Respuesta: Dibujos, viñetas, edición de fotos...
(Os pongo un texto con la ilustración que hice como ejercicio para clase, a ver que os parece... Es dibujado de cabeza en unos 20 minutos)
(Advertencia para los que no lo conozcan: El texto es durillo...)
Balada (Jaume Cabré)
Zorka dejó de sonreír cuando le quitaron lo único que amaba, a su hijo, un chavalón de veintitantos años que todavía dejaba escapar la baba por la boca y no había podido aprender a leer porque tenía la cabeza y los ojos demasiado retorcidos. Pero servía para la guerra y se lo llevaron.
Zorka pensaba mucho en su Vlada y solía llorar con amargura cuando se imaginaba que mil balas podían horadarle la cabeza hueca o que los soldados sin alma ni religión podían burlarse de él porque nunca dejaba de sonreír enseñando un agujero desagradable en la boca. Zorka adquirió la costumbre de sentarse en el comedor, el hule de flores tupidas puesto en la mesa, las manos encima, la mirada fija en cualquier mancha de luz, a dejar pasar las horas recordando la risita imbécil de su hijo. Algunas tardes, el recuerdo cabalgaba más deprisa y rememoraba la infancia de Vlada cuando aún nadie podía decir que el niño anduviera justo de palabra e ideas y ella vivía con la ilusión de criar a un hijo hecho y derecho. Y el pensamiento retrocedía más aún, hasta los primeros días de vivir sola porque un caballo desbocado le había matado a Petar, su admirado Petar Stikovic, el hombre más fuerte del pueblo y ella, preñada de Vlada, se quedó con la boca abierta ante la vida. Y se acordaba de cuando, moza todavía, era la niña bonita de la Casa Negra y sus taciturnos hermanos llevaban como podían el patrimonio común y ella no pedía nada más a la vida. Zorka la de la Casa Negra recordaba estas alegrías para quitarse de la cabeza, aunque sólo fuese unos instantes, el pesar de la media risita de Vlada que, cuanto más tiempo pasaba, más penoso se le volvía. Y de esa forma, a Zorka se le hacían los días más cortos.
Con el tiempo y el tanto dar marcha atrás al pensamiento, se le olvidó hablar con la gente y empezó a mantenerse a golpe de bota y bacalao reseco por no tener que cocinar, por no tener que hacer nada, por disponer de más tiempo para cavilar sobre el hijo que le habían quitado los soldados sin religión y sin familia. Salía de casa, cada día, a media tarde, pero siempre era para arrastrar los pies levantando polvo, cansinamente, hasta pasadas las últimas casas, a contemplar el camino por donde se lo habían llevado; y allí se quedaba hasta que anochecía, cuando las sombras se alargaban y empalidecían y la gente empezaba a comentar que pasa Zorka, es hora de ir pensando en la cena, y ni las vecinas se atrevían a decirle nada porque su mirada se había vuelto de vinagre.
La Casa Negra siempre había sido un casal silencioso, como si las paredes presintieran y recordaran la muerte que se les había caído encima en pocos años. Por eso las vecinas no percibían el lloriqueo de Zorka al borde de la mesa y más de una se preguntaba qué estaría haciendo esa pobre mujer tanto tiempo encerrada y se hacían cruces al pensar cómo podía soportar el vapuleo de la vida viviendo como una piedra, alimentando a diario la amargura de su llanto. Y Zorka se tragaba las horas inmóvil a la mesa hasta que el día en que se cumplían tres meses justos desde que se llevaran a su hijo, quiso llorar con fuerza, con mucha fuerza, reventar así la mala sangre contenida en noventa días de rabia. Y para que no la oyeran las vecinas, metió la cabeza en el horno y bramó media noche hasta el desfallecimiento.
Cuando corrió la voz de que los estallidos se acercaban y que empezaban a verse cuerpos maltrechos navegando Rzav abajo, Zorka intentó dar fuerzas a su desolación y sin falta a mediodía se marchaba al puente del Hielo y se sentaba en una piedra angulosa a ver pasar horas y muertos por el río que, cuando ella era pequeña, les daba carpas y alegrías. Y al principio los escrutaba con afán, por si reconocía a su hijo; pero lo que hacía era adivinar la muerte oscura en los ojos de los ahogados y los despedía con un gesto de la mano y les decía adiós, hijos míos, por qué os habéis muerto si hace tan poco todavía jugabais al escondite, y ellos no le contestaban, aunque muchos la miraban con la mueca del miedo puesta todavía. Y entonces la gente, a la puerta de casa, empezaba a decir mira, Zorka se va al río, pobre mujer, ya es la hora de comer. Y decían que el Todopoderoso la ampare y se metían en casa porque, desde que el Rzav traía muertos había toque de queda en el pueblo a partir del mediodía.
Un día, Zorka se encontró con una cuadrilla de soldados bien armados pero andrajosos y sucios, sin afeitar de días en el bosque y con ganas de bronca. Le informaron de malos modos de que no podía circular a aquella hora ni nunca, que mandaban ellos y como ella los miraba sin verlos y no abría la boca, el cabo le advirtió que de él no se reían ni Dios ni Alá y que tenía órdenes de disparar contra cualquier cosa que se moviera, fuera perro o gato. Los dejó con las amenazas en la boca y se dirigió al río porque era mediodía y tenía que ir a ver pasar a sus muertos. El cabo le dio otro aviso más y sus gritos rebotaron contra las paredes de las casas y entraron, afilados, en los oídos de los aterrados vecinos. Zorka, como quien oye llover, seguía adelante, arrastrando los pies y levantando polvo. El cabo maldijo al cielo y vomitó la orden de fuego; los soldados sin alma ni religión vacilaron al verla alejarse y algunos pensaban esto no puede ser, no puede ser, si es una vieja medio loca. El cabo repitió la orden con la voz ronca de rabia. Entonces, un soldado apuntó con el fusil, un magnífico FR50 que antes de la guerra algún afortunado utilizaba para cazar jabalíes, alineó la espalda de la mujer con la cruz de la mira telescópica y disparó. Zorka de la Casa Negra cayó como un fardo de ropa al soltarlo. El soldado se acercó, satisfecho de su puntería, la observó maravillado, levantó la cabeza y se puso a gritar:
–¡Mirad, le he dado de lleno y todavía se mueve!
Zorka, malherida, se puso de cara al cielo para poder soltar el alma con mayor facilidad, y respiró con fatiga. No sentía dolor alguno porque ya se le habían agotado las lágrimas hacía mucho tiempo. Entonces miró al soldado a la cara, abrió los ojos de par en par y tendió la mano. Las palabras que dijo sólo las piedras las entendieron porque salieron acompañadas de la primera bocanada de sangre espesa y renegrida de tanto sufrir. Y pensó pobre criatura, se le ha caído otro diente, no lo cuidan bien. Al soldado le hizo gracia lo de la bocanada oscura y, sin dejar de reírse, arrimó el cañón del fusil a la frente de Zorka, que se convulsionaba desesperada, no de miedo sino por ganas de hacerse entender a pesar de la bocanada de sangre. El disparo le reventó el cráneo y el soldado aulló, triunfal, feliz:
–¡Ahora sí que ya no se mueve! ¡Ahora sí!
Y con la manga de la camisa se secó la baba que se le escapaba de la boca y se dirigió, sin familia, sin alma, a donde estaba la cuadrilla, sonriendo estúpidamente.