El punto de inflexión que convirtió a Charlie Parker en una leyenda llamada Bird centra una anécdota que se menciona dos veces en Whiplash, película destinada a llenar este año la cuota de sorpresa independiente en la recta final de los Oscar.
La anécdota obsesiona a una de los personajes centrales de la película —el aterrador profesor al que encarna J. K. Simmons— y parece resolver por sí sola el debate acerca de si el genio nace o se hace. El genio se hace a fuerza de sangre, sudor y lágrimas, sostiene claramente esta película enfática que oculta, bajo un sentido del espectáculo y un juego de manipulación emocional muy del gusto académico, una loa algo escalofriante a una cultura del esfuerzo que pasa por encima de la letra pequeña de la fragilidad y las debilidades humanas.
No ha visto este crítico la ópera prima de Damien Chazelle: Guy and Madeline on a Park Bench (2009), también de ambiente jazzístico, pero, al parecer, permeable a la improvisación, la libertad y cierta ligereza. Sin las herramientas, pues, para calibrar qué se ha perdido (o qué se ha ganado) con la consagración que parece marcar Whiplash, lo que resulta evidente es el parentesco entre este trabajo y el guion que el propio Chazelle escribió para Grand Piano (2013). La mirada a las interioridades de una exigente escuela de músicos de jazz se revela aquí tan exagerada, implausible y sensacionalista como allí resultaba la aplicación de la mecánica del suspense sobre el concierto de piano más inverosímil de la Historia.
Con un montaje no pautado, sino sojuzgado por la banda sonora y un risible gusto por el subrayado escabroso —las baquetas ensangrentadas, la gota de sudor—, Whiplash no indaga en un nuevo territorio, sino que explota sin sutileza dos modelos de relato tan oscarizables como son el pulso con un titán indeseable (pero humano a la postre) y la inflamada épica del sacrificio.