¡Los judíos apaches ganan la II Guerra Mundial!
Quentin Tarantino es un director bigger than life. Como Erich von Stroheim en el pasado, considera no sólo su deber como cineasta ir más allá de los límites establecidos, sino que además la transgresión y el desafío han de hacerse notar ostensiblemente, aunque ello signifique caer en el vicio de la gratuita pose de epatar al burgués.
En el Festival de Cannes su ego se enfrentó al de dos europeos igualmente pagados de sí mismos, el danés Lars von Trier y el español Pedro Almodóvar. Finalmente todos ellos se fueron de vacío ante un director menos dotado técnicamente pero más denso y sólido filosóficamente, Michael Hanecke.
Malditos bastardos trata sobre un mundo alternativo en el que Adolf Hitler y la plana mayor de la jerarquía nazi son asesinados durante la Segunda Guerra Mundial. Y no por un ario Von Stauffenberg,como nos contó Tom Cruise en Valkyria con su estilo de acción sosegada y heroísmo clásico sobre el fallido intento en el mundo real, sino por un comando de judíos del ejército norteamericano que más bien parecen, en la visión alternativa del italo-americano Tarantino, una pandilla de mafiosos napolitanos liderados por un apache que exige a sus matones sedientos de venganza primaria que vayan arrancando las cabelleras de sus víctimas alemanas después de haberlos torturado, mutilado, humillado y masacrados con la violencia made in Tarantino, tanto más brutal cuanto más estilizada. Los adolescentes que disfrutan con los órganos arrancados y los aullidos de dolor de Hostel o Saw (una de las pocas audiencias que no ha desertado de las salas cinematográficas) se lo agradecerán.
En paralelo, otras dos conspiraciones antihitlerianas van teniendo lugar, aunque más que hacer compleja la trama la hacen, simplemente, más hinchada. En realidad, la aparición de una judía también resueltamente vengativa no es más que una excusa para la realización de una inverosímil pirueta final en la que un cine (¡EL CINE!) se convierte en la tumba del nazismo. La metáfora resulta tan obvia y autocomplaciente que parece mentira que alguien de la talla de Tarantino haya caído en esa trampa fetichista.
El concepto que sostiene a la película es brillante: un cazajudíos (el coronel Hans Landa, perfectamente interpretado por Christoph Waltz, lo que le permitió ganar en Cannes) y un cazanazis (el teniente Aldo Raine, Brad Pitt) van desarrollando en la Francia ocupada su tarea depredadora en una espiral de asesinatos... hasta que finalmente se encuentran, aliándose por un interés común. La guerra hace extraños amigos de catre, es uno de los principios que inspiran el guión de Tarantino. Otro es que en el amor y en la guerra, pero sobre todo en la guerra, todo está permitido. Un tercero: todos los alemanes son nazis, y en consecuencia el único alemán bueno es el alemán muerto o, en todo caso, tatuado de forma infame de por vida.
Tarantino se aprovecha de que los nazis le caen mal a todo el mundo para maltratarlos visualmente según todos los estereotipos que el cine ha ido acumulando: feos, gritones, estúpidos, salidos... Sin embargo, se le va la mano en su intento de ofrecer una imagen alternativa a la de los judíos conducidos al matadero de los campos de concentración sin decir ni pío. Y en lugar de valientes luchadores por la supervivencia del judaísmo amenazado parecen doce hombres sin piedad pero también descerebrados, temerarios por idiotas y brutales como carniceros en una barbacoa. Como si para no incurrir en la falsa trascendencia spielbergiana se hubiese lanzado defensivamente de cabeza a la piscina del humor sulfúrico. Del mismo modo que los nazis reducían a los judíos a la mera condición de ratas, para así poder acabar con ellos sin escrúpulos morales, Tarantino reduce todos los alemanes a una caricatura deshumanizada de nazis de telenovela, para poder batearlos, quemarlos y dispararles a capricho, con recochineo y evidente placer sádico.
Sin embargo, y es que es un gran escritor de guiones, la composición que traza del cazajudíos Hans Landa es muy atractiva. Del mismo modo, salvando las distancias, que le pasó a Shakespeare con Shylock en El mercader de Venecia o con Bruto en Julio César, finalmente el protagonista indiscutible de la película, a despecho de la superestrella Brad Pitt y los delirantes judíos arranca-cabelleras, es el elegante, divertido, políglota, irónico e inteligentísimo coronel del ejército alemán, con el que se hubiera llevado estupendamente el capitán Renault de Casablanca.
La película debe verse porque en Tarantino su talento como cineasta compensa sus debilidades como constructor de mundos poderosos. Del mismo modo que a los citados Trier y Almodóvar, le pierde la descompensación entre su enciclopedismo cinéfilo y su analfabetismo funcional en cuestiones políticas, morales, antropológicas y psicológicas. Mientras sus personajes son mafiosillos de poca monta, ligones misóginos de carretera o asesinas chulas y superficiales, sus disparatadas ocurrencias tienen gracia y su indudable sentido de las formas cinematográficas ocultan un discurso pobre y de una pieza. Sin embargo, ante un Gran Tema, el Gran Estilo aparece como ornamental e irritante, y la soberbia del autor engreído inspira apenas conmiseración cuando se pone a patalear como un niño consentido cuando no recibe los premios que cree merecer.
Aunque Tarantino ha actuado con la mejor de las intenciones hacia el arquetipo del judío, aunque ha huido del maniqueísmo simplón entre buenos y malos y elaborado un buen puñado de secuencias extraordinarias y diálogos que relampaguean como metralletas, finalmente Malditos bastardos constituye una película inquietante al ser extrañamente antisemita. Y es que, como advirtió aquella extraña judía que fue Hannah Arendt, el mal es banal, una peligrosa mezcla de estupidez y autojustificación.