El 10 de mayo de 1931 era domingo. Una reunión de monárquicos donde se significaba Juan Ignacio Luca de Tena, propietario del diario ABC, fue mal vista por las izquierdas que asaltaron, al día siguiente, las instalaciones del periódico madrileño. Animados por la falta total de presencia policial los revoltosos marcharon luego a la iglesia que los jesuitas tenían en la calle de la Flor. Allí incendiaron tanto el edificio como las valiosas obras en él depositadas.
La policía seguía sin ofrecer algún tipo de resistencia, por lo que los incendiarios continuaron quemando iglesias, conventos y sedes católicas, como la del "Instituto Católico de Artes Industriales" de la calle Alberto Aguilera. Factor común de los incendios de edificios utilizados para actividades de la cristiandad era la ubicación de ellos, casi todos pertenecían al centro de Madrid.
La "fiesta" de "A quemar templos" se extendió a Alicante, Sevilla, Málaga y Granada. En Murcia se destruyó la sede de "La Verdad", periódico católico. En total se incendiaron más de doscientas iglesias y conventos entre los días 11 y 12 de mayo. El católico Miguel Maura, a la sazón ministro de Gobernación, narró en sus memorias la reunión del Consejo de Ministros, efectuada cuando acababan de comenzar las tropelías en Madrid. Cuenta que él fue el único en quejarse, sólo eso, de la destrucción que se estaba llevando a cabo. En ese momento, Alcalá Zamora le espetó: "Cálmese Migué, que esto no es sino, como desía su padre, fogatas de viruta (Miguel era hijo de Antonio Maura y Montaner). No tiene la cosa la importancia que usted le da. Son unos cuantos chiquillos que juegan a la revolución y todo se calmará enseguida. Usted verá" (al ser Maura el responsable de las fuerzas del orden). Maura contestó: "¡Conque fogatas de virutas! Es usted un insensato. O me dejan ustedes sacar las fuerzas a la calle o arderán todos los conventos de Madrid unos tras otros". Entonces, Azaña intervino pronunciando su histórica y desgraciada frase, resumen de su pensamiento, que daba por finalizada la conversación y la necesaria toma de medidas: "¡ Eso no! Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano".
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El órgano oficial del PSOE, "El Socialista", amaneció dando la razón a la filosofía de Manuel Azaña, la culpa de la irracional quema de templos la tenía "la insensata provocación de los monárquicos"; debido a ella "el domingo se produjeron sangrientos sucesos. Fueron incendiados numerosos conventos". El futuro incremento de estas acciones vandálicas estaba asegurado, su nivel de violencia, también. La Segunda República quedaba herida de gravedad, sólo nacer.
De inmediato, José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala firmaron conjuntamente un artículo, publicado en "El Sol", señalando: "la multitud caótica e informe no es democracia, sino carne consignada a tiranía" y que "quemar conventos e iglesias no demuestran ni verdadero celo republicano ni espíritu de avanzada". En cualquier caso, esta respuesta era demasiado educada y ni apuntaba culpables inductores ni aportaba soluciones para el futuro.
La inaudita y vergonzosa nota oficial dada por el Gobierno fue la siguiente: "Volved al trabajo y dejad sólo en las calles a los conspiradores monárquicos y a los agitadores que hacen su juego a la extrema izquierda".
La calidad de personas, que no estudios, dineros o habilidades en charlar, de los dirigentes de la República, estaba en total consonancia con estos desgraciados sucesos, y con los siguientes que iban a transcurrir en España durante algún tiempo más. Este singular acontecimiento sirvió, en un principio, para el desahogo de esa parte de la población anticapitalista y anticlerical y que con su violencia mal entendía el concepto de las libertades. Y como, además, esas gentes esperaban que con la República iba a mejorar su situación económica y social, y eso no aconteció en absoluto, su desencanto alimentó su desatino.
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Azaña consiguió lo que anhelaba en ese presente, no tuvo en cuenta lo viniente al ignorar o despreciar lo conveniente. Su filosofía política, que arrastró al pueblo español, estaba condensada en dos pensamientos, dos frases, dos hechos desgraciados: "Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano" y "España ha dejado de ser católica". Y lo peor del caso es que esa forma de pensar fue de inmediata aplicación. Soberbia y desatino se llama esa figura; sangre y ruina fueron las consecuencias.
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La Constitución estaba a punto de promulgarse. Había que ir preparando a los españoles. Con ese fin, Azaña pronunció un discurso en el Parlamento el 13 de octubre de 1931.
Ese día, Azaña dividió a España en dos partes. La Constitución, que se promulgaría al mes siguiente, sancionaría de hecho esta escisión.
Azaña comenzó: "Señores diputados ... otros problemas que han de transformar el Estado y la sociedad española hasta la raíz. Estos problemas, a mi corto entender, son principalmente tres: el problema de las autonomías locales, el problema social en su forma más urgente y ayuda, que es la reforma de la propiedad, y éste que llaman problema religioso que es en rigor la implantación del laicismo en el Estado con todas sus inevitables y rigurosas consecuencias".