Por poner un ejemplo ya lejano pero no antediluviano: 7 de junio de 1992. Última jornada de Liga. Tenerife-Real Madrid. Si éste gana, se proclama campeón. Si pierde y el Barça vence, será este equipo el que se lleve el título. Con 1-2 en el marcador, el Madrid marca un gol legal, que habría sido casi definitivo. El árbitro lo anula, por inexistente fuera de juego. Continúa el encuentro, el Madrid se mete dos goles en propia puerta (o uno y medio), la cosa acaba 3-2 y el campeonato vuela a Barcelona. Hoy se habría armado un escándalo. Entonces casi nadie mencionó el gol invalidado ni el Madrid se quejó. Reconoció haberse "suicidado" en el segundo tiempo. Este partido fue además transcendental para la historia: el Barça se sacudió muchos de sus complejos, empezó a quitarse su ancestral disfraz de víctima e inició su mejor época, que se prolonga hasta hoy.
A los madridistas verdaderos nos pareció lo normal la actitud del club. El Madrid no se quejaba bajo ningún concepto. Si se le anulaba un gol injustamente, era un lance o un azar del juego y había que meter otro, eso era todo. Lo mismo en lo que respectaba a penalties pitados o no pitados, a expulsiones rigurosas o injustificadas, a lesiones de jugadores fundamentales. El Madrid seguía atacando con diez o con nueve, no se daba por vencido, casi ni admitía un empate, sobre todo en su propio feudo. Sus entrenadores podían tener más o menos talento, pero solían saber dónde estaban y eran educados. Aquí no se buscan excusas, aquí no se protesta, se acepta la derrota cuando el otro ha sido mejor o la suerte no ha acompañado, se intenta el triunfo siempre, aunque se corra el riesgo de salir goleado; aquí nunca se siente uno vencido de antemano. Un entrenador fue destituido porque, tras perder 6-1, creo, en la Copa, declaró que no intentaría salvar la eliminatoria. Si no recuerdo mal, en la vuelta el Madrid, gracias al espíritu de sus jugadores, ganó 4-0 y se quedó a un solo gol de coronar la hazaña. Ese ha sido mi Real Madrid desde que tengo memoria futbolística, y ya van cincuenta años. Aquí, además, se juega bien y con limpieza y generosidad. No toleramos cicaterías ni especulaciones mezquinas ni pelotazos. Hemos visto a Di Stéfano, a Puskas y a Gento; a Velázquez y a Pirri; a Netzer y a Santillana; a Míchel, a Butragueño y a Martín Vázquez; a Laudrup, a Zidane; a Raúl y a Guti hasta el curso pasado. Florentino Pérez tiene cuatro años más que yo. Ha asistido a lo mismo. Será un lince para sus negocios, qué duda cabe, pero está demostrando ser un hombre poco inteligente, para haberse entregado a un chamán de feria como Mourinho, alguien mucho menos inteligente aún que él. Un individuo que no sabe de fútbol y al que el Madrid le trae sin cuidado, que no tiene reparo en traicionar su centenaria tradición y en arrojar sobre él una mancha que se hará difícil borrar. Su Madrid es un equipo con buenos jugadores a los que manda jugar feo y mal; con excelentes atacantes a los que, en los partidos cruciales, no permite atacar; con futbolistas honrados -la mayoría- a los que obliga a comportarse deshonesta o brutalmente en el césped, como si estuvieran en los más broncos Sevilla, Valencia o Atlético de Madrid de sus respectivas historias; a los que, con su resentimiento infinito y notorio y su poder casi absoluto, mantiene bajo un reinado de terror (no sé en qué desacato incurrieron, pero de Pedro León no se ha vuelto a saber, de Canales apenas).
Hace ya muchos meses escribí aquí un artículo, "El triste lo contamina todo", referido a Mourinho. Me costó un aluvión de reproches de madridistas -me temo- "advenedizos" o fanatizados, que desconocen la trayectoria del club o que lo apoyarían aunque a su frente estuviera Himmler redivivo. En todos los equipos hay gente así: yo me preguntaba cómo amigos míos del Atleti no se daban de baja mientras lo gobernaba Gil y Gil; cómo otros del Barça no desertaban, sólo fuera transitoriamente, con Gaspart de Presidente o Van Gaal de entrenador. Es difícil, casi imposible, ya lo advirtió Vázquez Montalbán: la única fidelidad segura, de la infancia a la tumba, es la futbolera. Escribo esto cuando ya sólo falta el último de los cuatro Barça-Madrid encadenados, del que no espero nada. Porque lo que no puede ser es que el propio equipo dé vergüenza, en el campo y fuera de él: se le toleran el juego pobre y el escaso acierto, los entrenadores rácanos como Capello o Juande Ramos, aun los Presidentes delincuentes, porque éstos, al fin y al cabo, quedan lejos de la hierba y del vestuario. Pero no un entrenador omnipotente, omnipresente y malasangre, un quejica que acusa a otros siempre, un individuo dictatorial, ensuciador y enredador, soporífero en sus declaraciones, nada inteligente, mal ganador y mal perdedor, y que, como dijo Di Stéfano, hace que el Madrid juegue "como un ratón" mientras el Barça juega "como un león". El Madrid no ha sido nunca sino el mayor león. Como tal ha de morir, si es eso lo que le toca ahora. Mourinho ha logrado amargarme hasta las victorias: en la Final de Copa (no se olvide, un trofeo al alcance del Mallorca o el Getafe), me alegré durante treinta segundos del gol de Cristiano -la costumbre de toda una vida-. A continuación pensé: "Pero si esto acaba así, nos toca Mourinho para rato", y el contento se me evaporó. No creo que lo logre, pero, si él se prolonga aquí, tendré que probar a hacerme provisionalmente de otro equipo. Dudo entre el Athlétic de Bilbao, la Real Sociedad y -lo inimaginable- el Atlético de Madrid. Quién me iba a decir que a mi edad tendría que plantearme tan antinatural posibilidad, por culpa del catoliquísimo ídolo de Esperanza Aguirre. No, si Dios los cría y ellos se juntan, debería haberme acordado.