El Megapost de los 80: Repasando a Richard Franklin

Im-presionante.

Leído con deleite (como suelo hacer) cada uno de los textos para volverme a encontrar con uno de los títulos de mi infancia aunque diré que al ser infancia infancia y no volvérmela a encontrar la tengo muy lejana en la memoria. Pero sí recuerdo momentos concretos. Estoy hablando de "Chica explosiva". Creo que todo el mundo que la vio deseó tener un PC así. Claro está, al ser muy crío una de las escenas que más recuerdo es la que comenta Sorel: la transformación en un monstruo verdoso vomitivo y postuloso asqueroso que execraba emanaciones pegajosas y que creaba en mi tanto fascinación como repulsa.

Pero es una película desde mi recuerdo completamente inocentona y con el punto de vista yanki (la popularidad of course).

16 velas no supe de su existencia hasta hace poco (cuando digo poco será unos años: Hugues no era de mis favoritos tampoco pero sí ciertas películas suyas). Pero leer a Henry siempre es un placer, sin lugar a dudas.

A la espera de las dos siguientes, claro está. Increíble entremezclar película, vivencias personajes, poesía, diálogos y demás por un lado y recuperar, como siempre se consigue, la nostalgia ochentera en su primigenia esencia.
 
:lloro :lloro :lloro :lloro :lloro

:laleche

La piel de gallina... ¿alguien dijo que es difícil ser feliz al menos por momentos? Pedazo par de artículos, contados de muy diferente forma para decir lo mismo. Que momentazos le debemos a Huges, creo que nunca se lo hubiera imaginado :amor :amor :amor


PD: Si, lo mío (de mi hermano, el ahora programador) era un Amstrad CPC 464... :cura
 
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Mas... http://www.nosolohd.com/xf/threads/john-hughes-high-school-anuario.17853/
 
Me reservo los posts para leérmelos disimuladamente mañana mientras pongo cara de estar estresado mirando balances, pero sobre La mujer explosiva espero que hayáis mencionado para bien la serie, que la recuerdo muy fresquita y perfectamente a la altura de la peli (que dicha altura sea más Warwick Davies que Kareem Abdul Jabbar es otra historia).

Vanessa Angel fue mi tercer fractal proto-hormonal en una época en la que aún creía que aquello del cajón eran chicles grandes.
 
:mparto:mparto:mparto

Yo nunca vi esa serie. Somos... de otro tiempo.

- Este tío era DIOS. No era el Bill Paxton de la peli pero el tipo se llevó el personaje a su terreno y se acabó merendando a todos por goleada. Grandioso doblaje de Paco Vaquero que bordaba el timbre de macarra tontorrón. :palmas:hail:palmas

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¿Como es posible que mi hermana y yo, cuando hablamos/recordamos esta serie, sea ese personaje el que quedara en nuestra memoria? era el mejor sin lugar a dudas de todos.

Bueno, yo recuerdo antes la "chica explosiva" de la serie de la cual estaba completamente enamorado pero claro, ella dice que no le dejó huella en la memoria. Lógico, jejeje.
 
No, si al que hacía "de Bill Paxton" Morrison lo conoce bien... aunque de tesituras menos para-toda-la-familia.

Pobre Tobias Beecher...
 
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EL CLIENTE SIEMPRE TIENE LA RAZÓN


28 de Agosto de 1998. Hace calor. Baja una calle la figura de Sorel, años antes de ser Sorel, distraída y mohína, hasta el punto de que pasa junto a una TARDIS bien visible sin darse cuenta; camina cabizbajo, las manos en los bolsillos, a pesar de que su madre le ha avisado un millón de veces que así los estropea. Pero no tiene la cabeza ni el ánimo para el cuidado de alta costura. Se le ve deprimido. Se detiene, mira a su alrededor, ve un Bar a un par de pasos; entra. Está vacío, la única figura de un barman con un bigote selvático limpiando un par de vasos. La televisión muda parece estar interesada en compartir con el mundo un partido de fútbol que al mundo no le parece interesar demasiado. Se sienta frente a la barra. El dueño sonríe, y aunque el mostacho le tapa la boca, su serpentino movimiento denota que esta se mueve; bueno, eso, y la voz que del tiparrón sale como un trueno amable:

—Buenas tardes, amigo. ¿Qué le pongo?

—Un cuarto de ilusión y un gramo de optimismo, mézclelo con azúcar, y échele un puñado generoso de arsénico.

—¿Le vale matarratas?

—Puede que sea lo más apropiado.

—Vaya ¿mal día?

—Bien puede decirse.

—Deje que le invite a un trago. Una receta que solía ponerme mi abuela para animarme en días lluviosos ¿y no es aún más triste estar melancólico en un día soleado como hoy?

—Si, con los pájaros cantando desgracias y las mariposas llameando de despecho, suicidándose contra el mar de asfalto en llamas. Fuego con fuego. No se olvide del matarratas.

—Mi abuela lo llamaba reconstituyente. Pero puede que le mate las ratas que le han estropeado el día.

—No fue una rata. Una película.

—¡Anda la leche! Cinéfilo ¿eh?

—Un poco.

—No hay que tomárselas tan en serio.

—Pero la vida si.

—Bueno… esa casi aún menos. Tómese la vida muy en serio y… Pero tome, tome… Verá que le sienta bien.

—¡Puaj! ¿Qué es esto?

—Jarabe, alcohol…

—Déjelo. Su abuela ¿eh? Póngame un cubata.

—¿Se siente mejor?

—No.

—Vaya. ¿Qué le ha hecho a usted esa película? Si no le importa que se lo pregunte, claro…

—Derrocar todas mis ilusiones, mis ideales, mi juventud…

—Todo en un día…

—¡Ja! Tiene gracia eso.

—¿Por?

—Ha sido un proceso lento. La película… la película fue una simple… El último clavo. El golpe de gracia. ¿Conoce usted a John Hugues?

—No tengo el gusto, no señor.

—Un director de cine. Y guionista. O al revés. Una de sus mejores películas se tradujo aquí como Todo En Un Día. Su titulo original es algo así como el día libre de Ferris Bueller.

—No soy mucho de cine, se lo confieso.

—¿Conoce a Mathew Broderick?

—De nombre no.

—¿Ha visto Lady Halcón?

—No. Oh, si, esa si.

—Bien. Es el joven escudero del caballero…

—¿El hijo?

—¿Qué hijo?

—Si hombre… el hijo de Rocky y Rambo.

—Espere… no…

—¡Si, hombre! ¿No era esa en la que el tal Cobra se batía con otros a pulso y era camionero y…?

—¡No, hombre, no! Esa es Yo El Halcón… Esta es otra.

—Pues entonces… Espere. Cojo el teléfono y enseguida vuelvo. ¿Diga? Aja. Si. Ya, pero… Bueno, si usted lo… ¿El futuro? ¡Oiga! ¿Oiga? Han colgado. Qué raro.

—¿Quién era?

—Un chaval que decía llamar del futuro. Con un mensaje para usted.

—¿Si?

—Si. De parte de Atreyub… que te vayas a tomar por culo. Chistes así, no. Y no sé qué de Rocketeer y que le impidiera usted el revisionado mortal, y no sé qué de salvaguardar la nostalgia falaz… Muy raro. Hablaba muy rápido. Un lunático. Lo llamó Sorel.

—¿Sorel? Yo no me llamo Sorel. Debe ser una broma, si. Aunque me gusta. Sorel…

—Una broma, si señor. Continúe.

—¿Ha visto juegos de Guerra? ¿Proyecto X? ¿Desventuras de un Recluta Inocente? ¿Negocios de Familia? ¿Tiempos de Gloria? ¿Un Loco a Domicilio? Está ahora mismo en Godzilla…

—¡Esa se estrenaba hoy! Me han dicho que es muy buena…

—¡Maldita sea mi estampa! ¿Buena? ¡¡¡¡¡¡BUENA!!!!!!! ¡Esa película es el mal! ¡La peste! ¡El horror! ¡La defunción de todo lo que es sagrado, puro, inocente, blanco y navideño! Es la semilla de todo el horror que yace oculto bajo las capas hipócritas que supuran de podredumbre la decadencia de la sociedad occidental, es… Una señal divina. Un signo. Un anuncio de dolor, pena, pobreza, ruina y destrucción. Si los jinetes del Apocalipsis esculpieran la pesadilla de aquello que en su conjunto representan, tendría el rostro de esa maloliente pestilencia que devora toda la poca esperanza que le quedaba a este mundo de un mañana luminoso… Y lo peor de todo es que Godzilla no es ni tan siquiera Godzilla. ¡Gojira se está retorciendo en su tumba marina!

—Reconozco que no he entendido ni la mitad de lo que acaba de decir, aunque creo, y dígame si me equivoco, que es usted crítico cinematográfico.

—¡Bah! No me compare a esa tuna de descerebrados chulitos sin talento, ignorantes despelleja películas que se entretienen rezándole al dios que se encuentran cada mañana delante del espejo el poder darle sentido a sus vidas, es decir, que sus criticas iluminen a alguien y sirvan para algo. Naturalmente, esos rezos nunca dan resultados.

—Vale… ¿No es crítico?

—Ni borracho. Póngame otra, por favor.

—Ya. Pero Godzilla no…

—Thats a lot of fish. Broderick, Ferris Bueller dijo eso… y Lloré. ¿Por qué? Hasta salió mi francés favorito. Mathilda lloró conmigo, en el mundo de los sueños. Natalie Portman. Pobre León, pobre y maravilloso buzo en el Gran Azul… La odio. Odio esa película. Godzilla me ha roto las ilusiones.

—¿Por una frase en inglés?

—La vi en inglés, si. En versión original, para quien de verdad guste del cine. El cinéfilo auténtico. No hay otra manera.

—¡Esa es otra!

—¿Cómo?

—Me acabo de acordar. El tal Atreyub dijo otras cosas en su parloteo… que se metiera sus ideas sobre el doblaje por el culo y no sé qué de Bob Fosse. ¿Quién es Bob Fosse?

—Uno que hacía musicales.

—No me gustan los musicales.

—¿Por?

—Cantan.

—Ya. Bueno, no nos perdamos… En fin. Cuando yo era un criajo, Mathew Broderick era mi héroe. Uno de ellos. En realidad lo era Ferris Bueller.

—Un personaje suyo.

—Si. De la película que hizo John Hugues, un grandísimo director. Un director que nos marcó mucho. ¿Se acuerda de los ochenta?

—Vagamente. Vivo al día.

—Entonces también se vivía al día. Aunque aquellos eran días más locos. O eso me parece ahora. El dinero parecía el hambriento hedor de un capitalismo salvaje, enloquecido… No había fronteras. Y si las habías, se las pasaba todo el mundo por la santidad innombrable. Había cosas buenas en las ochentas, más allá del irrisorio choque irracional de las interferencias creadas por el neón en Aullidos… Era una locura. Bendita locura. Jodida locura. Florecían como muñecas locas las rebeliones en un jardín ideal. El amor es más importante que el dinero. La diversión es más importante que el dinero. Seguir al corazón (quien coño puede seguir al corazón, siendo este un cabrón que nunca sabe lo que quiere y a veces quiere cosas opuestas al mismo tiempo, es otra historia, pero usted me entiende), los propios ideales por encima de la riqueza… Una rebelión frente a toda esa morralla de capitalismo salvaje, tigre, tigre y bla bla bla, simetrías del infierno, no me haga caso. ¿Y qué mayor tiempo de rebelión que la juventud? Ya no se rebela uno contra el dinero, contra la idolatría del dinero, solamente, sino contra las normas. Contra lo establecido. Contra la tradición sin seso, esa que exige una repetición y no la manutención de unos valores, que es para lo que sirve la tradición a fin de cuentas. En la base, su relación con el odio frente al dinero, se hallaba la idea de que alguien, una fuerza poderosa, ya fuera tu padre o una autoridad, o el rico, quería forjarte a su imagen y preferencia, y tú no eras más que un muñeco en sus manos, una marioneta, nada más, y nada menos. Dejabas de ser tú mismo. Una rebelión llamó a la otra. Ramas de un mismo árbol entrelazándose. Y la juventud, en un mercado ideal.

—Perdóneme que le diga, pero la idolatría al dinero puede decirse que se ha dado siempre. Y me perdonará si le digo que aquí mismo la sigo viendo hoy. Y probablemente, mañana.

—Ya, ya entiendo lo que dice. El dinero es un dios cruel con los que le desprecian, por eso todos lo adoran. Y él tan contento. Pero yo no hablo solo del amor al dinero, esa puta descarriada, sino de la manifestación intelectual, cultural, del mismo, y la reacción lógica de rebelión que despertó. La expresión ¿entiende? De ese amor, y por tanto, su ensañamiento en nuestros cerebros como idea, y las ideas son el tejido de nuestra realidad.

—Si usted lo dice. Poco recuerdo de los ochenta. Fundamentalmente, me las pasé de puta en puta, aunque no sé yo si muy descarriadas, exactamente.

—Joder, le envidio.

—El buen joder siempre es envidiable. Pero continúe, se lo ruego.

—¿No le aburro?

—El cliente siempre tiene la razón.

—Aunque esté equivocado.

—Sobre todo si está equivocado. Pero siga.

—Bien. Déme otra copa, para que no pierda mi privilegio de ser cliente y tener siempre la razón, más aún cuando yerro.

—Marchando.

—¿Por dónde iba? ¡Ah, si! El mercado.

—Me voy a echar una y le acompaño.

—Bien. No me gusta beber solo. Le invito yo, si no le importa. A ver, si, ya, cuando algo es popular, se vende bien, y cuando se vende bien, pues llega Manolo el empresario y hace lo que cree que vende, y eso, en arte, pues es un suicidio. La juventud es un buen mercado. Llevaba siéndolo por lo menos desde los sesenta. Aunque también se acaban haciendo buenas cosas precisamente porque hay gente con pasta que quiere hacer más, y se cuelan a veces grandes cosas. Es una espada de doble filo, eso que se llama consumismo y eso que se hace llamar comercialidad…

—Me permitirá que me complazcan en esas palabras.

—A usted se lo permito. Además, creo que hablamos de animales de diferentes estepas.

—Puede ser.

—Este comercio era brutal. Y si, se hizo mucha mierda, a veces por ganas dinero y otras, por incompetencia. Y cuando se juntan las dos… Titanic. Jóvenes rebeldes que eran solo pose y una incomprensión de lo que era ser joven y ante aquello que uno quería rebelarse brutal. Un fastidio. La idea de una verdad, aunque solo fuera personal, fundamentalmente, porque no se tenía ninguna. Y una artista sin una verdad, aunque solo sea una constelación de preguntas cuya verdad es la ausencia de verdad, es la nada. Y la nada sobraba. Pero también había todos, o al menos, muchos. Y eso no es poco. Había gente con agallas. Al menos, con las agallas de decir algo sincero, aunque fuera una chorrada. Y eso también cuenta.

—Y mucho. Aquí eso lo consigue la borrachera.

—Una borrachera de verdades suele hacer lo mismo. ES imposible guardárselas todas. SE desbordan.

—In vino veritas.

—Y la verdad en la verdad. La verdad es el vino del poeta. La música clásica frente al rock and roll. La realeza del viejo mundo con sus normas sociales estrictas frente al cologueo de la calle y la espontaneidad. A veces desechando el viejo régimen, o aprendiendo de él a la vez que cambiándolo, formas diferentes de rebelión. La destrucción frente a la simbiosis. La diversión frente a la responsabilidad. ¿Cuántos héroes, jóvenes y no tan jóvenes, no desechaban las reglas, se divertían a cada hora, sin deshacerse del todo de la responsabilidad, y hacían lo que les daba la gana y lo que debían al mismo tiempo? Joder, hablo de juventud, pero hasta la mitad o más de los policías cuarentones eran balas perdidas que solo seguían sus propias normas, como si hubiesen tomado al bueno del Harry El Sucio como modelo de un golpe de estado cultural. Con eminentes copias vacías, innumeras, por supuesto.

—Siempre me gustó Harry el Sucio.

—Pues algunos de sus hijos tampoco son unos flojeras, precisamente. Un poco del individualismo setentero frente a la corrupción nacional y cívica en un orgasmo de pesimismo negro como la noche se transformó rápidamente y con gran naturalidad en otra manifestación de la revolución contra la imposición de unas normas para formar parte de una sociedad que te promete una felicidad que nunca tendrás. Dudo que Arthur Conan Doyle tuviera a los yuppies esnifando coca de las tetas de prostitutas cuando hizo a Sherlock Holmes probar el polvito blanco…

—¿Y qué tiene que ver eso, si me permite la pregunta? ¿Sherlock Holmes?

—No estoy seguro. Se me acaba de ocurrir que un amigo del futuro, en el futuro, un tal Dussander, me dirá constantemente que siempre me busco excusas para introducir a los victorianos en mi plática… No sé, es raro.

—Es usted un joven raro, si.

—Eso me dicen constantemente. Claro que la diversión sin ambages también vende. Y parte de la idea de “diversión a punta pala y todo el día” también era parte de la fiesta que te prometían los mismos cabronazos que solo querían que pensaras en el placer propio y en cómo conseguirlo, es decir, con pasta gansa. Y vuelta a empezar. Consíguela. Sé bueno. Juega con las normas en mente. Las nuestras, claro. Qué se puede hacer. Lo que vende, lo venden, y lo que no… Pues se intenta también, se intenta fabricar esa querencia ausente. No hay problema. Lo innecesario convertido en adicción es la piedra filosofal del comercio.

—Casi suena como un comunista amigo mío.

—No soy comunista. Me disgustan los excesos. Acaban por volverse egoístas. Todos somos un poco egoístas… pero solo un poco.

—Un amigo mío cínico le llevaría la contraria.

—El cinismo es para cobardes que se han cansado de esperar; es la equivalencia en el necio de la impaciencia.

—Creo que un cínico estaría de acuerdo con usted. Sería su naturaleza estarlo.

—Ahí me ha pillado. Mire, lo que más me gustaba de John Hugues es que rezumaba verdad. Verdad ¿entiende? Eran cuentos de hadas. No eran realistas. Eran fantasías. Tenían algo de mágico, sin embargo. Marcaron a una generación porque por debajo de su piel fantasiosa, de sus arquetipos, había honestidad, y verdad. Decía cosas sobre ser joven, sobre crecer, sobre sentirse como en la adolescencia, siempre un extraño entre extraños, incomprendido, buscando algo sin saber qué es… Sus películas te llegaban y te reconocías en ellas a un nivel profundo.

—Ya veo.

—Y había melancolía en ellas. Ya sé que le he hablado de la rebelión juvenil, pero… Fíjese. Todo En Un Día. La película. Trata sobre un chaval, Ferris Bueller, que hace pellas un día, fingiendo que está enfermo; sus padres creen a pies juntillas lo que dice; no solo es un pillo, sabe camelarse a la gente. Solo su hermana lo tiene bien calado, y le desespera que sea capaz de hacer lo que le da la gana siempre, salirse con la suya y ser el tipo más popular del universo conocido. Finge estar enfermo, pone en su cadena de música una cinta con grabaciones y sus ronquidos, una figura bajo las mantas de su cama, y hala, a pasarlo bien con su amigo Cameron y su novia Sloane. Deciden coger el Ferrari del padre de Cameron, a quien dice querer más que a su hijo, el cabrón, y van a buscar a Sloane al colegio. Se hace pasar por el padre de Sloane por teléfono para que el director de la escuela, Rooney, la deje salir, pero conociendo a Ferris, sospecha, así que se lanza a casa de este para comprobar que todo ande bien. Nuestros héroes y su Ferrari viajan a Chicago, decididos a pasar por todo lugar turístico posible, viviendo muchas aventuras, jodiendo a un par de mayorzotes imbéciles, y regresando al final del día a casa sin un rasguño. Todo en un día.

—Pues o no la he visto, o no me suena.

—¡Ah, pero eso no es todo!

—Figuraba.

—Ferris le habla a la cámara. Broderick tiene un carisma enloquecedor. Es un cañón, el mamonazo. Nos hace participar de esta aventura y de sus planes, y este sencillo truco nos hace sentirnos como el tercer amigo de la pandilla, algo que deseamos sinceramente. Y es que verá, y por esto es especial; Ferris Bueller no es el típico ligón, cool, tío juerguista y rebelde. No se trata de faltar al cole para hacerse el malote. Todo tiene un fin. Ferris es querido por una razón. Toda su argucia, su astucia, su carisma, encanto y saber improvisar los usa para ayudar a sus amigos. Gran parte de todo lo que ocurre lo hace para ayudar a su amigo Cameron a enfrentarse a un padre que ni le escucha ni le atiende como es debido, a hacer que crea en si mismo, que deje de sentirse amargado por verse incapaz de luchar por aquello que él quiere. A vivir un poco más la vida, a luchar por ella, a sentirla en la sangre y no darle demasiada importancia a todo, a ser responsable, pero a no pasarse, a saber reírse un poco, y sobre todo… amarse lo suficiente como para ser él mismo.

—Pues si que ambicionaba mucho en un solo día…

—Pero lo consigue. Es una película. Es una historia. Al final, devuelto el Ferrari al hogar, empieza a darle patadas y golpes para descargar su furia, en una escena realmente conmovedora y dramática, en la que suelta todo el rencor y el dolor que sufre por sentirse rechazado por su padre. Ama, en verdad, más a ese coche al que cuida como si fuera una joya, que a su propio hijo. Y no chirría con la parte más cómica del relato ¿entiende? Esta es otra habilidad de Hugues. Es capaz de mezclar comedia con drama con una naturalidad asombrosa. Cameron vive aterrado por la corrección, por el miedo a salirse de unos patrones marcados por él. Al final, toda esta historia solo versa sobre la rebelión en apariencia; es más, es sobre la verdadera rebelión, no a una idea, ni a una política, ni a un consumismo; es la rebelión que todo ser humano debe acometer, a casi siempre, contra uno mismo. Uno es su propio carcelero. Y Ferris, en un acto de amistad, dedica todo un día a ayudar a su amigo a triunfar en esa rebelión. Y al final lo hace. Hay un momento algo cómico y dramático al mismo tiempo cuando el Ferrari de papi cae de su sujeción con las patadas del chico y cae por la cuesta que baja su garaje hasta hundirse en el agua de un lago. Ferris se ofrece a asumir la culpa y sacrificarse ante el padre de Cameron, pero Cameron dice que no hay tu tía. Él se enfrentara a su progenitor. Y lo hace. Y lo hace con la cabeza muy alta. Y triunfa. Y por primera vez, padre e hijo se encuentran.

—Bonita fantasía.

—Lo sé.

—Los hijos siempre creen que sus padres no les entienden.

—Si. Sobre todo cuando no les entienden.

—Esa es la vida. No sabes nunca nada de cierto.

—Así que todos nos tenemos que emborrachar para poder ver claro ¿no?

—Claro, no sé, pero se lo acaba creyendo uno un poco, y eso no es poco.

—Engañarse a si mismo es doblemente inútil si uno no se acuerda de nada.

—¡Yo me acuerdo de cada borrachera, caballero!

—¿Y se arrepiente?

—Un poco de todo.

—Así que es usted todo un dador y buscador de verdades.

—Soy un mago con un infinito número de pociones de la verdad.

—¿Y la Pepsi?

—Esa es la gran mentira. Pocas cosas te hacen creer que te has refrescado… cuando no lo ha hecho en absoluto.

—¿Tiene hijos?

—Si y no. Pero soy muy comprensivo.

—¡Eso cree cada padre!

—Sobre todo cuando lo son ¿eh?

—¿Y hermanos?

—Una hermana.

—¿Cómo se lleva con ella?

—Como el perro y el gato si el perro y el gato, entre pelea y pelea, se quisieran muchísimo.

—Bueller tiene una hermana. Lo detesta. Cree que es el niño mimado, lo conoce bien, y le fastidia que acabe por salirse siempre con la suya.

—¿Es una cuestión moral o envidia?

—Eso exactamente es lo que le dice el personaje de Charlie Sheen…

—¡A ese si que lo conozco!

—¡Me alegra! ¿Puedo seguir?

—Por favor.

—Vale. Una comisaría. La hermana, que se llama Jeannie, es… ¿conoce Dirty Dancing?

—¿Esa no era aquella en la que el tipo de De Profesion Duro bailaba?

—¡Exacto!

—No la he visto.

—Bueno, pues la hermana la interpreta Jennifer Gray, la co—protagonista de Dirty Dancing.

—No la he visto.

—Lo pillo, lo pillo. Bueno, pues volvamos. Comisaría. Charlie Sheen, malote, chupa de cuero, pero tranquilo, suave, lleno de calmada sabiduría, tipo reflexivo que contrasta con sus pintas de sobrino de Elvis, mientras esperan a que la poli se encargue de ellos, en un banco sentados, charlan, y ella le cuenta todo sobre su frustración con el hermano, y Charlie, con toda su sabiduría, le hace ver que, probablemente, se trate de pura envidia, y que tiene que tiene que encarar sus propios fantasmas y aceptarse a si misma para poder aceptar a su hermano. Una escena en la que el personaje menos aparentemente adecuado, le da el consejo más esencialmente inteligente. También le recomienda que hable con un tipo que podrá ayudarla. Un tipo del instituto. Claro, se refiere al hermano, pero ella no le había contado su nombre, así que…

—Se enfada.

—Esa muchacha es pura furia. Es una escena bastante graciosa. Al final, sin embargo, la sangre llama a la sangre, y sorprendida por Rooney, el director de la escuela de Ferris, que lo lleva intentando pillar en las pellas toda la película con hilarantes resultados, que se metió en su casa sin permiso, acaba por darle una tremenda patada, y defendiendo a Ferris en el momento en que pudo haberle pillado… Rooney… Jefrey Jones. Divertidisimo.

—¿El actor?

—Si. Trabajó en muchas pelis. Un secundario de lujo. Ed Wood… El adivino. Bitelchus, el padre de Wynona, Caerse de un Guindo, ¿Quién Es Harry Crumb?, La Caza del Octubre Rojo… Seguro que lo ha visto muchas veces y no sabe su nombre.

—Como con casi todo lo que me ha contado.

—Aquí está estupendo como Rooney. Un director de instituto muy desafortunado, sus propias peripecias para descubrir a Ferris acaban pareciéndose a la Odisea del Coyote tratando de atrapar al correcaminos. En los créditos finales, hay una canción famosísima que se usó en otras pelis de los ochenta, incluido El Secreto de mi Éxito, esa en la que Mich… el de Regreso al Futuro, el chaval, escala desde abajo hasta la cima en una empresa. Se llamaba I´m Too Sexy del grupo ingles Right Said Fred…

—Nombre de grupo más raro.

—Si. Lo componían dos hermanos.

—¿Cómo era la canción?

—Espere que se la canto. Iba a algo así… perdone que cante mal… I´m Too Sexy for Milan, too Sexy for New York…

—¡La conozco! Pero esa no era de los ochenta.

—¿Qué quiere decir?

—Juraría, amigo que esa no es de los ochenta.

—Pero… ¡claro! ¡Seré idiota! Siempre confundo las canciones.

—Suele pasar.

—Es OH YEAH del grupo suizo Yello. Ya sabe. Oh YEAH… tu ru tu tu tu tu ru…

—¡Claro! Esa es muy famosa.

—Sobre todo para un niño de los ochenta. Bueno, pues al final, la familia triunfa, la suerte triunfa, la hermana ayuda al hermano, en los créditos el pobre Rooney se mete con la ropa hecha un cisco en un autobús escolar y suena OH YEAH… Inolvidable. Claro que esa es una pequeña parodia referencial del primer momento en que se usa la cancioncita, cuando Cameron le enseña el Ferrari de su padre a Ferris por primera vez. Hubo hasta un crítico que dijo que fue Hugues quien transformó el uso de esa pieza musical en esta película en un símbolo de la avaricia materialista y el capitalismo salvaje, y que por eso se ha usado tanto la mayor parte de las veces en otras películas, con ese fin. No sé si será verdad.

—¿No decía odiar a los críticos?

—En general. Pero hay de todo.

—Vaya, al final resulta que tiene usted razón y hay final feliz. Y familiar.

—Felicísimo. Pero también algo amargo, si bien no falta la esperanza.

—Eso es importante.

—Es un final, en cierta manera… No. No es solo el final. Es todo el relato. Está bañado en melancolía. Es agridulce.

—¿Por qué?

—Porque la historia tiene el aire de despedida a una etapa de la vida como es la de la juventud. El regalo de Ferris a su amigo Cameron estriba en querer despertar en él el amor al hoy porque todo hoy se acaba. Nadie sabe lo que sus vidas les depararan tras el verano, con la universidad en el horizonte. ¿Seguirán siendo amigos? ¿Cambiarán? Todo En Un Día marca el final de una etapa en la vida de estos personajes. El punto y aparte en esa amistad. Nada volverá a ser igual. Es el canto al aprovechar el último crepúsculo de esa etapa. Pero de alguna manera, es también muy esperanzador, porque sabemos, sentimos, que esa nueva página en sus vidas sabrán escribirlas en letras de oro y que su amistad, pueda o no cambiar, no se debilitará. Pero si bien uno no puede abandonar del todo la esperanza de una puerta que se abre, tampoco puede evitarse la suave tristeza de una que se cierra. Al final, el pasado brilla más hermoso de lo que fue…

—Bueno… Depende del pasado.

—Y depende de cuanto uno lo haya abandonado. Pero soy joven. ¿Yo qué sé, en realidad?

—Créame, soy mayor que usted… y sin embargo las cosas nunca quedan tan claras como quisiéramos. Por mucho que los años pretendan enseñarnos.

—Si que está usted optimista.

—Tiene su encanto. Si nada sabemos de seguro… también todo es posible. Y eso no está mal del todo. Descubiertos todos los secretos, la vida se volvería una sombra detrás de otra, una copia de si misma. ¿No cree?

—Si usted lo dice.

—¿Se siente mejor?

—¿Sabe lo que le digo? Que si. Bastante mejor. Muchas gracias.

—¡No hay de qué! A veces solo hace falta soltarlo todo.

—Y alguien amable que nos escuche. Gracias. Otra vez.

—No crea que lo he hecho gratis.

—¡No estropee el inicio de una bonita amistad!

—Los amigos son sinceros los unos con los otros. ¿Ha recobrado pues la fe en todo aquello en lo que un hombre joven debería tener fe?

—Casi. ¿Solo un hombre joven?

—La fe no muere, pero su objeto…

—Veremos. Todos somos distintos. Un brindis. A la amistad.

—A la amistad.

—Y a Ferris Bueller.

—Y a Charlie Sheen, que estuvo genial en Apocalypse Now.

—Pero… bah. ¿Sabe qué le digo? ¡El barman siempre tiene la razón!
 
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Querido Sr. Vernon, admitimos el hecho de tener que quedarnos castigados todo un sábado por habernos portado mal; lo que hicimos no estuvo bien. Pero pensamos que está usted loco al intentar forzarnos a escribir un ensayo explicando quienes creemos ser, porque usted simplemente nos ve como quiere vernos; un cerebro, un atleta, una irresponsable, una princesa y un criminal.


Así empieza una de las mejores películas de cine adolescente de los 80; la mejor película de toda la carrera de John Hughes (quizá alguien me lo rebata por Ferris Bueller…). Una película que marcó a una generación y que, estilos aparte, en muchas cosas de su texto sigue siendo atemporal, y lo será siempre.

El cine adolescente fue todo un subgénero que empezó (como lo conocemos) en los 70 con Desmadre a la americana y generó toda una locura de copias, sagas y secuelas falsas, un rollo que se iba retro-alimentando. Podríamos hacer una división simplista entre las que tenían de fondo el lema sexo-drogas-rock&roll (casi siempre con tramas que giraban o bien en torno a montar una fiesta salvaje y generalmente prohibida, o en la pérdida de la virginidad) y otra clase de películas que se centraban en la lucha del individuo libre de los 80 contra la Autoridad, el Sistema, o como queráis llamarlo. Ambos subgéneros no son excluyentes, de hecho es muy normal encontrarlos juntos, y cuando me he puesto a subdividirlos, me he dado cuenta de que una subdivisión es innecesaria.

También hay que decir que muchas de esas cintas no aguantan un examen o revisionado hoy en día, porque eran cintas de consumo rápido pensadas para ver y olvidar de forma fulgurante, para el mercado de vídeo... Pero El club de los cinco es la gran excepción a la regla; es una de las afortunadas que sigue sobreviviendo en la memoria de los viejos, y en algunos miembros de la nueva generación que la van descubriendo.

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El club de los cinco es un tratado sobre la adolescencia, y más concretamente, sobre los adolescentes americanos de los años 80, era de la abundancia (para algunos) donde los chicos de las clases medias-altas, estuvieron más mimados, y más colmados (materialmente) que casi ninguna otra generación anterior, mientras que los de clase baja carecieron más que nunca de todo lo indispensable. La invasión del ocio electrónico, los videojuegos, el vídeo, la tele por cable…

Pero la película no es tanto un examen de clases (aunque algo de eso haya, no creo que fuera importante para Hughes) como un examen de cualquier sociedad occidental civilizada, sobre la asignación (y aceptación) de roles sociales en la juventud.

Los títulos de crédito son toda una declaración de intenciones: fondo negro y letras amarillas, nada vistosas, con el Don’t You de fondo; títulos de crédito muy sobrios y contenidos, alejados de los festivales de colorido y animación que solían tener estas películas en los créditos, estilo Porky’s. Es el primer aviso de que vamos a ver algo especial.

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La historia arranca (después una cita de David Bowie) trasladándonos hasta el Instituto Shermer de Illinois (Shermer es una ciudad ficticia, típicamente americana, que Hughes volvería a retratar en otras películas) donde una de las formas de castigo para los alumnos que cometen faltas graves es obligarlos a pasarse todo el sábado encerrados en el instituto (una idea genial, y la pesadilla de cualquiera a esa edad) bajo la supervisión de algún adulto del centro, y dedicando su tiempo a escribir ensayos que a nadie le importan y que seguramente, nadie leerá. Un modelo de ayuda a la adaptación, a la productividad y la reinserción, vaya.

Es por la mañana, y cinco castigados llegan al colegio (ya la forma en que llega cada uno empieza a dibujar el retrato de su rol); ellos son Andrew (Emilio Estevez) un héroe deportista del instituto, perteneciente a la típica familia WASP, muy poco motivado; Claire (la novia que todo adolescente americano y, porque no, español, quiso tener en su cama, Molly Ringwald) la reina de los bailes estudiantiles, la niña de papá, de clase alta y que siempre brilla allá donde va; Brian (el ubicuo Anthony Michael Hall) un nerd, empollón, obsesionado con las notas altas debido a la presión paterna; Allison (Ally Sheedy) una inadaptada que nunca habla y a la que nadie jamás presta atención, y en fin, Bender (Judd Nelson) el rebelde de clase baja, y futuro delincuente sin esperanzas de salir de ello. Los cinco estarán bajo la atenta, paternal, educativa y estimulante vigilancia del señor Vernon (Paul Gleason) el director del centro. Seguro.

La dirección de actores es soberbia, desde el momento que los cinco aparecen en pantalla, todo está estudiado: cada gesto, cada mueca, corresponde al rol que interpretan en la película. Y desde ese mismo momento, Hughes insiste en recordarnos dichos roles, a través de cualquier detalle: por ejemplo, el modo de sentarse en la biblioteca (que hace las funciones de sala de castigo, y que no se parece a la biblioteca de ningún colegio que yo haya conocido) donde la princesa del instituto y el deportista se sientan juntos (son los únicos socialmente integrados o sea, iguales) mientras los otros tres se sientan totalmente separados, y los de clase baja directamente, en la última fila. La aparición del señor Vernon deja claras las reglas del juego desde el principio: es el enemigo, que no va a ofrecerles ayuda en su tarea, y que se considera demasiado importante para estar allí un sábado vigilando a cinco mocosos de mierda cuando podría estar jugando al golf o sobando. Su actitud es hostil desde el principio; chulesca y nada pedagógica, negándose a contestar (e incluso a escuchar) las preguntas que le van planteando los alumnos.También en ese momento queda claro el odio especial que siente hacia Bender, en lo que incluso podríamos ver un cierto toque clasista (el director desprecia a todos sus alumnos, pero solo siente esa hostilidad hacia uno de ellos, casualidad o no, el único que proviene de un estrato marginal).

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La película sigue esas reglas durante un rato (están vigilados de cerca, los cinco chavales solo hablan memeces y comentarios sin importancia) pero para que empiece de verdad, hay que hablar con libertad, por lo que pronto el director tiene que desaparecer de escena, y volver solo cuando de verdad haga falta. Así, al principio, los cinco se comportan como críos, manteniendo las distancias y lanzándose pullitas (el delincuente metiéndose con la chica bien, burlas generalizadas hacia el empollón, ignore absoluto hacia la anti-social, el deportista defendiendo a la que es de los suyos) pero irán moviéndose de esas posiciones poco a poco. Eso no significa que no dejen de pelear (de hecho, diría que cuanto más se pelean, más se acercan) o de desearse (casi desde el principio surge el triángulo sobre Claire (la Ringwald) por la cual competirán los dos “machos alfa” del colegio, el deportista y el matón).

Como suele pasar en el cine de Hughes, lo que puede parecer positivo es en realidad, negativo, y lo que parece feliz, es amargo. Así, por cada pequeño momento que tienen los protas para conocerse y comprenderse, para salirse de ese rol del cual van derribando barreras, más difícil parece que esa nueva condición vaya a sobrevivir más allá de ese sábado. Poco a poco, primero a través de experiencias cotidianas (el almuerzo que comparten en la biblioteca, muy revelador sobre algunos de los chavales y momento clave) o como se comportan con los dos adultos de la peli (el director y el conserje del colegio) van dando pie a una relación auténtica donde todos puedan desprenderse de sus “caretas“que se acaban viendo como una auténtica mortificación para todos, una mierda innecesaria, impuesta socialmente, que solo les trae infelicidad.

En el cine de Hughes, sobre todo en sus películas de adolescentes, hay muy pocos adultos, y los que salen están muy clasificados. Por un lado, el adulto que representa a la autoridad (normalmente amenazador, y un obstáculopara los protagonistas) el adulto ridículo del que uno solo puede reírse (no tanto alivio cómico como auténtica crítica a la madurez mal entendida) y por último, el menos constante, pero más interesante, el adulto estratificado en la adolescencia. En este sentido, mi personaje favorito de El club de los cinco no es ninguno de los cinco del título; es, ha sido siempre, el conserje, Carl (interpretado por John Kapelos, actor muy ochentero que repetiría en el cine de Hughes).

El conserje, de quien nada sabemos pero mucho podemos adivinar; en el inicio de la película, vemos su foto (como estudiante, mucho más joven y con pelo) enmarcada en un cuadro de honor de “Estudiante del año”. Pero en el presente de la película, le conocemos de conserje, un tipo al que le mola ponerse filosófico pero también es pragmático, muy, muy sarcástico, y en el fondo, se dibuja una historia amarga, la suya. Me puedo imaginar esa historia, un pasado donde fue “alguien” (o por lo menos, la promesa de alguien) expectativas que seguramente no llegaron a cumplirse, experiencias que lo desengañaron, y un futuro que le obligó a volver al único sitio donde había sido “alguien” aunque fuera desde lo más bajo, un trabajo de conserje sin futuro.

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Clave es también su conversación con el director Vernon, y que nos ayuda a entender a este villano que a lo mejor, en el fondo, no lo sea tanto. Seamos sinceros; ¿Cuántos profesores como Vernon hemos conocido? Gente que se dedicó a lo que parecía una carrera universitaria fácil, una vida profesional fácil, vacaciones de verano… para luego darse cuenta de que se carece totalmente de cualidades humanas (no ya académicas) para enseñar, para motivar y estimular. Acaba uno echándole la culpa de sus elecciones a otros (los alumnos, en este caso) frustrándose y amargándose, y llegando a convertirse en cabrones retorcidos. Yo personalmente, he conocido a unos cuantos.

La tragedia de Vernon es que él, como sus estudiantes, es otro rol, lleva su propia máscara. Esa actitud de desprecio y burla no es más que una tapadera para no revelar una sensibilidad oculta (realmente le importa, y mucho, la percepción que de él tienen sus alumnos). Hay un momento genial en el que se enfrenta a Bender cuando los dos están solos, y enumera (sin venir mucho a cuento) las cosas que tiene: un hogar, un buen salario, una casa… un momento en que desnuda las miserias de una vida donde solo cuenta lo material.

Pero son los ochenta, y no todo han de ser reflexiones existenciales, coñe! La película intenta combinar su texto con otras atracciones que estimulen al público adolescente del momento y lo mantengan pegado a la pantalla; el triángulo amoroso, en un principio solo a través de miradas, luego ya, convertido en una pelea abierta entre los dos “pretendientes” que esperan cualquier excusa para echarse la bronca, liarse a hostias y así impresionar a su pretendida. También está el misterio de la marginada Allison, que nunca habla, y de la que no sabremos su motivo para estar ahí castigada hasta el final de la película; tenemos agresiones verbales e incluso físicas, intento constante de romper las reglas establecidas del castigo (sobre todo por Bender, que poco a poco va arrastrando a sus compañeros con él) todo muy Hughes. Carreras por los pasillos del instituto a ritmo de temas ochenteros, fugas imposibles de la sala de castigo que ni James Bond hubiera conseguido, fumeteo de hierbas raras, psicotrópicas e ilegales (una escena clave, otra más, en la que después del consumo todos se rebuscan en sus respectivas carteras/bolsos, en un intento de intimar). Curiosamente, a esa escena la sigue otra que siempre odio, el “subidón” que le da a Andy después de fumarse un porro, que le lleva a bailotear por toda la biblioteca, una escena que rompe el ritmo, y que sobra totalmente.

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Pero, a partir de cierto momento la película va dejando los momentos de entretenimiento más espectaculares, destinados a entretener al público y se centra: los cinco protas se sientan en un círculo en la biblioteca, como si estuvieran de hoguera en pleno campamento, y comienzan a explorar su interior (y no de la forma en que estáis imaginando, cerdos). De todas sus confesiones, pienso que es la de Andy la más perturbadora: el chico sano americano, un puro estereotipo, el deportista popular envidia de todo hijo del vecino, un triunfador, que es en realidad un triste pelele, infeliz, aterrorizado por la figura de su padre y al mismo tiempo, queriendo impresionarlo a toda costa, incapaz de pensar o hacer nada por sí mismo.

El club… sigue por unos derroteros bastante amargos, pero prefiero centrarme ahora en otros aspectos, y dejar esas reflexiones para el final, más que nada por no spoilear a nadie la película, aunque dudo que haya mucha gente que no la conozca y tenga intención de hacerlo, pero por si acaso.

A El club de los cinco, a día de hoy, se le han achacado varias imperfecciones por las cuales se le suele fusilar en algunos ámbitos; imperfecciones que no creo que sean tales, al menos no todas.

En primer lugar, el excesivísimo culto del que goza en su país (infinitas series le han rendido homenaje, mi favorito, personalmente, el de Futurama. Aquel día casi lloro, y los que conozcáis la serie, sabéis de qué hablo).

En segundo lugar, mucha gente se vale de la poca credibilidad de la propuesta para cargarse toda la película. Cinco adolescentes vigilados por un adulto que se escapan de su sala de castigo, corren por ahí, fuman marihuana, causan destrozos en el instituto, y hasta se ponen a bailar, sin que el vigilante adulto se entere de una mierda. ¡No es creíble!, dice mucha gente. Bueno, no quiero entrar en el debate de que la suspensión de incredulidad es algo sin lo cual no se puede disfrutar del 90% del cine, y prácticamente nada del cine fantástico. Pero a John Hughes, esa credibilidad se la sopla; él lo sabe, su público lo sabe. Solo hay que ver Todo en un día, que es una gran bofetada contra cualquier realidad; o Dieciséis velas, que es un cuento de hadas adolescente actualizado; ¿alguien probó a crear una Kelly LeBrok con su Spectrum? A mi no me salió. Y si hablamos de su labor como guionista, ¿alguien se creyó la premisa de Solo en casa? ¿Pero qué clase de padres son esos? ¿Dónde está la asistencia social cuando se la necesita? ¿Por qué no le retiraron la custodia del mocoso a sus padres? Pero al margen de esas cuestiones, Solo en casa fue una de las películas más taquilleras de principios de los noventa, y no creo que nadie preguntara.

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La suspensión de incredulidad es vital; los protas DEBEN salirse del control impuesto, para interactuar con libertad. Puede que otro guionista/director hubiera conseguido hacerlo de manera más sutil, pero la verdad, viniendo de Hughes esa libertad de romper las propias reglas de la película me parece más una declaración de intenciones que un fallo. Si los cinco estuvieran sentados en la biblioteca, reñidos cada vez que abren la boca, la película hubiera terminado en cinco minutos, más o menos. Yo creo que es EVIDENTE que a Hughes se la suda el director del colegio, salvo cuando lo necesita: por ejemplo fijaros en esas escenas en que los cinco corren huyendo de él, y pasan corriendo POR DETRÁS SUYO a centímetros. En un instituto vacío, con los ecos que debe haber en esos pasillos, ¿el director Vernon no se da cuenta de que están pasando detrás suyo como elefantes en una cristalería? Pues no. De hecho al final bailan al son de una canción de tocadiscos que es imposible que no se oiga (al margen de la dichosa credulidad, esa escena es otra que me sobra bastante, fruto de su tiempo y de la necesidad de meter numeritos musicales, que aquí está bastante forzada).

Otra crítica que he llegado a escuchar, y que me hace descojonarme, es aquella que diu “es que la peli va sobre cinco críos americanuchos que no son más que arquetipos… ¡que falta de originalidad”. Perdonadme los presentes que pienses así (si los hay) pero eso es una cretinez y solo demuestra que no se ha visto la película entera. La película lo que hace es cogerse a cinco arquetipos americanos, perfectamente identificables en su día (y hoy, que cojones… y no hace falta, quitando algunas cosas, limitarse a los EEUU) y desmontarlos hasta llegar al punto en que lo que no son, desde luego, es arquetipos. Los cinco representan perfectamente las ansiedades del adolescente occidental, y en ese punto, no creo que la película haya envejecido ni un solo segundo, todo está ahí: el miedo a madurar, entendiendo la madurez como el final de la vida y el empezar de una distinta, desconocida, aterradora; el sexo (un auténtico motor para los personajes en momentos clave de la peli) la presión social, lo importante de las apariencias, las relaciones con los padres (curiosamente, las veamos desde el punto de vista del que las veamos, los cinco quieren impresionar a sus padres, aunque algunos desde luego, no se merezcan ese esfuerzo por parte de sus hijos). Si algo conecta a los cinco personajes que dan nombre a la película al título español de la película (que, en mi opinión, es mucho mejor) es la infelicidad. Algunos lo tienen todo y otros nada, pero al final todo son apariencias, a todos les faltan las mismas cosas.

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La última gran crítica a El club de los cinco su final “happy ending al estilo americano” y aquí empiezan los SPOILERS para quien no quiera seguir. Y es que calificar a esto de final feliz es ser un cabrón. De final feliz, nada. El matón acaba ennoviándose con la princesa; el deportista, con la anti-social (del geek no se dice nada…. Ni creo que nadie se extrañara de que ni lo tuvieran en cuenta a la hora de emparejar personajes, vamos. El Brian de Anthony Michael Hall parece escapado de la saga La venganza de los novatos). Los cinco parecen llegar a un acuerdo: no dejarán de ser amigos más allá de ese sábado, y darán la cara delante del resto de los compañeros cuando llegue el lunes siguiente.

¿Alguien se lo cree? De verdad, acordaos lo que era ser adolescente. ¿Alguien es capaz de tragarse que al lunes siguiente, se cruzarán entre ellos y no bajarán la cabeza? La película tiene el gran acierto de no enseñar ese momento, pero estoy convencido de que al llegar el lunes, cada uno llevará puesta su careta, y no admitirán quitársela. Ese John Bender, puño en alto, de fondo una pista de ¿rugby? Del instituto, que ha sido tan copiado y referenciado, y que siempre se ha visto como el triunfo de la individualidad sobre la masa y la presión social… madre mía, a mi me da una pena tremenda. Están todos condenados a fracasar pero, todos. Su triunfo es el triunfo del momento, un segundo en el que fantasear y ser romántico, lo suficiente para que la fábula agridulce no le siente mal a los que pagan las entradas. Por supuesto, el niño que hay en mí quiere creer lo contrario. Me dice: oye, al lunes siguiente, las dos parejas seguirán siendo parejas, los cinco amigos seguirán siendo amigos, y el resto de los compañeros lo aceptarán, y si no da igual porque lo que importa son ellos cinco, y al final se casarán todos juntos y se irán a vivir la luna, y a comer perdices”.

Desgraciadamente, han pasado ya unos buenos veintitantos años desde que vi por primera vez El club de los cinco, y por lo que sé del género humano, y de la presión de la sociedad sobre uno a esas edades, dudo mucho que el cuento termine así. Ese pequeño momento de gloria final no es más que un instante de rebeldía. Una nota romántica al pie del libro. La amistad es muy importante en la vida, y la película entera va de eso, pero me pregunto hasta qué punto cada uno de esos cinco adolescentes cambiaría lo que tiene (todos tienen un grupo de amigos, excepto Allison, una familia que los respalda materialmente, aunque la vida familiar sea miserable…) por esa amistad. Está claro que Bender y sobre todo, Allison, son el que más tiene que ganar con esta “sociedad”; los otros, aún viniendo de familias más o menos desestructuradas, son clase media, mientras que Bender viene de la marginalidad y los abusos paternos, y Allison es socialmente invisible.

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Vi El club de los cinco con unos 8 años, una edad en la que cualquier cosa impresionaba. La vi en un pase televisivo, en una de aquellas sobremesas míticas de comida con la familia + película con los primos. Y me impresionó. Ya había visto algunas películas sobre adolescentes (sobre todo Bicivoladores, que creo fue la primera de esa temática que pude ver) pero aquella fue la primera película que vi donde se introducía a problemáticas adolescentes un poco más cercanas a la realidad, como la presión social y paterna, el sexo, la rebeldía… pasé muchísimo tiempo obsesionado con El club de los cinco, imaginádnome como serían las vidas de sus protagonistas y lo que sucedería al dichoso lunes siguiente. Supongo que el que más me impactó a esa edad fue Bender (a día de hoy Nelson me sigue pareciendo el más desaprovechado del Brat Pack) por la enorme rebeldía que expresaba, y que me faltaban unos cuantos añitos para comprender.

No volví a verla en unos diez años; un amigo mío la tenía grabada en un VHS, de un pase de madrugada en La2… ¡EN VO! Fue la primera película que vi en idioma original con subtítulos, varios años antes de que el DVD se implantara en los hogares. Renació toda la pasión que había sentido viendo la peli de niño, pero también es cierto que eché de menos sus voces españolas del doblaje. Me puse a buscar la película y finalmente, la encontré en un videoclub (por aquel entonces, dichos locales no estaban todavía en peligro de extinción, aunque ya se marcaba su ocaso). Curiosamente, la película no tenía carátula, solo una caja y una cartulina con su nombre; desde entonces ha sido para mi una constante obsesión encontrar la carátula de El club de los cinco del VHS de alquiler español original. La editó CIC Vídeo (que editó muchas de Universal) y me ha sido imposible encontrar la citada carátula, solo la versión sudamericana.

En aquel momento, había conseguido el Club de los cinco, la había alquilado y visto con sus voces originales, pero solo la tenía en alquiler: no era mía. La tenía en propiedad, prestada, habría de devolverla a su legítimo dueño pasadas 48 horas, y desembolsar un nuevo pago cada vez que la quisiera volver a sacar. Los del videoclub se habían negado a vendérmela (aún no había llegado el momento de que los videoclubs se desprendieran de esos preciados tesoros). Yo quería ver la diez veces, quería enseñársela a mis amigos, quería tenerla en propiedad. Una cinta virgen, y dos vídeos montados después, lo conseguí… y aún conservo esa copia. A pesar de que, muchos años después (de hecho, hace muy poco) en ese mismo videoclub conseguí la misma copia original que en su día pirateé. Sin carátula, recordadlo. SI ALGUIEN SABE DE DONDE PUEDA ENCONTRARSE UNA COPIA DE DICHA CARÁTULA, POR DIOS, ME MANDE UNA SEÑAL DE HUMO.

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El club de los cinco tardó algunos años en editarse en DVD. Durante el auge de la implantación de Internet en los hogares españoles, podía encontrarse una copia, un ripeo del DVD americano, con el doblaje español… sin embargo, había insertos de un doblaje latinoamericano, como si ciertas partes del doblaje se hubieran perdido. Cuando finalmente, Universal anunció su salida en DVD, muchos nos temimos que fuera ese infame doblaje mutilado, o quizás un redoblaje, pero hubo suerte: hoy pueden encontrarse ediciones impecables de El club de los cinco en nuestro país, en DVD y en Blu Ray.


Es difícil saber qué simboliza esa película para mi, y para todos los otros que la admiran. Quizá una especie de pequeña máquina que detiene el tiempo durante los minutos en que transcurre su visionado, y logra transportarte, sino física, sí emocionalmente, a otra época. A pesar de transcurrir en un instituto americano, que tan poco tiene que ver con la mayoría de institutos públicos españoles que hemos conocido casi todos los que estamos aquí, con sus interminables hileras de taquillas personales, sus grandes campos de deporte, equipos de animadoras, una biblioteca de tamaño gigante, laboratorios de ciencias que ríete de los de la NASA, periódicos estudiantiles, vestuarios que ni los del Real Madrid… y a pesar de esas diferencias, la película consigue recordarnos en algo lo que era esa vida en el instituto: el constante ajetreo mental y físico, la inseguridad y la arrogancia, las dudas… dice Allison, en un momento de la película, que al crecer, a uno se le muere el corazón. Yo dudo que eso sea verdad (por lo menos, no tan dramática y literalmente como lo dice Ally Sheddy) pero si creo que “algo” se muere, algo desaparece. A veces, para siempre.

Otras veces, no.

Otras veces, ese “algo” ese pedacito de nosotros mismos, está guardado en el DVD (o VHS, o Blu Ray) de El club de los cinco… y lo podemos recuperar durante un rato. Un gran rato.

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Última edición:
BREAKFAST es una peli que no soporto. Me parece forzada y ridicula en su pretenciosidad. Me parto con los traumas de los protas, cada uno en su estereotipo estereotipadamente deconstruido. Cuando al final se "unen" yo lloro... de risa.

BUELLER es algo mejor, de espiritu mas "libre" aunque igualmente forzada en su discurso, y con un Matthew Broderick totalmente abofeteable.
 
BREAKFAST es una peli que no soporto. Me parece forzada y ridicula en su pretenciosidad. Me parto con los traumas de los protas, cada uno en su estereotipo estereotipadamente deconstruido. Cuando al final se "unen" yo lloro... de risa.

BUELLER es algo mejor, de espiritu mas "libre" aunque igualmente forzada en su discurso, y con un Matthew Broderick totalmente abofeteable.

No te des con la puerta al salir. :mosqueo:cuniao
 
La verdad es que no he visto ningun de las tres :cortina. De la serie de La chica explosiva sí que me acuerdo y la seguía bastante y no sólo por la Vanessa Angel :agradecido
 
“Mejor solo que mal acompañado” (1987)

(“Planes, Trains & automóviles”)


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A modo de introducción:

- De los grandes maestros de la Escuela de la editorial Bruguera, únicamente Francisco Ibáñez y Jan continúan activos. No; no os habéis equivocado de crítica ni yo me he tomado un cuarterón de orujo. Seguid leyendo por favor. Una de las características de Ibáñez es que apenas tiene personajes secundarios, y cuando estos aparecen son perfectamente intercambiables y casi clónicos, muñecos animados diría yo: hombre del bigote; matón1, matón 2, matón 3; señora rellenita, señora delgadita…

Sin embargo, comparemos a Ibáñez con José Escobar o el propio Jan antes citado: sus protagonistas son importantes, pero ellos no serían nada sin una amplia galería de secundarios con nombres y apellidos. En ocasiones estos secundarios no tienen más que un par de frases en toda la historieta, pero su trabajo no es sólo importante, es esencial para que avance la acción.

Escobar en sus historietas de Zipi y Zape rodeó a sus protagonistas de un entorno de vecinos, peones manuales, tenderos, maestros, amigos, familiares, delincuentes, agentes de la autoridad. Todos y cada uno de ellos fueron mimados en su tratamiento y humanidad con el mismo cariño que la pareja de diablillos protagonistas. Nos reímos y compartimos las vivencias de los gemelos, pero aquellos que les acompañan nos dejan un poso que es casi tan relevante como el de los protagonistas. Su función es fijar a nuestros héroes en un entorno definido. Una ciudad, un barrio y aquellos que lo moran. “Érase una vez una ciudad”

Y si todavía habéis tenido la paciencia de seguir leyendo –porque esto va para largo- sin pensar que os estoy tomando el pelo o que me he equivocado de página, sabed que este es uno de los grandes méritos del cine de John Hughes: su amor incondicional por los secundarios. Un amor que le entronca con los grandes directores de cine clásico americano ¿Sería arriesgado decir que no recuerdo un mimo por los secundarios tan acentuado desde los tiempos de Lubitsch, Sturges o Billy Wilder?
Acompañadnos ahora en un viaje, nunca mejor dicho, en el que dos caballeros bien distintos vivirán una experiencia que les cambiará para siempre. “Érase una vez un viaje”

Dos hombres y un destino, por no decir nada de unos cuantos aviones, trenes y automóviles:


- “Mejor solo que mal acompañado” no es sólo mi película favorita de John Hughes, sino un filme que ha significado mucho en mi vida. Desde que la vi por primera vez en televisión, a finales de los años 80, cada año que pasaba no podía dejar de decirme que todavía era un filme muy reciente, que el mundo que reflejaba no había cambiado y que un día podría conocerlo, tal y como aparecía en pantalla, y sin embargo ya han pasado prácticamente 27 años...

En esta película se da una de esas felices conjunciones que solo pasan de muy tarde en tarde. Con sus más y sus menos, sus mejores y peores filmes, creo que nadie puede cuestionar a estas alturas la genialidad de Steve Martin y John Candy como nombres a figurar con mayúsculas en la historia de la comedia americana.

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Cuando Steve Martin asume el compromiso de esta película, su fulgurante trayectoria como guionista, actor, músico, productor y escritor, cuyo salto a la fama se había dado al encargarse de la presentación del “Saturday Night Life” durante los años 70, su carrera no le había hecho ningún desprecio al drama, aunque ésta era una faceta no tan cultivada por su parte como la comedia disparatada.

Al enfundarse el traje de Neal Page, el encopetado ejecutivo dedicado al marqueting que espera llegar a tiempo a su casa de Chicago desde Nueva York para celebrar el Día de Acción de Gracias con su familia, Steve Martin demostraría que el hombre de los mil tics, que tanto había hecho reír al público, tenía no solo un as, sino toda una baraja oculta, capaz de arrancar una lágrima al espectador.

Su físico y en especial su cabello blanco le permitían en esta película parecer sin resultar impostado, un verdadero hombre de negocios sobrio y serio como pocos. Además, bajo la batuta de Hughes, el actor se vio obligado a renunciar a la gran mayoría de sus tics gestuales, desplegándolos solo cuando es estrictamente necesario. En ese sentido, me recuerda a cuando Peter Sellers o Robin Williams conseguían ser dirigidos de modo que contuvieran su histrionismo. Así nos regalaron lo mejor de sí mismos.

John Hughes tiene dos niveles de tratamiento de los sketchs, por ello siempre que se revisitan sus películas se encuentran nuevas ocurrencias. El primero son los gags evidentes verbales o físicos, que buscan entrar por los ojos y arrancar la risa inmediata del espectador, pero hay también todo un nivel subterráneo de humor no descifrable a primera vista, heredados también de la gran comedia americana clásica, como por ejemplo cuando se entretiene en jugar al equívoco mostrándonos en primer plano las tarjetas de crédito con las que Page y Griffith pagan la habitación en el primer motel que comparten. Una es una Diners que pertenece a Neal y otra una tarjeta de crédito de tres al cuarto, que parece en su diseño una Diners y que acabará en la cartera de Neal por error para dar lugar a un gag futuro o las auto referencias continuas a su propio cine, como cuando Susan, la mujer de Neal Page está viendo la televisión mientras habla con su marido y escuchamos en la pantalla a una pareja discutir en estos términos: “Has encontrado la horma de tu zapato”; “¡Estoy descalza!”. No sólo se trata de un chiste lingüístico, sino que es ni más ni menos toda una secuencia de “La Loca aventura del matrimonio” en aquel momento en fase de filmación. La pareja que discute es la formada por Kevin Bacon y Elizabeth McGovern.

Estamos ante un estilo de cine más, mucho más elaborado de lo que pudiera parecer, con un amor por el esmero y cuidado en todos y cada uno de los mínimos detalles hasta conseguir un engranaje perfecto en el que nada es dejado al azar y que, una vez más solo recuerdo haber visto entre los grandes maestros del cine clásico.

Todo lo anterior, hace cuestionable definir a John Hughes como un Maestro del cine de los años 80. Eso sería pecar de reduccionista. En mi opinión, su cine es intemporal. Podría haber sido rodado en cualquier época de la historia y continuará siendo vigente en cualquier tiempo porque su temática: la disección de las relaciones personales, tamizada por el humor, no está lastrada a una época o escenario concreto.

Habría muchos modos de precipitar el encuentro entre los dos protagonistas de esta historia. El guion se entretiene en presentarnos a Neal Page intentando vender una campaña de publicidad de cosmética ante un cliente que no acaba de estar convencido tras pasarse un par de horas mirando la propuesta sobre cuál de los anuncios se adecúa más a lo que busca para su empresa. Ningún problema, seguirán la discusión tras las vacaciones. Se trata de pasar el fin de semana con su familia, que es presentada en breves pero indicativas secuencias como una modélica e idílica familia americana con esposa y tres niños pequeños, disfrutar del Día de Acción de Gracias y nada más. Parece sencillo ¿no? Fin de reunión, vuelo y en casa. Sí, es incluso hasta demasiado sencillo.

El comienzo del filme es impecable y Martin borda la preocupación que todos hemos sentido en algún momento cuando estando en una cita, nuestro interlocutor no tiene la más mínima prisa y nosotros miramos disimuladamente el reloj con el rabillo del ojo porque se nos está haciendo tarde. Impecable el personaje de ese cliente que no acaba de decidirse y al que sin embargo no se le puede meter prisa porque del cierre de esa campaña se derivará un negocio que supondrá una jugosa comisión para la agencia en la que trabaja Neal Page.

Sin embargo, aunque él todavía no lo sabe, ese día las cosas empiezan a torcerse para el serio ejecutivo, como si fuera uno de los protagonistas-marioneta de un episodio de “The Twilight Zone” y Hughes empieza ya a cocinar a fuego lento el caos en un menú elaboradísimo. Un detalle tan trivial como el olvido de sus guantes en el despacho del cliente demostrará tener su relevancia y es que el director no da puntadas sin hilo. Esos guantes los necesitará más adelante, pero repetimos, él todavía no es consciente de ello. En cuanto Page baja en el ascensor a la calle, comienza para su incredulidad su descenso a los infiernos…

La sutilidad con la que el guion empieza a calentar en el horno ese menú se nos muestra con una escena genial y llena de ritmo. Hora punta, imposible coger un taxi. Page ve uno pero en la acera de enfrente otra persona también lo ha visto. Podría ser cualquiera pero, damas y caballeros, esa persona es ni más ni menos que… tachán, tachán, ¡el gran Kevin Bacon!, el hombre que no envejece y que según Internet está conectado con todos y cada uno de nosotros; el héroe que salvó a un pueblo al que le tenían vetado bailar el rock and roll y por ello es recordado años después en la galaxia entre los tripulantes de la nave estelar Milano. En fin, Kevin Bacon… por tanto, no se trata de un rival fácil de batir.

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La persecución para hacerse con el taxi funciona casi como un cortometraje silente, delirantemente rápida, con cierto sabor retro, al que contribuye el traje y el sombrero de ala ancha de Steve Martin (no es descabellado pensar que ese corredor de fondo podría haber sido todo un Gary Cooper, un Clark Gable o sobre todo un Cary Grant) entre ambos competidores, a cual más elegante con sus gabardinas de ejecutivos de Nueva York. No es un duelo de bailes, pero cuando se trata de correr, Bacon demuestra que también es caballo ganador. Los aficionados a Bacon disfrutarán de su agilidad, luciendo su característico pelazo leonino al viento y es inevitable no sentir simpatía por él cuando le arrebata el auto a Martin, saludándole y peinándose con la mano al tiempo que se introduce en el taxi. No dice una sola palabra, pero ahí tenemos ya a un primer secundario notable, sin el que el filme no sería lo que es. Digamos adiós a Kevin y a su taxi porque lo recuperaremos como se merece y ya como protagonista absoluto en nuestra siguiente crítica.

No obstante, a pesar de la agilidad de Bacon, Neal Page ha tenido un obstáculo adicional para perder el taxi: tropieza con un voluminoso baúl lleno de etiquetas, lo que denota que corresponde a alguien harto viajero y cuyo nombre bien visible sobre la tapa es “Del G. Griffith”.

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Page intenta hacerse con un segundo taxi utilizando las armas que mejor domina: labia y dinero, intentando convencer a un abogado que está justo a punto de subir en él. Esa escena es esencial para entender cuán diferentes son Neal Page y Del G. Griffith, a quien estamos a punto de conocer. Mientras el primero pone por delante la cartera, el segundo hace uso de su astucia y sentido común (dejo al libre albedrío del espectador que conjeture cuál de los dos tiene más peso) para que, aprovechando que ambos hombres están discutiendo por la propiedad del vehículo, coger el taxi y llegar al aeropuerto. Dos maneras de afrontar la vida que están a punto de encontrarse. Page perseguirá a la carrera al taxi, lo abordará entre insultos y verá apenas un segundo a un sorprendido Griffith mirándole con cara de no entender nada. Sin embargo, el taxi sigue su camino, Page tropieza de nuevo y acaba tomando un autobús para llegar al aeropuerto. Allí descubrirá que el vuelo lleva retraso. Las llamas del infierno empiezan a acariciar su caro abrigo de ejecutivo.

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En la sala de espera volverá a coincidir con Griffith.
El cuadro es digno de ser descrito: un hombre orondo, que se entretiene en leer una novela barata erótica “The Canadian Mounted” (atención al título con doble sentido en una nueva muestra de que Hughes aprovecha cualquier momento para colarnos una de sus bromas), de la empresa “Lámparas y apliques americanos”, un vendedor de aros de cortina de baño, que recorre todo el país y cuya máxima es “Ama a tu trabajo y adora a tu mujer”. Un hablador impenitente y al que quedará pegado literalmente en un viaje mucho más largo de lo que ambos pensaban debido a los sucesivos retrasos que provocan las condiciones meteorológicas adversas, lo que les obligará a dar un rodeo de dos días hasta llegar a su destino.

Pero antes de arrancar el viaje, mantengámonos todavía un poco más en la sala de espera del aeropuerto. No nos han llamado aún a embarcar. Nuestro vuelo lleva demora como ya sabéis. Quién está detrás de Del Griffith. Ni más ni menos que John Candy, quien también había hecho sus pinitos en los años 70 con gran éxito en el “Saturday Night Life”, lo que le llevó a convertirse en uno de los rostros cómicos más populares de la pequeña pantalla.

A diferencia de otros humoristas que han usado la gordura como base de su humor, en el caso de Candy el físico siempre fue para él un lastre que le impedía mostrarse tal y como le hubiera gustado ser. “Érase un hombre a un cuerpo pegado”. Candy detestaba las bromas sobre su cuerpo y compensaba su figura con un intenso esfuerzo para mostrar sus verdaderas capacidades como actor. “Mejor solo que mal acompañado” suponía un punto de inflexión en su carrera. El actor avejentó su aspecto tiñendo y rizando su cabello en un color más oscuro, se dejó bigote para aparentar más edad y nos regaló la que para muchos, servidor incluido, es el papel de su vida y una muestra de hacia dónde podría haber ido su carrera de no habernos dejado tan pronto.

Para Candy este camino debía ser el que marcase el tipo de papeles que quería interpretar y para desligarse de su físico dejó de fumar y se puso a régimen, a pesar de estar sobre aviso: los ataques al corazón no eran inusuales en su familia y fue uno de ellos el que nos privó de él en 1994, mientras filmaba “Caravana al Este”, mediocre producción recordada hoy por ser una de las primeras ocasiones en que se reutilizó material de escenas ya filmadas para poder terminar la parte que no pudo rodar el fallecido actor.

Volvamos a ponernos en ruta. Por fin nos llaman a embarcar. Estamos en movimiento y ponerse en movimiento en América significa horas, kilómetros, digo millas y paciencia.

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Esta circunstancia brinda a Hughes la oportunidad de retratar a la América del día a día, la de los aeropuertos y moteles de carretera, las cafeterías, transportes públicos y privados, en lo que es una declaración de amor a un país y sus costumbres. Estamos ante una comedia que utiliza el paisaje y sus tipos humanos para avanzar y es para quitarse el sombrero la estima con el que el director demuestra querer a su patria retratándonos y diseccionando con precisión cervantina tipos humanos tan dispares como la azafata ante la que se encara Page cuando no puede hacer uso de su billete de primera clase y ha de pasar todo el vuelo al lado de Griffith y sus pies sudados; el viejecito que se queda dormido sobre el hombro de Page, otro jugosísimo cameo sin frase, del entrañable Billy Erwin, actor popular en su vejez y que los aficionados a la deliciosa “En algún lugar del tiempo” recordarán siempre como Arthur, el botones que pone a Christopher Reeve sobre la pista de su amada Elise MacKenna para que se decida a viajar atrás en el tiempo a su encuentro;

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los empleados que anuncian los sucesivos retrasos y cancelaciones de los vuelos debido a las condiciones atmosféricas adversas; el psicodélico taxista rockero de Wichita con un tupé del tamaño de Texas, que les acompaña al primero de los moteles que comparten y que tiene decorado su coche con suspensión de camión como si fuera un clon mecánico de Elvis Presley;

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los diferentes encargados de motel en los que se alojan;

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el recio matrimonio de granjeros que les llevan en su camioneta, cuya pequeña y ruda mujer es fuerte como un toro -cuando uno de sus hijos nació de lado ni siquiera lloró- y cuyo marido tras escupir se limpia la mano de saliva chocándola con Page;

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la encargada de la oficina de alquiler de coches, todo miel y amabilidad hasta que Page le saca de quicio; el taxista malhumorado que primero noquea y después levanta a Page del suelo pillándole literalmente por los huevos.

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Junto a estos tipos humanos, interpretados todos ellos por reputados secundarios, Hughes nos regala una serie de gags para el recuerdo. Gags que si lo pensamos, no distan mucho de poder haber sucedido en realidad, cuando uno se enfrenta a los rigores de un viaje, en el que perder el equipaje, duchas que no funcionan, sufrir un robo o tenerse que alojar en lugares que no le desearíamos ni a nuestro peor enemigo, están a la orden del día con televisores a monedas, camas vibradoras de tercera clase y almohadas de gomaespuma. Cuántos de nosotros no habremos vivido en un viaje experiencias como las de Page y Griffith. No hay fantasía en lo que relata el filme. Exageración de hechos, pero de hechos auténticos.

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Imposible olvidar la secuencia de la noche en el primer motel que comparten Page y Griffith, cuando tras ducharse, Page se queda a medias porque le cortan el agua y le dejan con todo el jabón en los ojos, entonces descubre que Griffith ha utilizado todas las toallas disponibles, ha abandonado el lavabo hecho un asco y solo ha quedado libre una minúscula toalla y ha de hacerse con ella a ritmo de coreografía de ballet; el tener que compartir una cama encharcada de cerveza, al explotar las latas de bebida que Griffith había dejado sobre la cama vibratoria, con un tipo gordo que no para de hacer ruidos guturales y despertarse abrazados como tortolitos al día siguiente y separarse como si ambos hubieran hecho algo malo arrancándose a hablar de cosas de “hombres” para mostrar su hombría; cuando Page se lava la cara por la mañana y contempla horrorizado que en el agua del lavabo flotan los calcetines de Griffith y para rematar la faena se está secando también con los enormes calzoncillos de su parlanchín compañero de cuarto;

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el momento en que viajan en la parte de atrás de la camioneta de los granjeros al aire libre a una temperatura de dos grados bajo cero y se quedan congelados y Page ve un guante sobre un montón de paja que intenta coger y bajo el que aparece un perro, que también se congela pobrete cuando la camioneta llega al final;

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el viaje en autobús con todo el pasaje cantando la canción de “Los Picapiedra” tras el fiasco de Page al tararear “Three Coins in a Fountain” una vieja canción de los años 50 popularizada por Frank Sinatra y en el que destaca la pareja besuqueándose apasionadamente, que acaba el morreo fumado un cigarrillo como si hubieran tenido relaciones sexuales; las persuasivas técnicas de ventas de Griffith, cuando tras robarles el dinero un raterillo, vende con gran éxito aros de cortina como si fueran pendientes empleando argumentos tan disparatados como que tienen helio en su interior, diseñados por el Gran Mago de China en el siglo IV, grabado el autógrafo de una famosa, que responden a un antiguo diseño de valor incalculable o que hacen parecer mayores a un grupo de niñas;

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el enfado de Page ante la encargada de la agencia de coches de alquiler cuando ve que su vehículo ha desaparecido

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y sobre todo la mítica secuencia en la que John Candy conduce otro auto de alquiler a ritmo de “Mess Around” de Ray Charles primero, cantando y reproduciendo los movimientos de los músicos, quedándosele atascado el anorak en el asiento sin poder llegar con las manos al volante del coche y poco después lo pone por accidente en contra dirección, que acaba rematándose con el incendio del vehículo en un más difícil todavía. Para la historia queda el momento en que mientras el coche es atravesado en contra dirección por dos enormes camiones, Page se imagina a Griffith caracterizado como un sonriente demonio y ambos a su vez aparecen como esqueletos.

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De todos modos, más allá del humor, lo que convierte a esta película en uno de los clásicos modernos americanos más queridos no solo en su país de origen sino en el resto del mundo, es la química perfecta entre Steve Martin y John Candy. Pocas veces el espectador puede celebrar la coexistencia de dos talentos que en un partido de tenis virtual se pasan la pelota sin que ésta jamás toque el suelo. Sería muy difícil atribuir la victoria a cualquiera de los dos, pero voy a proponer a ambos como campeones por dos momentos tan especiales como emotivos.

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John Candy se lleva el juego, set y partido en una de las secuencias más recordadas de la película y demuestra como apuntábamos antes, el gran actor dramático que hubiera podido ser de haber estado más tiempo entre nosotros. Yo diría que es la “SECUENCIA” de la película en mayúsculas. Me refiero a cuando la primera noche ambos han de compartir motel en Wichita. Tras hacer estallar las latas de cerveza en la cama por la vibración del colchón y hacer imposible que Martin concilie el sueño por los sonidos guturales de Candy, en un guiño a Jack Lemmon cuando hace lo propio en “La Extraña Pareja”, en una cafetería con Walter Matthau, Martin se levanta airado de la cama y amenaza con marcharse, pero primero le canta las cuarenta a Candy, acusándole de ser un bocazas sin remedio que le está haciendo la vida imposible desde su primer encuentro en la batalla por el taxi.

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Candy escucha a Martin. Le deja que se desahogue. Oye con el ceño fruncido, aunque sin alterarse, cómo Martin ironiza sobre si tal vez el vendedor de aros de cortinas no tendrá un resorte oculto en el pecho que haga que hable sin parar y que entendería perfectamente que alguien se pegara un tiro después de haberle conocido. Entonces, tras la bronca, y en el amago de marcharse de la habitación, tiene lugar el “MOMENTO”. Candy responde sereno pero taxativo, mientras lentamente se va elevando una música que arropa a la perfección sus palabras. Su réplica es tan increíblemente cierta, que no me resisto a copiarla literalmente, aunque añada también el enlace al video:

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- “¿Pretende herirme? Hágalo si así se siente mejor. Soy un blanco fácil. Tiene razón, hablo demasiado. También escucho demasiado y puedo ser un cínico sin corazón como usted pero no me gusta herir a los demás. Piense lo que quiera de mí. No voy a cambiar. Me gustome gusto. Le gusto a mi mujer. Les gusto mucho a mis clientes porque la mercancía es genuina. Lo que ve es lo que hay (“What you see is what you get!” en el inglés original)”. Acabadas estas palabras que le ponen a uno el corazón en un puño, vemos a Martin arrepentirse y bajar los ojos, mientras Candy embutido en un colorista pijama a cuadros que le hace parecer un peluche gigante, se acuesta. Para arrancarnos una sonrisa, le vemos mirar por el rabillo del ojo para ver si Martin se acostará de nuevo o no, como efectivamente sí hace.



Pero he dicho que también le ofrecería por derecho la copa del ganador a Steve Martin y ello nos brinda el momento en que se descubre el secreto que oculta la vida nómada de Del Griffith, en una tímida denuncia que Hughes hace a la existencia de los viajantes de comercio, que si bien no alcanza –ni tampoco pretende por supuesto-la virulencia de la obra maestra “Muerte de un Viajante” de Arthur Miller, sí pone en la llaga lo que supone para estos infatigables trabajadores, cuyos hogares son las más de las veces esos moteles baratos de carretera y las salas de espera de las estaciones de trenes, autobuses y las terminales de aeropuerto, mientras acarrean de aquí para allá sus muestrarios de venta luchando por la ansiada comisión.

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Al igual que Willy Loman en la obra de Miller, la filosofía de vida de Del Griffith es que si le gustas a la gente, si le muestras que no hay trampa ni cartón en ti, todo es más fácil. Aunque en esta ocasión no porque busques triunfar en la vida, sino porque eso es lo que te hace sentirte feliz y satisfecho. En ese sentido, Griffith es el reverso luminoso de todos los Willy Loman que han actuado de un modo positivo pero no porque verdaderamente creyeran en ello, sino porque era la máscara que teatralmente había que ponerse para cerrar la venta y triunfar. Griffith renuncia a la máscara. Su rostro es auténtico, sus ideales verdaderos, sin obsesión por alcanzar el éxito, ya que éste le ha venido, dentro de su pequeño mundo de viajante de comercio, por haber sido siempre él mismo, sin engaños, sin manipulaciones, sin reproches y por ello ha podido seguir adelante sin remordimientos. Sólo así puede hacer ver a Page que ese bocazas que quizá le quitó el taxi es mucho mejor persona de lo que a él le pareció desde el principio.

Cuando ambos personajes se despiden tras haber conseguido que Page llegue a su domicilio a solo un tramo que salvará en un tren de cercanías, la cámara se recrea en su rostro y en las vivencias pasadas. Cierto que ha sido un infierno pero ya ha pasado todo. Atrás quedan los días correteando de aquí para allá para salvar todos los obstáculos y regresar con su familia. El ejecutivo intenta mirar la hora en el gesto reflejo que todos hacemos al consultar nuestro reloj de pulsera pero ya no lo tiene. Sonríe pensando en su familia que de punta en blanco le espera para celebrar la festividad, aunque sea con retraso. Todo estará listo: el pavo en el horno, el pudding calentito, las velas encendidas, los niños bien peinados y su esposa ¡Ah! su esposa… esa mujer que le tiene robado el corazón aguardando para abrazarle. Dios mío cómo ama a su mujer. Lo daría todo por ella. Se da cuenta de que a pesar del trabajo, ha descubierto que en realidad lo más importante es vivir para su mujer y sus hijos. Lo sabía, desde que dijo las palabras adecuadas en la iglesia hace años pero lo había olvidado y algo en este viaje se lo ha hecho recordar.

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Neal Page sonríe también recordando los accidentes, los malentendidos, las vivencias con su improvisado compañero de viaje con el que cada vez se ha ido sintiendo más unido ¡Madre mía cuando se despertaron abrazados el uno al otro con las manos metidas bajo las sábanas! Cierto que ha habido más de una ocasión en que lo hubiera estrangulado, sobre todo cuando quemó el coche y su cartera con las tarjetas de crédito tras casi acabar muertos en un tramo en contra dirección o cuando le acusó de estar siempre tocándose las pelotas, bromeando sobre que Larry Bird no toca tantas pelotas en una noche como Page en una hora y si no añoraría el tener otro par de pelotas y unos cuantos dedos extra.

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Cierto que gracias a que empeñó su fabuloso reloj pudo conseguir habitación en el ultimo motel de la ruta y que estuvo tentado en dejar que su parlanchín compañero se helase de frío en las ruinas del coche, cuando el dueño del motel no aceptó su garantía de pago exhibiendo un reloj Casio como si fuera una modelo de un anuncio barato, pero al final le hizo pasar a la habitación y ambos vaciaron el mueble bar y brindaron por sus casas y esposas.

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Tendría que explicar después de las vacaciones a sus compañeros de oficina que había conocido al tipo más estrafalariamente increíble de su vida y cómo condujo un automóvil calcinado que casi le lleva a prisión de no ser porque el agente de carreteras se apiadó de él, sabiendo que llegaba tarde para la fiesta de Acción de Gracias, y aunque les retiró el uso del coche pudieron seguir en ruta en el interior de un camión frigorífico… tendría… tendría… tendría…

En ese momento, la sonrisa se congela en el rostro de Page y empieza a iluminarse una idea en su mente que va apagando su humor
¿Qué es eso que dijo Griffith en el motel cuando éste le reprochó que hablaba como un muñeco sin resorte? ¿Sí, qué fue? que le gustaba como era y le gustaba a su mujer. Y luego estaba aquello… sí, cómo fue… ahora recuerda la mirada de profunda tristeza que Del Griffith le lanzó, cuando también en el motel le replicó que al menos y en el peor de los casos siempre tendría una mujer con la que envejecer a su lado y cómo respondió que la palabra amor no bastaba para definir lo que él sentía por Marie.

Piensa Neal, piensa, que algo se te ha escapado… y cuando en la cafetería se reprochó que últimamente había estado demasiado tiempo fuera de casa, qué respondió Griffith mientras se atiborraba de comida, algo así como que hacía años que no iba a casa. En ese instante, la mente del genio del marqueting Neal Page suma dos y dos y lo “COMPRENDE” todo.

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Fue como si de golpe hubiera tenido una visión de la verdad universal y le pareciera indescriptiblemente triste. Debe regresar a la estación porque entonces ya sabe todo ¡Cómo no lo comprendió antes! Debería haberlo sospechado cuando veía a su amigo… sí, porque ahora sabe que Del Griffith es su amigo, colocando amorosamente la foto de su mujer Marie sobre la repisa de la mesilla de noche, como si fuera una reliquia.

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En la estación, en la sala de espera, Griffith está tal y como le dejó. No se ha movido de su banco. Sus cachivaches, su anorak, todas sus pertenencias. No hace falta preguntar. Hay momentos en que solo con la mirada dos personas pueden intercambiar más palabras que con horas de discurso. Del Griffith habla. John Candy habla. Marie ha muerto. Murió hace ocho años. Él no tiene casa. Lleva su recuerdo en todos y cada uno de sus viajes. Habrá tiempo para arreglar el tema de la casa pero ahora hay que obrar y Neal Page es un hombre que a pesar de este viaje terrible sabe cómo hacer las cosas. No hay discusión. Del pasará el Día de Acción de Gracias con su familia.

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Ambos acarrean el pesado baúl de Griffith. Con él, al tropezar allá en Nueva York empezó todo. Griffith se resiste apocadamente a entrar en el hogar de Page. La seguridad le falla al mejor vendedor de aros de cortina del mundo. Se reviste de timidez, como coraza para blindar su temor a qué pueda suceder cuando le reciba la familia de su nuevo amigo.

Sin embargo, no puede haber recibimiento más cálido. Allí están los padres de Page y sus suegros. También los niños a quienes tanto ha echado de menos pero todavía falta alguien. Page levanta la mirada y allí está ELLA en la escalera. Su esposa y él es su marido, pero no es el mismo hombre que se marchó hace dos días para cerrar un acuerdo comercial en Nueva York. El hombre que ha regresado, lo ha hecho de algo más que un simple viaje de negocios. Neal Page regresa de un viaje iniciático que ha cambiado su vida para siempre.

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A aquellos que no hayáis visto nunca esta película y os aventuréis en ella por primera vez, os recomiendo que os fijéis en esta secuencia.
Cómo se miran la esposa y el marido. Es cine. Ambos son actores, pero pocas, muy pocas veces, he visto una mejor representación visual del sentimiento amoroso entre dos personas que en ese momento. Fijaos en el rostro de Steve Martin, esos ojos cuando ella aparece. Uno realmente podría creer que es su mujer de verdad y no de película.

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  • “Cariño quiero presentarte a un amigo mío”.
  • “Hola señor Griffith”.
Laila Robins está magnífica en ese plano. Un rostro serio, una belleza madura e inteligente. Su saludo al nuevo amigo de su esposo es muy especial. Con pocas palabras y una mirada penetrante hacia John Candy, muestra cómo ella sabe lo importante que ha sido Griffith para su marido a través de las llamadas telefónicas que se supone que él ha ido haciendo fuera de cámara. De este modo, el recién llegado no es en modo alguno un extraño. Ella ya se lo ha podido ir imaginando durante esos dos largos días de ausencia de su esposo y su mirada irradia tanto ternura como agradecimiento.

A continuación los esposos se funden en un fuerte abrazo y en un beso, un beso pequeño y tan sencillo como creíble y ya quisieran muchos figurines de Hollywood ser capaces de evocar el amor de un marido por su mujer, como Steve Martin y Laila Robins con solo sus miradas. Si alguien no es capaz de mirar así a quien ama, me parece que debería replantearse si realmente está enamorado de esa persona. Eso, amigos míos es talento de intérpretes y labor de cinco estrellas de un director. Mil gracias por regalarnos este momento John Hughes.

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No obstante, Hughes va a por todas. Podría haber cerrado el filme con esa secuencia pero él quiere ir más allá. Todavía tiene unos instantes para regalarnos una pequeña joya para el recuerdo. La presencia de todos los familiares de la pareja asistiendo felices a modo de coro a este momento, pero en especial la de Del Griffith sujetando su gorra, manoseándola con sus dedos gordos, como si fuera un niño grande. La ternura que emana John Candy en ese instante, la satisfacción de saber que él ha contribuido a reunir a la pareja, la felicidad de formar parte del momento y de haber encontrado a un amigo. John Hughes nos reserva el último plano para el rostro del actor, que de nuevo sin palabras, simplemente con su expresión remata con un broche de oro este filme intemporal mientras suena una estupenda interpretación de “Every time you go away” de Daryl Hall capaz de llegarnos al corazón y quedarse allí para siempre.

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Hay espacio todavía para un último gag o de lo contrario no estaríamos hablando de John Hughes. Tras los títulos de crédito descubrimos que el cliente al que la agencia de Page le había ofrecido la campaña de publicidad, se ha pasado esos dos días revisando los anuncios encerrado en su despacho, con la cena de Acción de Gracias sobre la mesa sin tocar y sigue sin tomar una decisión sobre cuál anuncio escoger.

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A modo de conclusión, la popularidad y profundo calado de “Mejor solo que mal acompañado” en la cultura emocional americana, se demuestra por ejemplo en los homenajes que le dan en tres capítulos de la serie “Family Guy” (“Padre de Familia”) de Seth MacFarlane. En el primero de ellos, el helicóptero que pilotan Brian y Stewie está a punto de estrellarse y se reproduce la sensación de horror que en el filme aparece cuando el auto de Page y Grifith es atravesado por dos camiones. En esta ocasión es el pequeño Stewie el que viste el disfraz de demonio que en la película llevara John Candy.

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El segundo es uno de los episodios especiales de la serie homenajeando a la saga de “Star Wars”. En él se recupera la figura de Candy interpretando el “Mess Around” de Ray Charles, con Martin y él, como si fueran soldados imperiales pilotando una nave estelar y sobre todo el más especial de todos, en el que Peter Griffin repite casi literalmente a su mujer la secuencia del motel, cuando se defiende de aquellos que le acusan de bocazas, alegando que no piensa cambiar, porque le gusta a sus amigos, hijos y clientes. Esta vez, su mujer Lois toma la réplica de Steve Martin. Es un homenaje en el que no le falta ni siquiera la misma banda sonora que acompaña a ese momento en la película.



Y si hay quien pueda dudar el impacto de la película en el imaginario colectivo, existe hasta una teoría que defiende que el personaje de John Candy no existe y que se trata de una alucinación de un desquiciado Steve Martin, al igual que el Tyler Durden de “El club de la lucha”, quien víctima del stress laboral, como le sucediera al personaje interpretado por Edward Norton en aquel filme, crea a Del Griffith como su alter ego, a modo de mecanismo de defensa para poder regresar a su hogar. La teoría nos invita a revisar el filme desde esta inquietante perspectiva…

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Hughes filmó metraje como para hacer un filme de tres horas de duración, aunque como es habitual, los deseos del director se estrellaron contra las exigencias del estudio que le obligaron a recortar la duración a un formato más convencional de hora y media. Tal vez algún día, todo o al menos parte de ese metraje en poder de los archivos de la Paramount, pueda restaurarse y ver la luz.

No puedo finalizar estas líneas sin aplaudir el estupendo doblaje en castellano.
A Steve Martin le puso su voz Camilo García, uno de los dobladores habituales del actor. Elección perfecta para realzar la seriedad del personaje y los momentos de su enfado, que no son pocos, cada vez que Martin se ve sometido a una situación límite. Mientras que John Candy fue doblado por Juan Fernández por primera y única vez. Fernández, voz habitual de Eddie Murphy supo aportar tanto la comedia como la ternura que requería este personaje tan especial y casi único de la carrera de Candy.

Un par de años después, Hughes brindaría a Candy un papel similar en “A solas con nuestro tío”, aunque sin la profundidad del que nos ocupa. No solo similar sino que el plano final de la película es prácticamente idéntico, aunque de ello ya hablará Atreyub en su crítica.

Y ahora sí el final de veras. Hace unos años, tuve que rendir cuentas en mi trabajo acerca de la calidad de unos documentos ante unos clientes americanos. Estos afirmaban que los documentos no estaban completos y que faltaban más y nos hacían responsables a nosotros de falta de transparencia. Ante esta acusación en la que me vi inesperadamente sometido a un tercer grado de lo más inquietante en un pequeño despacho, les respondí con una sonrisa cargada de veneno, que no se les ocultaba nada. Allí sobre la mesa estaba todo: “What you see is what you get!” y entonces recordé a mi buen amigo Del Griffith, que me había enseñado la importancia de esa frase veintitantos años antes. Había tardado todo ese tiempo en poder ponerla en práctica, pero como sucede con el cine de John Hughes, éste siempre estará ahí para que podamos recurrir a él, incluso para pedirle prestadas unas frases.

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Última edición:
“La loca aventura del matrimonio” (1988)

(“She’s having a baby”)
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- El cine de John Hughes siempre nos ofrece más de lo que parece a priori. Su esencia clásica, que comentamos a propósito de la crítica de “Mejor solo que mal acompañado”, hace que meta el dedo en la llaga en aspectos que sus coetáneos de cine, digámosle familiar, no se atrevieron o ni siquiera se plantearon abordar en aquella América conservadora de los años 80.

En una década marcada por un cine de escapismo, capaz de darnos tantas joyas que aun hoy nos permiten recitar casi línea por línea sus argumentos y seguir haciéndonos soñar y aplaudir cuando algún cineasta intenta recuperar el sabor de aquellos míticos años, como en el caso de “Súper 8” o más recientemente de “Guardianes de la Galaxia”, Hughes conseguía que tras su capa de cine aparentemente ligero, el espectador más atento y capaz de atreverse a rasgar el velo de comedia que envuelve a todos sus filmes, descubriese un traje oscuro, mucho más oscuro, crítico, incómodo y realista de lo que inicialmente creyera.

En “Dieciséis velas”, “El Club de los Cinco” o “Todo en un día”, Hughes nos mostró los sueños e ilusiones de los adolescentes. Sus dudas, inquietudes y amores, pero qué sucede cuando esos chicos crecen. Cuando los estudios terminan, llega el momento de colgar los libros y de afrontar el mundo de los compromisos. Entonces... entonces ¿Qué? Ese mundo en el que de repente tenemos que dejar de lado la cazadora deportiva para sustituirla por una incómoda chaqueta, anudarnos una corbata al cuello y encontrarnos con nuestro maletín en medio de una reunión, analizando la potencial productividad de tal o cual producto y preparando un balance de productividad hasta las tantas de la madrugada.

“La Loca aventura del matrimonio” que se filmó al mismo tiempo que “Mejor solo que mal acompañado”, y de “Dos cuñados desenfrenados”, (esta última escrita aunque no dirigida por Hughes), lo que demuestra la gran capacidad de trabajo del director en aquellos años y que hará que encontremos a rostros comunes en las tres películas, especialmente de las dos dirigidas por Hughes, en papeles prácticamente idénticos y entendamos la razón de ser del cameo de Kevin Bacon en la anterior, nos presenta a dos de esos jóvenes de los primeros filmes de Hughes, en su salto a la madurez.

Ni más ni menos que Kevin Bacon y Elizabeth McGovern, dos rostros icónicos de la década. Ambos son respectivamente Jefferson (aunque todos le llaman “Jake”), Edward Briggs interpretado con la solvencia habitual de Bacon, actor que hace de la credibilidad, de la naturalidad a la hora de encarnar a cualquier personaje hasta convertirlo en una prolongación de sí mismo su principal seña de identidad, quien sueña con triunfar como escritor y Kristen “Kristy” Bainbridge, chica de buena familia. Una de esas combinaciones tan queridas por el cine: muchacho trabajador a quien le ha costado mucho llegar hasta donde está y por ello peca del egoísmo de quien quiere aquello que no ha conocido nunca y chica mimada que cree haber encontrado a su príncipe azul.

Las respectivas familias de los chicos organizan una boda de campanillas para felicidad de la muchacha y desconcierto de Jake, quien a pesar de amar locamente a Kristy, tiene sus dudas ¿Realmente es necesario todo este ceremonial para formalizar el amor que sienten el uno por el otro? ¿Dónde queda la libertad personal tras el intercambio de anillos? En esas estamos cuando les conocemos. Hughes hace arrancar la historia justo el día de esa fabulosa boda que va a unirlos para siempre. Allí donde terminaban sus anteriores comedias juveniles, Hughes abre la puerta a la madurez con igual talento que en aquellas y yendo lejos, mucho más lejos de lo que hubiéramos podido imaginar a priori.

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Para colmo, los primeros temores de que la vida de pareja es algo más que besos, se producen justo cuando Jake tiene que dar el sí ante el sacerdote. Cuando éste le pregunta si acepta tomar a Kristy como su legítima esposa para amarla, honrarla y respetarla, en la salud y la enfermedad y etc., etc.… su subconsciente, que se convertirá en el verdadero protagonista de la historia, además añade para proveerla de tarjetas de crédito, una casa con cuatro habitaciones y dos baños, aire acondicionado, decoración profesional, un Mercedes, dos semanas de vacaciones en las Bahamas cada primavera, recordar las pequeñas cosas que a ella le gustan, llevarle flores el día de su cumpleaños, entender cuando ella se encuentre cansada, enfadada o tenga dolor de cabeza, decirle: “Estás muy guapa hoy”, dejar recogido el cuarto de baño tras afeitarse, limpiarse los zapatos en el felpudo, escuchar con atención sus historias sobre niños, resfriados, ropa, zapatos y etc., etc.… En ese instante Jake se imagina atrapado mirando a la puerta de salida de la iglesia con terror, hasta que finalmente acepta todo eso y mucho más. Ambos ya están casados. Jake se dispone a besar a la novia, pero de nuevo imagina ¿o no lo imagina en realidad? cómo el párroco le pide con voz amenazadora que no la besuquee mucho porque todavía tienen que hacerse las fotos de la ceremonia.

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La feliz pareja renuncia a su luna de miel para instalarse en su casa, primero un pequeño estudio en Nuevo México y más adelante un hogar mayor en Chicago, al que Jake bautizará como “una hipoteca con tres habitaciones y dos baños” y juntos comienzan la rutina feliz de enfrentarse a los primeros platos crudos que Kristy prepara para Jake; el amueblar y decorar la casa a su gusto; tener sus más y sus menos con los vecinos, con los que comparte las habituales barbacoas y conversaciones intrascendentes sobre coches y mujeres y a quienes el chico, que en todo momento se siente totalmente fuera de sitio,

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imagina en uno de esos pequeños momentos de fantasía integradas en la realidad que tan bien se le dan a Hughes (recordemos la secuencia del demonio en que se convierte John Candy cuando el coche está en contra dirección y es atravesado por dos camiones en “Mejor solo que mal acompañado” o los bandidos que imagina ver el pequeño Macaulay Culkin cuando mira por la mirilla en “A solas con nuestro tío”) bailando una ridícula coreografía con las cortadoras de césped en sus respectivos jardines ante sus atónitos ojos, que haría huir aterrorizado al más goloso del reino, por las toneladas de indigesta azúcar que emana la secuencia.

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Sin embargo, de inmediato surgen dos problemas para Jake: sus sueños de escritor tienen que dejar paso a un trabajo de oficinista en una empresa de publicidad en Chicago, que podría haber sido perfectamente en la que trabajara Neal Page, cuyos compañeros no se cansan de intentar quitarle de la cabeza lo que consideran vanas fantasías de escritor. Este es el mundo real chico. Trabajas aquí y con ello mantienes a tu familia. Tienes una bonita casa y un bonito coche, pero no puedes pensar en nada más que en el trabajo, trabajo, trabajo o corres el riesgo de perderlo todo, mientras que Kristy por su parte comienza a trabajar en una oficina y ¡Ay! quiere tener un hijo, a pesar de que Jake no lo ve claro y nos va explicando sus impresiones en voz en off, como si se tratara de una especie de novela que retratara su creciente desencanto personal.

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El tiempo va pasando y a pesar de su voluntad, la profecía de sus compañeros de trabajo se va haciendo realidad.

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Jake cada vez está más arrutinado en sus labores de oficinista, en una interpretación en la que Kevin Bacon está genial haciendo que su cansancio, desidia vital y tristeza trasciendan la pantalla.


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Nadie como él para llevar ropa de ejecutivo que le luzca tan perfectamente como la deportiva con un aire de desorden elegante que siempre me ha parecido una de sus señas de identidad.

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Trabaja entre semana y los fines de semana asiste como si de una pesadilla se tratara, a los enfrentamientos entre las “bandas” rivales de vecinos con sus cortadoras de césped, que Hughes retrata como si fuera la falsamente idílica comunidad de las esposas de Stepford: perfecta y acogedora por fuera pero terroríficamente falsa a la que uno intenta profundizar un poco.

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De vez en cuando las familias de una y otra parte les preguntan cuándo los chicos van a obsequiarles con un nieto. Sin embargo esa parcela de no compromiso es casi la única a la que el rebelde espíritu juvenil de Jake no está dispuesto a renunciar.

En una de esas noches en las que los esposos hablan en la cama, cada uno mirando hacia un lado distinto, Kristy le dice que tiene algo que contarle pero que le prometa que no se va a enfadar cuando lo sepa. Muy sereno, Jake asiente y es entonces cuando ella le confiesa que ha dejado de tomar la píldora hace tres meses.

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La reacción de Jake es la de erguirse de la cama entre gritos de terror y en una nueva muestra de sus ensoñaciones, se ve a sí mismo como si fuera uno de esos “dummies” de las empresas automovilísticas, que siguiendo con sus gritos se estrella con un pequeño vehículo contra un muro y explota. Simplemente impagable. Imposible reflejar mejor su estado anímico.



Como el niño no llega, una vez asumido por Jake, tras discutir con Kristy, ya que no está dispuesto a tolerar que nadie juegue con sus pelotas (en sentido literal), que quizá el problema es suyo, deciden recurrir a las técnicas de fertilización. Jake acepta hacerse una prueba para medir la calidad de su esperma. Apocado, cuando lleva la muestra de esperma a la clínica, de nuevo una secuencia onírica le hace imaginar a todas las enfermeras y pacientes riéndose de él a mandíbula batiente cuando al abrir el bote con la muestra éste resulta estar vacío. Parece ser que la deficiencia del esperma del chico se debe a que la apretada ropa interior que lleva, al tener que ir “disfrazado” de ejecutivo todos los días, eleva la temperatura de su ingle por encima de una temperatura ideal como para que sus espermatozoides sean lo suficientemente fuertes para fecundar el óvulo. Así que los médicos les recomiendan que sigan una elaborada y metódica tabla de horarios para intentar la fertilización de Kristy.

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Tener un hijo de ese modo, supone programar cuándo y cómo hacer el amor. Todo se convierte en un ritual casi científico de lo más laborioso para desesperación del muchacho, quien de nuevo en voz en off, nos relata esas maniobras estratégicas que imponen las dificultades de quedarse embarazada. Para el recuerdo queda la secuencia en que ellos están haciendo el amor a ritmo de “Workin on the Chain Gang”, el clásico de Sam Cooke, como si en vez de estar disfrutando el uno del otro estuvieran cumpliendo condena en una cantera. Una de las múltiples virtudes de John Hughes (y ya van….) es cómo sabiamente sabe elegir en cada momento la pieza musical que mejor refleja las situaciones que viven sus personajes.

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Delirantes son los momentos en que vemos a un abatido Jake en el sótano de casa, mientras Kristy le llama chillando a la cama, porque ella está ovulando y su temperatura corporal es la ideal para que puedan tener relaciones sexuales y él se dirige al dormitorio como si las piernas le pesasen una tonelada y en vez de para estar con su mujer fuera al trabajo, y es que en realidad el ritual de la fertilización puede ser para las parejas un trabajo más que un placer. Un cariacontecido Kevin Bacon irrumpe en calzoncillos en la habitación para escuchar los reproches de Elizabeth MaGovern que le invita a meterse en la cama con ella. Las almohadas están en la posición correcta, ha preparado unas copas y mientras estén teniendo relaciones, ¡ella le sugiere que mire la televisión si está aburrido!

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De vez en cuando, Davis, el padrino de la boda y mejor amigo de Jake (éste de hecho le define como su “esposa” antes de que apareciese Kristy en su vida), un jovencísimo Alec Baldwin, quien en estos años ha prosperado económicamente en la vida, visita a la pareja y siempre intenta tirarle los tejos a Kristy, de quien confiesa haber estado siempre enamorado aunque ella le rechaza por sistema replicando que al único que en realidad ama Davis es a sí mismo.

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Éste es un punto a destacar a favor de Hughes a la hora de construir el personaje de la joven. No hay duda alguna de que Kristy no tiene lugar en su corazón más que para Jake y de que ella es mucho más madura y sensata en todos los sentidos que su esposo. Baldwin encarna al amigo canalla y cabeza loca, del que Jake se “divorcia” literalmente, según sus propias palabras, el día en que acepta casarse con Kristy.

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El día de la boda, mientras le lleva en su descapotable a la iglesia, Davis ofrece a su amigo la típica posibilidad medio en broma medio en serio –cada cual que piense en qué porcentaje- de escapar de la ceremonia y huir a México o algún lugar similar, hacerse con todo el alcohol disponible y disfrutar de chicas que no quieran más compromiso que un buen rato de cama.

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Su figura simboliza ese diablillo camarada de los años locos de estudiante, que nunca nos perdonará cuando decidimos cambiarlo por una esposa y por ello intenta por todos los medios sacarnos de nuestra rutina para volver a ser de nuevo Peter Pan. En este pequeño papel podía comprobarse que el más conocido de los hermanos Baldwin ya apuntaba maneras a pesar de su juventud.

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A pesar del incorruptible amor de Jake por Kristy, Elizabeth McGovern nunca estuvo más adorable con esos enormes y tiernos ojazos de corderito que te mira buscando que la abraces y al mismo tiempo más abominable en las secuencias de acoso y derribo a su marido en su obsesión para tener un hijo.

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En segundos pasas de querer comértela a besos, a plantearte el hacer la maleta, cruzar la frontera de México y huir de todo,

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por ello al muchacho se le aparece de vez en cuando a modo de ilusión una despampanante rubia a quien conoce en una discoteca, una noche en que sale con Davis y su novia de turno. Impresionado por ella, Jake se la imaginará después visitándole en la oficina o en su casa y en sus sueños. Una metáfora de la tentación por la aventura perdida, en forma de chica visible sólo para él, que tan bien explotase Chevy Chase en su saga de filmes de “National Lampoon’s Vacation” (también con guion y producción de John Hughes y es que al final todo queda en casa), como alternativa a su apacible pero aburrida vida de trabajador asalariado.

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Finalmente, Kristy consigue quedarse embarazada. Los sueños y fantasías eróticas desaparecen y tenemos la sensación de que la estabilidad definitiva ha llegado para la joven pareja pero antes de que ese niño nazca, Hughes pondrá toda la carne en el asador como sólo sabe conseguirlo un maestro de la alternancia entre la comedia y el drama.

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El matrimonio acude al hospital cuando llega el día del parto. Jake está muy nervioso y no da pie con bola. Control de la respiración, contracciones, carreras por aquí y por allá. No obstante se embute la bata, la mascarilla y el gorrito para estar presente en el gran momento. Sin embargo, de repente algo sucede y le obligan a abandonar el quirófano. El embarazo de Kristy se ha complicado y cuando Jake quiere darse cuenta, toda la familia se encuentra en la sala de espera preparándose para lo peor. Mientras aguarda a ver cómo se desarrollarán los hechos, Jake rememora los momentos de dicha pasada hasta el embarazo de Kristy, al tiempo que suena una hermosísima e inolvidable canción, “This Woman’s Work” de la mítica cantante inglesa Kate Bush, temazo escrito por ella ex profeso para el filme, que convierte todo ese pasaje en una especie de videoclip. La canción devino de inmediato en un gran éxito internacional y reiteramos por tanto el ojo de águila de Hughes para escoger la música de sus películas, llegando ésta muchas veces a ser más popular que los propios filmes.

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Es quizá este instante dramático el más ochetentero de la película, porque todo él podría funcionar como un episodio totalmente independiente de la trama. Un marido que descubre que quizá, en el fondo, la felicidad está hecha de esos pequeños momentos a compartir con tu esposa, entre jornada y jornada de trabajo, en aceptar por fin con resignación que esa “cárcel” de familia y trabajo (Hughes crea una metáfora visual, a través de un plano aéreo haciendo que la sala de espera del hospital parezca una celda) puede ser más liviana y acogedora de lo que él creía y porque puede pasar, como cita en un momento de la historia el personaje de Alec Baldwin, que te des cuenta de cuánto amabas a una persona cuando ya no estás con ella.
Kevin Bacon está impresionante y aguanta estoicamente con lágrimas en los ojos toda esa secuencia en la que teme perder a Kristy
y se promete a sí mismo que por encima de todos sus sueños y egoísmos y de mirarse día a día el ombligo, está el amor por su compañera y esposa.

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Mientras él va recordando los momentos felices pasados, Hughes los alterna con las imágenes de Kristy en el quirófano y el efecto es tan sobrecogedor como recomendable para todos aquellos que en algún momento hayan podido cuestionarse que la vida es el mayor valor que tenemos y que en cualquier momento podemos dejar de estar aquí.



Finalmente, una enfermera les comunica que ella está bien y el muchacho acude a la habitación de su mujer con el convencimiento de que Kristy ha vivido pero que el bebé ha muerto. Este momento de intimidad entre Kevin Bacon y Elizabeth McGovern está brillantemente resuelto, al igual que sucedía con Steve Martin y Laila Robins en “Mejor solo que mal acompañado”. Ambos parecen realmente una pareja de enamorados auténtica, una pareja que ha estado a punto de tirarlo todo por el retrete pero cuyos sentimientos se convierten en la más firme tabla de salvación de su matrimonio. Él no se atreve a preguntar pero ella, más sabia se adelanta. Ha sido niño. La criatura ha nacido y está sana y salva. La joven no quiso que la enfermera se lo dijese porque prefería reservar a Jake la sorpresa del feliz desenlace.

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Tenemos final feliz y descubrimos que todos esos apuntes en voz en off que ha ido haciendo Jake a lo largo del filme forman parte de la novela que ha escrito y que se titula como la película en idioma original: “She’s having a baby”. Esa novela, de la que vemos el borrador mecanografiado, se supone que se la está leyendo a su esposa y a su hijo recién nacido. Son precisamente las últimas palabras de la novela, las que resumen la perfección el periplo vital hacia la madurez de Jake y cómo ha ido cambiando desde que contrajo matrimonio hasta que su hijo llega a la vida:

"Y al final, descubrí que había recibido más de lo que yo había dado, habían confiado en mí más de lo que yo lo había hecho, y que había amado más de lo que yo había amado. Y que lo que yo estaba buscando, no era algo que pudiera encontrar, sino algo que tenía que hacerse”.

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Los títulos de crédito finales muestran una vez más la capacidad del director de sacar oro de cualquier circunstancia
y nos regala una sucesión de actores y actrices que proponen un nombre para la criatura, entre los que destacan algunos de los rostros más recordados de la época tanto del cine como del espectáculo en general y del propio cine de Hughes, como Kirstie Alley, Dyan Cannon, Matthew Broderick, Ted Danson, Woody Harrelson, Magic Johnson, Roy Orbison, Bill Murray, Dan Aykroyd, Harry Anderson, Michael Keaton o el propio John Candy.



Como curiosidad resaltar que para otro gran analista de las relaciones humanas, como es Kevin Smith, “La loca aventura del matrimonio” es una de sus películas favoritas y la que más aprecia de todas las dirigidas por Hughes. “Mi cine es en realidad lo que hacía Hughes añadiéndole cuatro palabras”, ha declarado Smith en alguna ocasión.

Esta película estaba considerada por Hughes como uno de sus trabajos más queridos y personales. El personaje de Kevin Bacon es una especie de alter ego del director, y quizá en ningún otro volcó tanto sus sentimientos como en esta producción. Producción que sin embargo fue un fracaso de crítica y público, tal vez porque estos no esperaban que ofreciera una obra en la que hay más de drama que de humor.

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Fuera como fuese, Hughes no volvió a escribir o a dirigir una película tan personal y ambiciosa como “La loca aventura del matrimonio”, y en este sentido, su retorno a las comedias con John Candy y niños como protagonistas, hay que verlo como un retroceso de una carrera que se estancaría gradualmente para no levantar el vuelo en los años 90.

Las razones del exilio de Hughes de Hollywood son y siguen siendo todo un misterio, con teorías que abarcan desde su desencanto general para con la industria del cine o el mazazo que supuso la muerte de su actor fetiche, John Candy. Tras revisar para esta serie de críticas “La loca aventura del matrimonio”, no sería descabellado pensar que el frío recibimiento que obtuvo este proyecto tan personal le llevara a pensar que tras escribir sobre vidas ajenas con notable éxito, su incapacidad para escribir sobre una experiencia casi autobiográfica sin éxito alguno, ya no le quedaban fuerzas para continuar su carrera con el vigor de antaño.

En su momento, entre otros argumentos, la crítica acusó al director de indefinición al no atreverse a apostar decididamente por el drama que supone toda crisis matrimonial, aligerando la historia con las secuencias oníricas cómicas que sufre, Jake simbolizando la prisión en la que él cree vivir agobiado por las obligaciones de esposo y cabeza de familia.



En mi opinión, esas secuencias son imprescindibles porque la vida en realidad es un valle de lágrimas en el que para sobrevivir nada mejor que navegar por encima de ellas en vez de hundirse y poner una sonrisa por bandera. Una sonrisa tímida en ocasiones, pequeña como el beso que Neal Page le da a su esposa al regresar de su accidentado viaje, o el que le da Jake en la barriga a la embarazada Kristy antes de irse a trabajar cada mañana a esa oficina que no le gusta, aunque ello es vital para el sustento de su familia, pero sonrisa a fin de cuentas porque es en los pequeños momentos, los pequeños grandes momentos de intimidad personal, en los que encontramos la felicidad y donde nos esperará siempre el cine de John Hughes.

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Salidos de Cuentas, la comedia dirigida por Todd Phillips, me recordó a Mejor solo que mal acompañado. Salvando las distancias, claro está.
 
Breakfast tengo que verla entera (siempre la he visto a trozos) algún día SÍ o SÍ. Maldita sea. La tengo en DVD y ni la he visto. Me merezco unos azotes. Eso sí, lo que es la BSO, es sensacional.

Parodiada en No es otra estúpida película americana (2001) y homenajeada en cierto modo en Promoción fantasma (2012)


Por cierto, yo no probé de hacerme una LeBrock con mi PC, ya que todavía no tenía ordenador personal en casa. En casa de mis primos hará eones y justo después de ver Juegos de Guerra intentamos armarla gorda como el personaje de Matthew Broderick. Y no, no funcionó :lol
 
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