con Max... y con Jordi Costa
Para quienes precisan su regular ración de Apocalipsis.
Lo mejor: los matices que Affleck y Eisenberg aportan a sus arquetipos.
Lo peor: no hay manera de conectar con tanto barullo.
Por Jordi Costa
Resulta tentador proponer una dialéctica entre las películas de superhéroes marca DC y las amparadas bajo el sello Marvel: si estas últimas han acabado encarnando un nuevo canon para el blockbuster (tendente entrópicamente al estallido de burbuja), las películas de la DC –especialmente después de que Nolan impusiera su tono de gravedad y grandilocuencia- podrían representar el inconsciente tumultuoso y desordenado de la ecuación. Ambos modelos son contradictorios por definición: las películas Marvel abogan por lo dionisíaco mediante formas medianamente apolíneas (donde el director no es Autor, sino Gestor), mientras que los productos DC braman su condición de (apolíneo) Gran Arte mediante un desajustado lenguaje de ruido y furia (donde el director es Autor, y Megalómano, y Ciclópeo VJ). Si Marvel determina el nuevo orden global del cine espectáculo, DC revela su subyacente condición patológica. A ese marco de producción regido por ese pulso de mitologías y concepciones estéticas, “Batman v Superman: el amanecer de la justicia” suma otra tensión sostenida en la dualidad: el choque de los dos iconos estrella de la saga entendidos como formas antitéticas de encarnar el arquetipo. El Superhéroe por la gracia de Dios frente al Superhéroe hecho a sí mismo.
La nueva película de Zack Snyder no es, exactamente, una secuela de su crispada y anticarismática “El hombre de acero” (2013), sino muchas, demasiadas cosas a la vez: un blockbuster encrucijada que es, a la vez, cierre de ciclo, reboot de franquicia (Batman), precalentamiento para el acabose (la Liga de la Justicia) y primera piedra de nuevas sagas (Wonder Woman, Aquaman, etc…), pero que, ante todo, parece el capítulo perdido de un serial del que nos hemos saltado varias entregas. Su arranque da la medida de sus intermitentes fortalezas y de sus medulares debilidades: por un lado, la idea de presentar a Bruce Wayne como testigo marginal de los daños colaterales de una trifulca superheroica tiene fuerza y originalidad, pero no marca ni define el compromiso del cineasta con un discurso que no llega a cobrar ni forma, ni coherencia. Por otro lado, el modo enfático con que Snyder recrea el trauma fundacional de Wayne delata que aquí no va a haber precisión expresiva, sino despilfarro (gratuito) de barroquismo visual sin una firme opción de estilo.
Un Affleck de mentón crispado y milleriano encarna a su Batman como degradación airada y crepuscular del de Nolan, mientras Jesse Eisenberg ofrece un desbordante recital de grima como un Luthor que parece el espejo oscuro del contemporáneo consumidor de comic-books. Todo ello bajo la figura de un Cavill/Superman que somatiza el principal problema de esta excesiva y aturullada suma de clímax: una palmaria incapacidad para la implicación emocional.