El problema que tiene “La tía Tula” hoy es que la sociedad ha cambiado mucho, las preocupaciones en torno a la mujer y el rol materno son otras, el cuestionamiento es mayor. Resulta, por tanto, más difícil conectar con un personaje como Tula, de una mentalidad conservadora, pacata, que considera que el único fin del matrimonio es traer cuantos más hijos al mundo mejor, y cuya principal característica, que sobrepasa todas las demás hasta un nivel inverosímil, es el deseo de ser madre. Aunque puede ser que, ya en su momento, esto llamara la atención.
Novela íntima, de interiores, transcurre por ello en un tiempo y un espacio poco definidos. Unamuno toma una idea, la pone a prueba, sometiéndola a todas sus paradojas y debilidades, pero lo hace no para echarla por tierra, sino para vivificarla, traerla aunque sea bajo una nueva forma, redescubrir su significado genuino. Aquí, esa idea no es otra que la maternidad.
La tía Tula es el motor de una trama de culebrón, llena de personajes que mueren a conveniencia del guion, pero que sirve al propósito de iluminar, pensar dicha idea central. Tula es esa solterona de carácter autoritario e intransigente, carente en apariencia de sentimientos, que se dedica a meterse en las vidas ajenas y a manipularlas; lo hace con tan buena intención como indeseado es el resultado. Es una suma viviente de contradicciones: es una madre virgen, que se entrega a los demás, pero sin contar con los demás, que aspira a ser una figura secundaria para sus seres queridos, pero que es la auténtica protagonista de sus vidas, dirigidas como si fueran sus muñecos. Rechaza cualquier forma de erotismo y de sensualidad, pero sus “ojazos de luto”, sus silencios, el misterio que emana, son lo que conquista involuntariamente a los hombres, mucho más que la belleza superficial y la bondadosa simpleza de su hermana. La vocación maternal es tan grande, tan enorme en ella, que le hace serlo no sólo para una prole ajena, sino para su propio cuñado, para el resto de mujeres de la historia; de hecho, es prácticamente incapaz de relacionarse con los demás en otros términos.
Una santa que hace pecadores, una pecadora que hace santos. Un sol que quema a quien se acerca, una luna acogedora en su calma, pero inaccesible y lejana. La novela es rica en metáforas, comparaciones y dualidades como estas; la geometría es luz, razón y verdades evidentes, la anatomía es sucia, es cosa oscura y extraña. Tula experimenta aversión hacia todo lo “impuro”, a los instintos y lo carnal, el sexo es algo que sólo subyace de modo sutil. Es, pese a todo, y a su manera, una mujer independiente y de una pieza, que halla dicha independencia precisamente poniéndose al servicio de sus “hijos”. Quizá actúa movida por el orgullo, o a lo mejor es que no quiere ser el sustituto ni el apaño de nadie, como le pide una religión que acaba por ser cuestionada, considerada como creada a la medida del varón y no de la mujer, que le produce culpabilidad por lo radical de sus decisiones. Unas costumbres que le exigen ser esposa de ese hombre que no es bueno que esté solo, no por amor sino por puro imperativo biológico.
Los vínculos familiares trascienden los sanguíneos, pues lo que nos queda de quienes ya no están no es un amor idealizado o novelesco, sino el amor cultivado con el esfuerzo del día a día, el llevado a cabo con una devoción poco menos que mística, cotidiana; los actos de Tula, trabajosamente encaminados a forjar vínculos fuertes entre su descendencia, son lo que se transmite cual legado, lo hereda otra generación, y aquí puede decirse que su (dudosamente ético) papel en la historia finalmente ha merecido la pena.