Podría ser
Cerrar los ojos la tercera parte de una trilogía en extremo dilatada en el tiempo junto con las otras dos ficciones largas del director, o la cuarta fase de un “ericeverso” (me entró hasta la risa floja con lo de “soy Ana…”, tremendo easter egg), sumamente referencial a su breve pero significativo imaginario.
La premisa noir de la desaparición de un actor en pleno rodaje. el intento de reconstruir el motivo de esa ausencia por el autor de un film inacabado, se convierte en puro mcguffin para una película hablada y de argumento mínimo pese a su considerable extensión, simétrica y a la vez plagada de ramificaciones y desvíos, incluso de fugas musicales, que trata sobre el cine, pero más aún, del cine como metáfora de la memoria y el paso del tiempo, las deudas y el dolor acumulado. Sobre unos seres derrotados, un tanto “houstonianos”, o bien anclados a un ayer del que no pueden desligarse; tristones, que evocan resignadamente el tiempo perdido… pese a lo cual la película contiene cierto humor entrañable, aunque se trate de un humor propio de un octogenario, como es lógico, incluso de alguien a quien apenas le importa haberse quedado atrás.
Esa dialéctica cine-televisión ensalzando lo primero, la recreación de ese formato de programa de sucesos, que parece todo como de hace décadas… es cierto que estamos en 2012, fecha significativa en la cual las redes, smartphones y etc. aún no eran lo que son hoy (a punto estaban de serlo). Pero pese a la crítica de estos programas, la presentadora también se contagia de un interés desinteresado, vivo y humano por la historia. Se respetan, en fin, las razones últimas de cada uno, opacas aunque a la vez claras si uno presta atención (adulterio, culpa, necesidad de desvanecerse ante una vida imposible de vivir).
La del actor huido es una presencia obsesiva y cautivadora, portadora de un halo de leyenda y malditismo (¿como el propio Erice?), en el centro de un grupo de personas que acarrean cada una de ellas una forma de desarraigo o de herida, que dan pie a pequeñas digresiones sobre política (la juventud combativa del franquismo, que tendrá seguro mucho que ver con la vida de Erice, o de gente a la que conoció), sobre arte (el museo como máquina que ordena y clasifica con monotonía la belleza). Son conjurados los espectros de Hawks, de Ray o de los mismos Lumiere; el cine como acto mágico y quizá, sólo quizá, capaz de obrar milagros en tiempos de desmemoria, y aquí depende de cada uno pensar hasta qué punto son posibles esos milagros, gracias a un final de calculada ambivalencia… pues siempre hay algo inconcluso, un enigma que nunca llegaremos a conocer del todo.
La imagen del dios Jano con su doble cara, como doble o múltiple es la identidad de un hombre fracturado, inescrutable, el farsante cantante de tangos. O como la propia evolución circular del relato, con el metraje de un film inexistente y finalmente completado (como gran ajuste de cuentas personal tiene todo el sentido del mundo)... evocador de ese “embrujo de Shanghai” nunca filmado (el contraste entre la fantasía pulp y la gris autenticidad del metro ligero de Madrid). “Triste LeRoy”... lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir. El marinero errante y el agricultor fijado a la tierra. El padre sin hija de la ficción, la hija sin padre de la realidad, el onirismo de una secuencia imaginada y no por ello menos real. El tramo final en la residencia de ancianos, lo blanco de la cal, lo blanco de la pantalla de cine, una extraña pureza y tabula rasa frente a todo. Y aquí, una breve pero intensa, impresionante interpretación de José Coronado.
Película agotadora e inagotable ella misma, probablemente lejos de ser perfecta, pero qué puta mierda es esa de la perfección, que ha venido a decir lo que tiene que decir y con eso basta. Película sobre la mirada como sujeto y objeto portador de la verdad del cine. Algo banal y hasta insignificante, pero en lo que se cifra una existencia entera, cual Rosebud; ¿por qué? Porque la identidad de cada uno no está en uno, en las máscaras ni en los nombres que adopte, sino que está en los otros, en su capacidad para descubrirnos, recordarnos, iluminar esa vida y finalmente reconocernos.