mientras no influyan en el rendimiento económico. Así, las cerdas con parte de su aparato reproductor fuera de su cuerpo no habían sido tratadas, aun a riesgo de resultar infectadas”.
Con los reales decretos relativos a las normas mínimas de protección de cerdos en la mano, Igualdad Animal asegura que en las granjas españolas se incumple la normativa y que, desde que una cerda se queda preñada hasta que es transportada al matadero, se cometen irregularidades. “Las ilegalidades son una constante en la inmensa mayoría de los casos”, apunta Valle, “y un reflejo de cómo son vistos los animales”. En la fase de la gestación, añade, el roce con las jaulas les produce úlceras y, como las uñas no se desgastan por la falta de movilidad, tienen dificultades para ponerse en pie, lo que les causa dolor.
Trastornos psicológicos por su inmovilidad
El sufrimiento no es sólo físico, sino también psicológico, sostiene. “El alojamiento en jaulas conlleva el desarrollo de apatía, estrés social y estereotipias, que son dispositivos de adaptación en un ambiente inadecuado y representan un indicador etológico de un estado de ansiedad o frustración”, ilustra la organización con un dossier que enumera las más frecuentes: mover la cabeza sin parar, morder los barrotes, hacer movimientos de masticación con la boca vacía y manipular el bebedero y el comedero.
Estas estereotipias, o repetición de gestos y acciones, se producen también cuando las cerdas son llevadas a las jaulas del área de maternidad, aproximadamente una semana antes de dar a luz. En esos armazones (que pueden medir unos cuatro metros cuadrados: 60 centímetros de ancho, por un metro de alto y 2,10 metros de largo) permanecen hasta 28 días después del nacimiento de sus crías y, una vez separadas de ellas, vuelven al área de gestación para ser inseminadas de nuevo.
“Las condiciones son terribles y espeluznantes”, apostilla José Valle, quien añade que los tratamientos se realizan en función del rendimiento económico del animal. “
Para reducir pérdidas, les cortan dientes y rabos. Cada mordisco dado equivale a menos dinero, porque esa carne no podrá ser comercializada”. ¿Por qué, entonces, esos gorrinos moribundos en las cochiqueras y en los pasillos? “
El método a aplicar es el más barato: los dejan ahí para que se mueran tanto por el desarrollo de su afección como por la falta de agua y comida. Si tienen una enfermedad, procuran aislarlos, porque pueden morder a otros y habría un riesgo de contagio.
En ocasiones, los estampan contra la pared y el suelo.
Hemos visto paredes manchadas de sangre, donde han sido golpeados”.
Ese olor en las ropas
Lo hacen así, prosigue el portavoz de Igualdad Animal, “para no perder cinco minutos sacrificándolos”. Los procedimientos que se aplican para matar a los animales tienen, según él, un coste de tiempo, energía y dinero: dióxido de carbono, inyección letal, pistola de proyectil cautivo… “Pero los hay más baratos, como el garrotazo: no tienen ningún interés en cumplir determinadas normas que le supongan un gasto adicional”.
Alba e Iván dejan atrás las pocilgas y, cuando se disponen a abandonar el recinto, se topan con una carretilla repleta de fetos y placentas. A unos metros, detrás de un pequeño muro, un par de cadáveres de marranos adultos al relente, sin mayor protección que la noche. Es hora de contactar con Javier, regresar al coche y emprender el camino de vuelta. Llevan consigo más de dos horas de imágenes y un hedor que el cambio de ropa no logrará mitigar. Con ellos también va Mateo, un joven italiano interesado en el animalismo que exportará a su país, tras un proceso de aprendizaje a pie de granja, la causa de Igualdad Animal, que no es otra que el fin de la explotación animal y el veganismo.
“No pretendemos denunciar las condiciones de vida de los cerdos para que sean mejoradas, sino generar un debate social. Cuestionamos el hecho en sí de que sean explotados y reclamamos un mundo más justo para todos, independientemente de la especie a la que pertenezcamos”, dejan claro los miembros del colectivo, mientras ponen rumbo a casa.