Bullet ballet, de Shinya Tsukamoto
Un tipo desarrolla una obsesión malsana por las armas de fuego tras suicidarse su pareja de un tiro, cosa que le lleva a involucrarse en una espiral de violencia cada vez mayor. El pirado de
Tetsuo pone su estilo visual desenfrenado y experimental al servicio de una historia muy básica de pandillas callejeras (bastante cutre y de serie B), con el trasfondo, eso sí, de una sociedad deshumanizada cuyos miembros trabajan de día para descargar de noche su frustración en un submundo de drogas, sexo y delincuencia. Nada de esto importa tanto como el agresivo envoltorio formal, puro terrorismo fílmico en forma de un montaje epiléptico que no ofrece respiro, de una cámara en mano que apenas para quieta ni en los momentos más reposados. En cuanto a los personajes, son seres autodestructivos que flirtean abiertamente con la muerte, cuando no unos niños perdidos que juegan a algo que no pueden controlar.
El desarrollo narrativo no puede ser más abrupto y confuso, entre insertos de imágenes surreales que el bueno de Shinya bien podría haber reciclado de su opera prima. Más que ser buen cine, creo que ésto es un estallido de pura rabia y nihilismo en forma de celuloide, muy primario, muy físico de hecho, donde puedes ver a un tipo dejándose la piel tanto delante como detrás de la cámara... antes que ser una cosa elaborada por la razón. Se nota la mugre, el ruido, el caos urbano de un Tokio apocalíptico, a través de un blanco y negro de pesadilla, de un amateurismo sin embargo muy auténtico. El final (brusco, sin vaselina) es incluso ingenuamente poético, con los dos corriendo, huyendo hacia quién sabe dónde (¿libres por fin?)... seres sin futuro y a las puertas del nuevo milenio. Propuesta, en definitiva, tan visceral como extenuante (deseas sacarte los ojos), con todos sus defectos, que a su vez son aciertos.